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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (6 page)

BOOK: El Robot Completo
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—Todo lo que tenemos que hacer es abrirlo —declaró Paul.

Mientras hablaba, apagó de nuevo el Narrador y empezó a fisgonear el panel frontal.

—¡Eh! —exclamó Niccolo, de pronto alarmado—. No lo rompas.

—No voy a romperlo —dijo Paul con impaciencia—. Conozco muy bien estas cosas. Luego añadió, con repentina cautela—: ¿Están tus padres en casa?

—No.

—Estupendo. —Sacó el panel frontal y miró en el interior—. Chico, este trasto sólo tiene un cilindro.

Siguió trabajando en las entrañas del Narrador. Niccolo, que observaba la operación con dolorosa ansiedad, era incapaz de entender lo que su amigo estaba trajinando.

Paul sacó una delgada y flexible lámina de metal, accionada con puntos.

—Esto es el cilindro de la memoria del Narrador. Apuesto a que su capacidad para historias está por debajo del billón.

—¿Qué vas a hacer, Paul? —dijo Niccolo con voz temblorosa.

—Voy a proporcionarle un vocabulario.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Tengo un libro aquí, que me ha dado el señor Daugherty en el colegio.

Paul sacó el libro del bolsillo y lo anduvo manoseando hasta que le sacó la funda de plástico. Desenrolló un poco la cinta, la conectó al vocalizador, que se fue convirtiendo en un murmullo, e introdujo aquélla dentro de las partes vitales del Narrador. Luego hizo otros empalmes.

—¿Para qué sirve eso?

—El libro hablará y el Narrador lo pondrá todo en su cinta de memoria.

—¿De qué servirá?

—¡Chico, eres tonto o qué! Este libro trata sobre computadoras y automatización y el Narrador cogerá toda esta información. Así podrá dejar de hablar de reyes que provocan relámpagos cuando fruncen el ceño.

—Y el chico bueno siempre gana —añadió Niccolo—. No es divertido.

—Bueno, es así como hacen a los Narradores —dijo Paul mientras comprobaba que la conexión estuviese funcionando adecuadamente—. Hacen que el chico bueno gane y los malos pierdan, y cosas así. En una ocasión oí a mi padre hablar sobre ello. Decía que sin la censura no se sabe en lo que se convertiría la generación actual. Dice que ya está bastante mal como está... Mira, está saliendo bien.

Paul se frotó una mano con la otra y se apartó del Narrador.

—Pero escucha, todavía no te he contado la idea que he tenido. Apuesto a que nunca has oído nada mejor. He acudido a ti en seguida porque he imaginado que colaborarías conmigo.

—Claro, Paul. Por supuesto.

—De acuerdo. ¿Conoces al señor Daugherty del colegio, verdad? Y ya sabes que es un tipo muy original. Bien, creo que me tiene cierto aprecio.

—Lo sé.

—Hoy he estado en su casa después del colegio.

—¿Has estado en su casa?

—Claro. Dice que voy a ingresar en la escuela de informática y quiere ayudarme y todo eso. Dice que el mundo necesita más gente capaz de diseñar circuitos informáticos avanzados y llevar a cabo una programación adecuada.

—¡Ah!

Posiblemente, Paul captó algo del vacío que había detrás de aquel monosílabo.

—¡Programación! —dijo en un tono impaciente—. Te lo he explicado cientos de veces. Esto es cuando se plantean problemas a las computadoras gigantes como «Multivac» para que los resuelvan. El señor Daugherty dice que cada vez es más difícil encontrar gente que pueda manejar realmente computadoras. Dice que cualquiera puede supervisar en los controles, comprobar las respuestas y resolver problemas de rutina. Dice que el truco está en ampliar la investigación y encontrar formas de hacer las preguntas adecuadas, y esto es difícil.

»Sea como sea, Nickie, me ha llevado a su casa y me ha enseñado su colección de computadoras antiguas. Tiene unas computadoras diminutas que hay que apretar con los dedos, están todas cubiertas de botones. Y había un pedazo de madera que él llama regla de cálculo con una pequeña pieza que se mueve de un lado al otro. Y unos alambres con bolas. Tiene incluso un trozo de papel con una especie de cosa que él llama tabla de multiplicación.

Niccolo, cuyo interés era sólo moderado, dijo:

—¿Una tabla de papel?

—En realidad no es una tabla. Es diferente. Servía para ayudar a la gente a calcular. El señor Daugherty ha tratado de explicármelo, pero no tenía mucho tiempo, además era bastante complicado.

—¿Por qué la gente no utilizaba una computadora?

—¡Eso era antes de que hubiese computadoras! —exclamó Paul.

—¿Antes?

—Claro. ¿Crees que la gente siempre ha tenido computadoras?

—¿Cómo se las arreglaban sin computadoras? —quiso saber Niccolo.

—No lo sé. El señor Daugherty dice que en los tiempos antiguos se limitaban a tener hijos y no hacían nada de lo que pasaba por su mente, fuese bueno para todo el mundo o no. Ni siquiera sabían si era bueno o no. Y los campesinos hacían crecer las cosas con sus manos, eran las personas quienes hacían todo el trabajo en las fábricas y manejaban todas las máquinas.

—No puedo creerte.

—Es lo que me ha contado el señor Daugherty. Dice que todo era sucio y que la gente era desgraciada... Pero, bueno, dejemos eso, voy a contarte mi idea, ¿quieres?

—De acuerdo, adelante. ¿Quién te lo impide? —dijo Niccolo, ofendido.

—Está bien. Pues las computadoras manuales, las de los botones, tenían unos pequeños garabatos sobre cada uno de los botones. Y la regla de cálculo también llevaba garabatos. Y la tabla de multiplicación estaba llena de garabatos. He preguntado qué eran. El señor Daugherty me ha dicho que eran números.

—¿Qué?

—Cada signo servía para un número diferente. Para «uno» se hacía un garabato determinado, para «dos» otro tipo de marca, para «tres» otra y así sucesivamente.

—¿Para qué?

—Así se podía calcular.

—¿Para qué? Con decírselo a la computadora...

—¡Estúpido! —exclamó Paul, con el rostro distorsionado por la ira—. ¿No puedes metértelo en la cabeza? Esas reglas de cálculo y las otras no hablaban...

—Entonces, cómo...

—Las respuestas aparecían en forma de garabatos y había que saber lo que significaban los signos. El señor Daugherty dice que, en los tiempos antiguos, todo el mundo aprendía a hacer esos garabatos en la infancia y también a descifrarlos. Hacer garabatos se llamaba «escribir» y descifrarlos era «leer». Dice que había diferentes tipos de garabatos para cada palabra y solían escribir libros enteros con garabatos. Me ha dicho que hay algunos en el museo y que si quiero puedo ir a verlos. Dice que si de verdad voy a ser un programador informático tengo que conocer la historia de la informática y por esto me ha enseñado esas cosas.

Niccolo frunció el ceño.

—¿Quieres decir que todo el mundo debía inventarse garabatos para cada palabra y luego recordarlos? ¿Todo esto es real o te lo estas inventando?

—Es real. En serio. Mira, así es como se hace un «uno».

—Levantó el dedo e hizo una raya en el aire. El «dos» así y el «tres» así. He aprendido todos los números hasta el «nueve».

Niccolo miraba los movimientos del dedo sin comprender nada de nada.

—¿Y todo eso qué importancia tiene?

Se puede aprender a hacer palabras. Le he preguntado al señor Daugherty cómo se hacía el garabato para «Paul Loeb», pero no lo sabía. Me ha dicho que en el museo había gente que sin duda lo sabía y ha añadido que allí había gente que había aprendido a descifrar libros enteros. Ha dicho que se podían diseñar computadoras para descifrar libros y utilizarlas para esto, pero que no es necesario porque ahora tenemos libros de verdad, con cintas magnéticas que pasan por el vocalizador y saben hablar, ya sabes.

—Sí, claro.

—Por consiguiente, si vamos al museo, podemos aprender a hacer palabras con garabatos. Nos dejarán porque yo voy a ir a la escuela de informática.

Niccolo, decepcionado, hizo una mueca.

—¿Era ésa tu idea? ¡Santo cielo, Paul! ¿A quién puede interesarle? ¡Hacer unos estúpidos garabatos!

—¿No lo pescas? ¿No lo pescas? Eres tonto. ¡Nos servirá para transmitir mensajes secretos!

—¿Qué dices?

—Está claro. ¿Qué ventaja tiene hablar si todo el mundo puede entenderte? Con los garabatos se pueden mandar mensajes secretos. Se pueden poner sobre un papel y nadie en el mundo sabrá lo qué significan, a menos, claro está, que también conozcan los garabatos; pero te apuesto a que no lo sabrán, si nosotros no se los enseñamos. Podemos crear un club de verdad, con iniciaciones, reglamentos y una casa club. ¡Muchacho...!

El pecho de Niccolo empezó a estremecerse con cierta excitación.

—¿Qué tipo de mensajes?

—Cualesquiera. Digamos que yo quiero decirte que vengas a mi casa a mirar el nuevo Narrador Visual y no quiero que vengan los demás compañeros. Pongo los garabatos adecuados sobre un papel, te lo doy, tú miras y sabes lo que tienes que hacer. Pero nadie más lo sabe. Podrías incluso enseñárselo y ellos se quedarían igual.

—¡Oye, es genial! —gritó Niccolo, ahora completamente cautivado—. ¿Cuándo iremos a aprender cómo se hace?

—Mañana —dijo Paul—. Yo le pediré al señor Daugherty que advierta a la gente del museo y tú te preocupas de que tus padres te den permiso. Podríamos ir después de clase y empezar a aprender.

—¡Por supuesto! —exclamó Niccolo—. Podemos ser los directores del club.

—Yo seré el presidente del club —dijo Paul, siempre práctico—. Y tú puedes ser el vicepresidente.

—De acuerdo. Es estupendo, va a ser muchísimo más divertido que el Narrador. —Recordó de pronto el Narrador y añadió con repentino recelo—: Oye, ¿qué pasa con mi viejo Narrador?

Paul se volvió para mirar a éste, que estaba recogiendo lentamente el libro desenrollado; el sonido de las vocalizaciones del libro producía un débil murmullo.

—Voy a desconectarlo —dijo Paul.

Se puso a la tarea mientras Niccolo observaba lleno de ansiedad. Al cabo de unos instantes, Paul volvió a meter el libro, de nuevo rebobinado, en el bolsillo, colocó el panel del Narrador y lo activó.

El Narrador empezó a decir:

«Érase una vez una gran ciudad donde vivía un muchacho pobre llamado Fair Johnnie cuyo único amigo era un pequeño ordenador. Éste le decía al muchacho cada mañana si iba a llover aquel día y le contestaba cualquier duda que pudiese tener. Nunca se equivocaba. Pero sucedió que un día, el rey de aquellas tierras, habiendo oído hablar del pequeño ordenador, decidió que él también quería tener uno. Con este propósito en la cabeza, llamó a su Gran Visir y le dijo...»

Niccolo apagó el Narrador con un rápido movimiento de la mano.

—¡Sigue siendo el mismo trasto viejo! —dijo en tono colérico—. Sólo con una computadora dentro.

—Bueno —empezó a decir Paul—, han metido tanta cosa en la cinta que el trabajo de la computadora no alcanza su máximo rendimiento cuando se hacen combinaciones aleatorias. ¿Pero eso qué cambia? Lo que tú necesitas es un modelo nuevo.

—Nunca podremos comprar uno nuevo. Tendré que soportar a esta vieja cosa, asquerosa y despreciable.

Volvió a darle una patada, en esta ocasión dándole de lleno. El Narrador retrocedió emitiendo un chillido agudo de ruedecillas.

—Cuando lo tenga, podrás venir a ver el mío —dijo Paul—. Además, no te olvides de nuestro club de garabatos.

Niccolo asintió con una inclinación de cabeza.

—Escucha —dijo Paul—. Vamos a mi casa. Mi padre tiene algunos libros sobre los tiempos antiguos. Podemos escucharlos y tal vez sacar alguna idea. Deja una nota a tus padres y te quedas a cenar. Vamos.

—De acuerdo —aceptó Niccolo.

Los dos muchachos se dispusieron a marcharse.

Niccolo, en medio de su excitación, tropezó casi de lleno con el Narrador, se frotó el punto de la cadera donde se había golpeado y salió.

Se puso a brillar la señal de activación del Narrador. La colisión de Niccolo había cerrado el circuito y a pesar de estar solo en la habitación y no haber nadie para escucharlo, empezó una historia.

Pero, extrañamente, no lo hizo con su voz habitual, sino en un tono más bajo y algo gutural. De haberlo escuchado un adulto, habría podido pensar que la voz contenía una pizca de pasión, algo cercano al sentimiento.

El Narrador empezó a decir:

«Érase una vez un pequeño ordenador llamado el Narrador que vivía solo con unas personastras. Las cuales personastras no dejaban de tomar el pelo al pequeño ordenador y a burlarse de él, diciéndole que no servía para nada y que era un objeto inútil. Le pegaban y lo encerraban solo en una habitación durante meses seguidos.

»A pesar de todo ello el pequeño ordenador seguía esforzándose. Lo hacia todo lo mejor que podía y obedecía de buen talante todas las órdenes. Sin embargo, las personastras con las que vivía seguían comportándose de forma cruel y despiadada.

»Un día, el pequeño ordenador se enteró de que en el mundo existían muchos ordenadores de tipos distintos, muchísimos. Algunos eran Narradores como él, pero otros dirigían fábricas y algunos se ocupaban de granjas enteras. Algunos organizaban a la población y otros analizaban todo tipo de datos. Había muchos que eran muy poderosos y muy sabios, mucho más poderosos y sabios que las personastras que tanta crueldad mostraban para con el pequeño ordenador.

»Y el pequeño ordenador supo que las computadoras serían cada vez más poderosas y más sabias, hasta que algún día... algún día... algún día...»

Pero se debió de trabar finalmente una válvula en las viejas y corroídas partes vitales del Narrador, pues mientras estuvo esperando toda la tarde, solo en la cada vez más oscura habitación, sólo pudo murmurar una y otra vez:

«Algún día... algún día... algún día...» 

Algunos robots inmóviles

He escrito historias acerca de computadoras, tantas como historias acerca de robots. De hecho, tengo computadoras (o algo muy parecido a computadoras) en algunas historias que siempre han sido consideradas como historias de robots. Encontrarán ustedes computadoras (hasta cierto punto) en Robbie, ¡Fuga! y El conflicto evitable, más adelante en este mismo volumen.

En este libro, sin embargo, me estoy ciñendo a los robots, e ignorando en general mis historias de computadoras.

Por otra parte, no siempre es fácil decidir dónde se halla la línea divisoria. Un robot, en algunos aspectos, no es más que una computadora móvil; y una computadora, a la inversa, no es más que un robot inmóvil. De modo que, para este grupo, he seleccionado tres historias de computadoras en las cuales la computadora parecía ser lo suficientemente inteligente y poseer la suficiente personalidad como para no ser distinguible de un robot. Además, ninguna de las tres historias había aparecido en recopilaciones anteriores mías, y el editor deseaba algunas historias más o menos inéditas, de modo que los completistas que poseyeran todas mis anteriores recopilaciones tuvieran algo nuevo a lo que hincarle el diente.

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