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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (2 page)

BOOK: El Robot Completo
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El lado exterior del cráter iba bajando en dirección sur y la Tierra -que se hallaba bastante baja en el cielo meridional, el lugar donde estaba siempre vista desde Ciudad Lunar-, ya casi había entrado en la fase de llena, por lo que toda la ladera del cráter quedaba bañada por su claridad.

La pendiente no era muy empinada, y ni tan siquiera el peso del traje espacial podía impedir que Jimmy se moviera con gráciles saltos que le hacían flotar y creaban la impresión de que no había ninguna gravedad contra la que luchar.

—¡Vamos, Robutt! —gritó Jimmy.

Robutt le oyó a través de la radio, ladró y echó a correr detrás de él.

Jimmy era un experto, pero ni tan siquiera él podía competir con las cuatro patas y los tendones de Robutt, que además no necesitaba traje espacial. Robutt saltó por encima de la cabeza de Jimmy, dio una voltereta y terminó posándose casi debajo de sus pies.

—No hagas tonterías, Robutt, y quédate allí donde pueda verte —le ordenó Jimmy.

Robutt volvió a ladrar, ahora con el ladrido especial que significaba "Sí".

—No confío en ti, tunante —exclamó Jimmy.

Dio un último salto que lo llevó por encima del curvado borde superior de la pared del cráter y le hizo descender hacia la ladera inferior.

La Tierra se hundió detrás del borde de la pared del cráter, y la oscuridad cegadora y amistosa que eliminaba toda diferencia entre el suelo y el espacio envolvió a Jimmy. La única claridad visible era la emitida por las estrellas.

En realidad Jimmy no tenía permitido jugar en el lado oscuro de la pared del cráter. Los adultos decían que era peligroso, pero lo decían porque nunca habían estado allí. El suelo era liso y crujiente, y Jimmy conocía la situación exacta de cada una de las escasas piedras que había en él.

Y, además, ¿qué podía haber de peligroso en correr a través de la oscuridad cuando la silueta resplandeciente de Robutt le acompañaba ladrando y saltando a su alrededor? El radar de Robutt podía decirle dónde estaba y dónde estaba Jimmy aunque no hubiera luz.

Mientras Robutt estuviera con él para advertirle cuando se acercaba demasiado a una roca, saltar sobre él demostrándole lo mucho que le quería o gemir en voz baja y asustada cuando Jimmy se ocultaba detrás de una roca aunque Robutt supiera todo el rato dónde estaba Jimmy jamás podría sufrir ningún daño. En una ocasión Jimmy se acostó sobre el suelo, se puso muy rígido y fingió estar herido, y Robutt activó la alarma de la radio haciendo acudir a un grupo de rescate de Ciudad Lunar. El padre de Jimmy castigó la pequeña travesura con una buena reprimenda, y Jimmy nunca había vuelto a hacer algo semejante.

La voz de su padre le llegó por la frecuencia privada justo cuando estaba recordando aquello.

—Jimmy, vuelve a casa. Tengo que decirte algo.

Jimmy se había quitado el traje espacial y se había lavado concienzudamente después de entrar en casa; e incluso Robutt había sido meticulosamente rociado, lo cual le encantaba. 

Robutt estaba inmóvil sobre sus cuatro patas con su pequeño cuerpo de no más de treinta centímetros de longitud estremeciéndose y lanzando algún que otro destello metálico, y su cabecita desprovista de boca con dos ojos enormes que parecían cuentas de cristal y la diminuta protuberancia donde se hallaba alojado el cerebro no dejó de lanzar débiles ladridos hasta que el señor Anderson abrió la boca.

—Tranquilo, Robutt —dijo el señor Anderson, y sonrió—. Bien, Jimmy, tenemos algo para ti. Ahora se encuentra en la estación de cohetes, pero mañana ya habrá pasado todas las pruebas y lo tendremos en casa. Creo que ya puedo decírtelo.

—¿Algo de la Tierra, papi?

—Es un perro de la Tierra, hijo, un perro de verdad..., un cachorro de terrier escocés para ser exactos. El primer perro de la Luna... Ya no necesitarás más a Robutt. No podemos tenerlos a los dos, ¿sabes? Se lo regalaremos a algún niño. —El señor Anderson parecía estar esperando a que Jimmy dijera algo, pero al ver que no abría la boca siguió hablando—. Ya sabes lo que es un perro, Jimmy. Es de verdad, está vivo... Robutt no es más que una imitación mecánica, una copia de robot.

Jimmy frunció el ceño.

—Robutt no es una imitación, papi. Es mi perro.

—No es un perro de verdad, Jimmy. Robutt tiene un cerebro positrónico muy sencillo y está hecho de acero y circuitos. No está vivo.

—Hace todo lo que yo quiero que haga, papi. Me entiende. Te aseguro que está vivo.

—No, hijo. Robutt no es más que una máquina. Está programado para que actúe de esa forma. Un perro es algo vivo. En cuanto tengas al perro ya no querrás a Robutt.

—El perro necesitará un traje espacial, ¿verdad?

—Sí, naturalmente, pero creo que será dinero bien invertido y muy pronto se habrá acostumbrado a él... Y cuando esté en la ciudad no lo necesitará, claro. Cuando lo tengamos en casa enseguida notarás la diferencia.

Jimmy miró a Robutt. El perro robot había empezado a lanzar unos gemidos muy débiles, como si estuviera asustado. Jimmy extendió los brazos hacia él y Robutt salvó la distancia que le separaba de ellos de un solo salto.

—¿Y qué diferencia hay entre Robutt y el perro? —preguntó Jimmy.

—Es difícil de explicar —dijo el señor Anderson—, pero lo comprenderás en cuanto lo veas. El perro te querrá de verdad, Jimmy. Robutt sólo está programado para actuar como si te quisiera, ¿en tiendes?

—Pero papi... No sabemos qué hay dentro del perro ni cuáles son sus sentimientos. Puede que también finja.

El señor Anderson frunció el ceño.

—Jimmy, te aseguro que en cuanto hayas experimentado el amor de una criatura viva notarás la diferencia.

Jimmy estrechó a Robutt en sus brazos. El niño también tenía el ceño fruncido, y la expresión desesperada de su rostro indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de opinión.

—Pero si los dos se portan igual conmigo entonces tanto da que sea un perro de verdad o un perro robot —dijo Jimmy—. ¿Y lo que yo siento? Quiero a Robutt, y eso es lo que importa.

Y el pequeño robot, que nunca se había sentido abrazado con tanta fuerza en toda su existencia, lanzó una serie de ladridos estridentes..., ladridos de pura felicidad.

Sally

Sally bajaba por la carretera que conducía al lago, de modo que le hice una seña con la mano y la llamé por su nombre. Siempre me ha gustado ver a Sally. Me gustan todos, entiendan, pero Sally es la más hermosa del lote. Indiscutiblemente.

Aceleró un poco cuando le hice la seña con la mano. Nada excesivo. Nunca perdía su dignidad. Tan sólo aceleraba lo suficiente como para indicarme que se alegraba de verme, nada más.

Me volví hacia el hombre que estaba de pie a mi lado.

—Es Sally —dije.

Me sonrió y asintió con la cabeza.

Lo había traído la señora Hester. Me había dicho:

—Se trata del señor Gellhorn, Jake. Recordarás que te envió una carta pidiéndote una cita.

Puro formulismo, realmente. Tengo un millón de cosas que hacer con la Granja, y una de las cosas en las que no puedo perder el tiempo es precisamente el correo. Por eso tengo a la señora Hester. Vive muy cerca, es buena atendiendo a todas las tonterías sin molestarme con ellas, y lo más importante de todo, le gustan Sally y todos los demás. Hay gente a la que no.

—Encantado de conocerle, señor Gellhorn —dije.

—Raymond J. Gellhorn —dijo, y me tendió la mano; se la estreché y se la devolví.

Era un tipo más bien corpulento, media cabeza más alto que yo y casi lo mismo de ancho. Tendría la mitad de mi edad, unos treinta y algo. Su pelo era negro, pegado a la cabeza, con la raya en el centro, y exhibía un fino bigotito muy bien recortado. Sus mandíbulas se engrosaban debajo de sus orejas y le daban un aspecto como si siempre estuviera mascullando... En vídeo daba el tipo ideal para representar el papel de villano, de modo que supuse que era un tipo agradable. Lo cual demuestra que el vídeo no siempre se equivoca.

—Soy Jacob Folkers —dije—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sonrió. Era una sonrisa grande y amplia, llena de blancos dientes.

—Puede hablarme un poco de su Granja, si no le importa.

Oí a Sally llegar detrás de mí y tendí la mano. Ella se deslizó hasta establecer contacto, y sentí el duro y lustroso esmalte de su guardabarros cálido en mi palma.

—Un hermoso automatóvil —dijo Gellhorn.

Es una forma de decirlo. Sally era un convertible del 2045 con un motor positrónico Hennis-Carleton y un chasis Armat. Poseía las líneas más suaves y elegantes que haya visto nunca en ningún modelo, sea el que sea. Durante cinco años ha sido mi favorita, y la he dotado de todo lo que he podido llegar a soñar. Durante todo ese tiempo, nunca ha habido ningún ser humano sentado tras su volante.

Ni una sola vez.

—Sally —dije, palmeándola suavemente—, te presento al señor Gellhorn.

El rumor de los cilindros de Sally ascendió ligeramente. Escuché con atención en busca de algún golpeteo. últimamente había oído golpetear los motores de casi todos los coches, y cambiar de combustible no había servido de nada. El sonido de Sally era tan suave y uniforme como su pintura.

—¿Tiene nombres para todos sus vehículos? —preguntó Gellhorn.

Sonaba divertido, y a la señora Hester no le gusta la gente que parece burlarse de la Granja. Dijo secamente:

—Por supuesto. Los coches tienen auténticas personalidades, ¿no es así, Jake? Los sedanes son todos masculinos, y los convertibles femeninos.

Gellhorn seguía sonriendo.

—¿Y los mantienen ustedes en garajes separados, señora?

La señora Hester le lanzó una llameante mirada.

—Me pregunto si podría hablar con usted a solas, señor Folkers —dijo Gellhorn, volviéndose hacia mí.

—Eso depende —dije—. ¿Es usted periodista?

—No, señor. Soy agente de ventas. Cualquier conversación que sostengamos aquí no será publicada, se lo aseguro. Estoy interesado en una absoluta intimidad.

—Entonces sigamos un poco carretera abajo. Hay un banco que nos servirá.

Echamos a andar. La señora Hester se alejó. Sally se pegó a nuestros talones.

—¿Le importa que Sally venga con nosotros? —pregunté.

—En absoluto. Ella no puede repetir nada de lo que hablemos, ¿verdad? —Se echó a reír ante su propio chiste, tendió una mano y acarició la parrilla de Sally.

Sally embaló su motor y Gellhorn retiró rápidamente la mano.

—No está acostumbrada a los desconocidos —expliqué.

Nos sentamos en el banco debajo del enorme roble, desde donde podíamos ver a través del pequeño lago la carretera privada. Era el momento más caluroso del día, y un buen número de coches habían salido, al menos una treintena de ellos. Incluso a aquella distancia podía ver que Jeremiah se estaba dedicando a su juego favorito de situarse detrás de un modelo algo más antiguo, luego acelerar bruscamente y adelantarlo con gran ruido, para recuperar luego su velocidad normal con un deliberado chirrido de frenos. Dos semanas antes había conseguido sacar al viejo Angus de la carretera con este truco, y había tenido que castigarlo desconectando su motor durante dos días.

Lo cual me temo que no sirvió nada, puesto que al parecer su caso es irremediable. Jeremiah es un modelo deportivo, y los de su clase tienen la sangre caliente.

—Bien, señor Gellhorn —dije—. ¿Puede decirme para qué desea usted la información?

Pero él estaba simplemente mirando a su alrededor. Dijo:

—Éste es un lugar sorprendente, señor Folkers.

—Preferiría que me llamara Jake. Todo el mundo lo hace.

—De acuerdo, Jake. ¿Cuántos coches tiene usted aquí?

—Cincuenta y uno. Recogemos uno o dos cada año. Hubo un año que recogimos cinco. Todavía no hemos perdido ninguno. Todos funcionan perfectamente. Incluso tenemos un modelo Mat-O-Mont del 2015 en perfecto estado de marcha. Uno de los primeros automáticos. Fue el primero que acogimos aquí. El buen viejo Matthew. Ahora se pasaba casi todo el tiempo en el garaje, pero era el abuelo de todos los coches con motor positrónico. Eran los días en los que tan sólo los veteranos de guerra ciegos, los parapléjicos y los jefes de estado conducían vehículos automáticos. Pero Samson Jarridge era mi jefe y era lo bastante rico como para permitirse uno. Yo era su chofer por aquel entonces.

Aquel pensamiento me hizo sentirme viejo. Puedo recordar los tiempos en los que no había en el mundo ningún automóvil con cerebro suficiente como para encontrar su camino de vuelta a casa. Yo conducía máquinas inertes que necesitaban constantemente el contacto de unas manos humanas sobre sus controles. Máquinas que cada año mataban a centenares de miles de personas.

Los automatismos arreglaron eso. Un cerebro positrónico puede reaccionar mucho más rápido que uno humano, por supuesto, y a la gente le salía rentable mantener las manos fuera de los controles. Todo lo que tenías que hacer era entrar, teclear tu destino y dejar que el coche te llevara.

Hoy en día damos esto por sentado, pero recuerdo cuando fueron dictadas las primeras leyes obligando a los viejos coches a mantenerse fuera de las carreteras principales y limitando éstas a los automáticos. Señor, vaya lío. Se alzaron voces hablando de comunismo y de fascismo, pero las carreteras principales se vaciaron y eso detuvo las muertes, y cada vez más gente empezó a utilizar con mayor facilidad la nueva ruta.

Por supuesto, los coches automáticos eran de diez a cien veces más caros que los de conducción manual, y no había mucha gente que pudiera permitirse un vehículo particular de esas características. La industria se especializó en la construcción de omnibuses automáticos. En cualquier momento podías llamar a una compañía y conseguir que uno de esos vehículos se detuviera ante tu puerta en cuestión de unos pocos minutos y te llevara al lugar donde deseabas ir. Normalmente tenías que ir junto con otras personas que llevaban tu mismo camino, pero ¿qué había de malo en ello?

Samson Harridge tenía su coche privado, sin embargo, y yo fui el encargado de ir a buscarlo apenas llegó. El coche no se llamaba Matthew por aquel entonces, ni yo sabía que un día iba a convertirse en el decano de la Granja. Solamente sabía que iba a hacerse cargo de mi trabajo, y lo odié por ello.

—¿Ya no me necesitará usted más, señor Harridge? —pregunté.

—¿Qué tonterías estás diciendo, Jake? —dijo él—. Supongo que no creerás que voy a confiar en un artefacto como ése. Tú seguirás a los controles.

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