El Robot Completo (16 page)

Read El Robot Completo Online

Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Su compañero de mesa, Marco Cómo-se-llamara-esa-semana, preguntó con curiosidad:

—¿Qué miras, William?

Impulsivamente, William le alargó el impreso y dijo:

—Ése es mi hermano. —Fue como agarrarse a un clavo ardiendo.

Marco lo examinó, frunciendo el entrecejo, y dijo:

—¿Cuál? ¿El hombre que está a tu lado?

—No, el hombre que es yo. Quiero decir el hombre que se me parece. Ése es mi hermano.

Esta vez siguió una larga pausa. Marco le devolvió el impreso y dijo con una cautelosa falta de entonación en la voz:

—¿Hermano de los mismos padres?

—Sí.

—De padre y también de madre.

—Sí.

—¡Es absurdo!

—Supongo que sí —suspiró William—. Bueno, según dice aquí, está trabajando en telemetría, allí en Texas, y yo estoy trabajando en autística aquí. ¿Qué importancia puede tener entonces?

William no se acordó más del asunto y más tarde, ese mismo día, tiró el periódico. No quería que su presente compañera de cama pudiera verlo. La chica tenía un basto sentido del humor que cada vez fastidiaba más a William. Le alegraba bastante que ella no tuviera ganas de tener un niño. Él, por su parte, ya había tenido uno algunos años atrás. Esa morena bajita, Laura o Linda, uno de esos dos nombres, había colaborado.

El asunto de Randall se planteó bastante después de eso, al menos un año más tarde. Y si William no había vuelto a pensar en su hermano -y no lo había hecho- con anterioridad, desde luego no tuvo tiempo de preocuparse de ello después.

Randall tenía dieciséis años cuando William tuvo noticia de él por primera vez. Llevaba una vida cada vez más cerrada en sí mismo y la guardería de Kentucky donde se había criado había decidido anularlo y naturalmente a nadie se le ocurrió comunicarlo al Instituto para las Ciencias del Hombre de Nueva York (conocido habitualmente con el nombre de Instituto Homológico).

William recibió su expediente junto con los de varios otros y no encontró nada que le llamara particularmente la atención en la descripción de Randall. Sin embargo, le tocaba efectuar uno de sus tediosos recorridos por las guarderías empleando medios de transporte de masas y había un candidato probable en West Virginia. Allí fue -y quedó decepcionado hasta el punto de jurarse por quincuagésima vez que en adelante haría esas visitas por imagen televisada-, y luego, puesto que ya había llegado hasta allí, pensó que nada perdería probando en la guardería de Kentucky antes de regresar a casa.

No esperaba conseguir nada.

Sin embargo, menos de diez minutos después de empezar a examinar la pauta genética de Randall ya estaba llamando al Instituto para solicitar un cálculo de la computadora. Luego se reclinó en el asiento y sintió que le cubría un ligero sudor al pensar que sólo un impulso de último momento le había llevado hasta allí, y que sin ese impulso Randall habría sido anulado calladamente en el plazo de una semana o tal vez menos. Para expresarlo con todo detalle, una droga habría ido penetrando sin dolor a través de la piel, en el torrente sanguíneo, y el chico se habría sumido en un tranquilo sueño que se intensificaría gradualmente hasta la muerte. La droga tenía un nombre oficial de veintitrés sílabas, pero William la llamaba «nirvanamina», como todo el mundo.

—¿Cuál es su nombre completo, guardiana? —preguntó William.

—Randall Nowan, profesor —dijo la matrona de la guardería.

—¡Nadie!
[2]
—explotó William. La guardiana se lo deletreó.

—Lo escogió el año pasado.

—¿Y a usted no le llamó la atención? ¡Es lo mismo que Nadie! ¿No se le ocurrió remitirnos el expediente de este joven el año pasado?

—No creí que... —comenzó a decir la guardiana, muy nerviosa.

William la hizo callar con un gesto. ¿De qué servía? ¿Cómo podía saberlo ella? Nada en la pauta genética podría haber servido de aviso según los habituales criterios de los manuales. Se trataba de una sutil combinación descubierta por William y su equipo tras veinte años de experimentar con niños autistas, y jamás había visto realmente esa combinación en una persona viva.

¡Y faltaba tan poco para la anulación!

Marco, que era el hombre duro del grupo, se quejaba de que las guarderías se mostraban demasiado deseosas de abortar antes del plazo y de anular una vez cumplido éste. Afirmaba que debía permitirse el desarrollo de todas las pautas genéticas para así poder efectuar una investigación inicial y que no debería ejecutarse ninguna anulación sin consultar antes a un homólogo.

—No hay suficientes homólogos —dijo calmadamente William.

—Al menos podríamos hacer examinar todas las pautas genéticas por la computadora —dijo Marco.

—¿A fin de reservarnos todo lo que podamos conseguir para nuestros propios fines?

—Para fines homológicos, aquí o en otro lugar. Tenemos que estudiar las pautas genéticas en acción para poder llegar a comprender adecuadamente nuestro propio fundamento, y las pautas anormales y monstruosas son las que nos proporcionan más información. Nuestros experimentos sobre el autismo nos han enseñado más homología que la suma de todos los conocimientos acumulados hasta la fecha en que iniciamos nuestros trabajos.

William, quien todavía prefería el ritmo de la frase «la fisiología genética del hombre» en vez de «homología», hizo un gesto negativo con la cabeza.

—De todos modos, tenemos que obrar con cautela. ¿Qué utilidad podemos alegar en favor de nuestros experimentos? Vivimos apenas tolerados por la sociedad, y esa tolerancia se nos concede a regañadientes. Estamos jugando con vidas.

—Vidas inútiles, que deberían anularse.

—Una anulación rápida y placentera es una cosa, y otra cosa son nuestros experimentos, normalmente prolongados y a veces inevitablemente desagradables.

—A veces les ayudamos.

—Y a veces no les ayudamos.

En verdad era una discusión inútil, pues no había forma de llegar a un acuerdo. En resumen, todo giraba en torno al hecho de que había demasiado pocas anomalías interesantes al alcance de los homólogos y que no había manera de presionar para que la humanidad estimulase una mayor producción. Había una docena de cuestiones que siempre se verían afectadas por el trauma de la Catástrofe, y ésa era una de ellas.

Los orígenes del frenético impulso que se había dado a la exploración espacial podían buscarse (y algunos sociólogos así lo hacían) en el descubrimiento, gracias a la Catástrofe, de la fragilidad de la trama de la vida tejida sobre el planeta.

En fin, qué remedio...

Nunca se había visto nada parecido a Randall Nowan. No desde la perspectiva de William. El lento progreso del autismo característico de esa pauta genérica tan absolutamente rara significaba que se poseía más información sobre Randall que sobre cualquier paciente equivalente anterior a él. Incluso lograron captar en el laboratorio unos últimos débiles destellos de su manera de pensar antes de que se cerrara por completo y se retrajera finalmente tras los muros de su piel, indiferente, inalcanzable.

Luego iniciaron el lento proceso a través del cual Randall, sometido a estímulos artificiales por períodos cada vez más largos de tiempo, fue revelando los mecanismos internos de su cerebro y con ello les ofreció pistas para comprender el mecanismo interno de todos los cerebros, tanto de los llamados normales como de los semejantes al suyo.

Los datos que iban reuniendo eran tan abundantes que William comenzó a pensar que su sueño de lograr una recuperación del autismo era más que un simple sueño. Sentía una cálida satisfacción por el hecho de haber escogido el nombre de Anti-Aut.

Y cuando estaba prácticamente en la cumbre de la euforia nacida de sus trabajos con Randall recibió la llamada de Dallas y comenzaron las fuertes presiones -tenían que escoger justo ese momento- para que abandonara su trabajo y se ocupase de un nuevo problema.

Rememorando más tarde lo ocurrido, jamás logró saber con exactitud qué le había impulsado a acceder finalmente a hacer una visita a Dallas. Al final, desde luego, comprendió cuánta suerte había tenido. Pero, ¿qué le había impulsado a obrar así? ¿Tendría tal vez, ya desde el principio, una vaga idea inconsciente de cómo podría acabar todo? Sin duda eso era imposible.

¿Sería el recuerdo inconsciente de ese periódico, de esa fotografía de su hermano? Imposible, sin duda.

Pero se dejó persuadir para hacer esa visita y no se acordó de la fotografía hasta que la unidad energética de micro-pilas modificó el timbre de su suave zumbido y entró en acción la unidad de gravitación para el descenso final -o al menos la fotografía no accedió hasta entonces a la parte consciente de su memoria.

Anthony trabajaba en Dallas y -William entonces lo recordó- en el Proyecto Mercurio. El pie de la foto hablaba de eso. Tragó saliva y la suave sacudida le indicó que había llegado al fin del viaje. La situación prometía ser incómoda.

3

Anthony esperaba en la zona de recepción para dar la bienvenida al experto recién llegado. No estaba solo, naturalmente. Formaba parte de una considerable delegación -cuyo número de integrantes era un indicio más bien sombrío de la desesperación a que se habían visto reducidos- y ocupaba uno de los lugares menos importantes. Su presencia se debía sólo a que la sugerencia inicial había salido de él.

Esa idea le provocaba una ligera pero continua sensación de malestar. Se había introducido en el escalafón. Había recibido considerables muestras de aprobación por ello, pero siempre todos habían insistido imperceptiblemente en que la sugerencia era
suya
; y si resultaba un fracaso, todos se retirarían de la línea de fuego y le dejarían en el punto cero.

Más tarde, hubo momentos en que meditó sobre la posibilidad de que el vago recuerdo de un hermano dedicado a la homología le hubiera sugerido esa idea. Era una posibilidad, pero no tenía que haber sido forzosamente así. La sugerencia era tan sensatamente inevitable, en realidad, que sin duda se le habría ocurrido la misma idea aunque su hermano hubiera sido algo tan inocuo como un escritor de ficción, o aunque no hubiera tenido ningún hermano propio.

El problema eran los planetas interiores...

Se había colonizado la Luna y Marte. Se había logrado llegar a los asteroides más grandes y a los satélites de Júpiter, y estaba en proyecto un viaje pilotado a Titano, el gran satélite de Saturno, a través de una rotación acelerada en torno a  Júpiter. Sin embargo, en un momento en que incluso se hacían planes para mandar a un grupo de hombres en un viaje de siete años, ida y vuelta, hasta los confines exteriores del sistema solar, aún no existía la menor posibilidad de que algún hombre pudiera acercarse a los planetas interiores, por temor al Sol.

Venus mismo era el menos atractivo de los dos mundos situados dentro de la órbita de la Tierra. Mercurio, en cambio...

Anthony aún no se había incorporado al equipo cuando Dmitri Large
[3]
(en realidad era bastante bajo) había pronunciado esa disertación que impresionó al Congreso Mundial en la medida suficiente para hacerle conceder los fondos que harían posible el Proyecto Mercurio.

Anthony había escuchado las cintas, y había oído la exposición de Dmitri. Existía una firme tradición que afirmaba que ésta había sido extemporánea, y tal vez lo fuera, pero estaba perfectamente construida y contenía, en esencia, todas y cada una de las líneas de actuación seguidas por el Proyecto Mercurio a partir de entonces.

Y lo más importante fue que demostró que sería un error esperar a que la tecnología hubiera avanzado hasta el punto, de hacer factible una expedición pilotada a través de los rigores de la radiación solar. Mercurio representaba un medio ambiente único, capaz de enseñarles muchas cosas, y desde la superficie de Mercurio podrían efectuarse observaciones continuadas del Sol, imposibles de lograr de ninguna otra manera.

Siempre y cuando fuera posible colocar un sustituto del hombre -un robot, en suma- en el planeta.

Podía construirse un robot con las características físicas requeridas. Los aterrizajes blandos no ofrecían dificultad. Sin embargo, una vez hubiera aterrizado el robot, ¿qué harían con él?

El robot podía hacer observaciones y dirigir sus acciones en base a observaciones, pero el Proyecto exigía que sus acciones fuesen intrincadas y sutiles, al menos en potencia, y no sabían en absoluto qué observaciones podría hacer.

Para prever todas las posibilidades razonables y dar cabida a toda la complejidad deseada, el robot tendría que contener una computadora (en Dallas algunos lo llamaban «cerebro», pero Anthony detestaba ese hábito verbal, tal vez, se diría más tarde, porque el cerebro era el campo de estudio de su hermano) lo suficientemente compleja y versátil para poder ser incluida en la misma categoría que un cerebro de mamífero.

Sin embargo, era imposible construir nada por el estilo que fuera al mismo tiempo lo suficientemente portátil para trasladarlo a Mercurio y depositarlo allí, o -si se lograba trasladarlo y depositarlo- que tuviera la movilidad suficiente para ser de alguna utilidad al tipo de robot que tenían pensado. Tal vez algún día eso sería posible gracias a los circuitos positrónicos con los que estaban experimentando los roboticistas, pero ese día no había llegado aún.

La alternativa era que el robot remitiese a la Tierra cada una de sus observaciones en el momento mismo de realizarlas, y entonces una computadora situada en la Tierra podría dirigir cada una de sus acciones sobre la base de esas observaciones. En resumidas cuentas, el cuerpo del robot estaría allí y su cerebro aquí.

Una vez tomada esta decisión, los técnicos clave pasaron a ser los telemetristas y en ese momento se incorporó Anthony al Proyecto. Pasó a formar parte del grupo de personas ocupadas en diseñar métodos para recibir y devolver impulsos a distancias de entre 50 y 140 millones de millas, en dirección a un disco solar, y a veces por encima de él, capaz de interferirse de la manera más feroz con esos impulsos.

Se entregó a su trabajo con pasión y (como finalmente pensaría) con habilidad y resultados satisfactorios. Él, más que ningún otro, había sido el autor del diseño de las tres estaciones conmutadoras colocadas en órbita permanente en torno a Mercurio, los Orbitadores de Mercurio. Cada uno de ellos era capaz de enviar y recibir impulsos de Mercurio a la Tierra y de la Tierra a Mercurio. Cada uno era capaz de resistir las radiaciones solares de forma más o menos permanente y, más aún, cada uno era capaz de filtrar las interferencias solares.

Other books

False Pretenses by Catherine Coulter
Off the Page by Ryan Loveless
White Plague by James Abel
Dex by Sheri Lynn Fishbach
Pride and Prejudice and Zombies by Seth Grahame-Smith
What Came First by Carol Snow
Case of Imagination by Jane Tesh