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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (5 page)

BOOK: El Robot Completo
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—Tiene que funcionar —murmuraba una y otra vez—. Tiene que funcionar.

—No de la forma en que conectó usted el motor, experto —dije— Cualquiera de los circuitos puede pasar por encima de los demás.

Me miró con una desgarrante ira, y un gruñido brotó de lo más profundo de su garganta. Su pelo estaba pegado a su frente. Alzó el puño.

—Éste es el último consejo que va a ser capaz de dar, viejo chiflado.

Y supe que la pistola de agujas estaba a punto de ser disparada.

Apreté la espalda contra la portezuela del bus mientras observaba alzarse el puño, y entonces la portezuela se abrió y caí hacia atrás fuera del vehículo y golpeé el suelo con un sordo resonar. Oí la puerta cerrarse de nuevo con un chasquido.

Me puse de rodillas y alcé la vista a tiempo para ver a Gellhorn luchar futilmente contra la ventanilla que se estaba cerrando, luego apuntar rápidamente su pistola de puño hacia el cristal. Nunca llegó a disparar. El bus se puso en marcha con un tremendo rugir y Gellhorn se vio lanzado hacia atrás.

Sally ya no estaba bloqueando el camino, y observé las luces traseras del bus alejarse por la carretera hasta perderse de vista.

Me sentía agotado. Me senté allí, en medio de la carretera, y apoyé  la cabeza sobre mis brazos cruzados, intentando recuperar el aliento.

Oí un coche detenerse suavemente a mi lado. Cuando alcé la vista, comprobé que era Sally. Lentamente -cariñosamente, me atrevería a decir-, su puerta delantera se abrió.

Nadie había conducido a Sally desde hacía cinco años -excepto Gellhorn, por supuesto-, y yo sabía lo valiosa que era para un coche esta libertad. Aprecié el gesto, pero dije:

—Gracias, Sally, tomaré uno de los coches más nuevos..

Me puse en pie y me di la vuelta, pero diestramente, casi haciendo una pirueta, ella se colocó de nuevo ante mí. No podía herir sus sentimientos. Subí. Su asiento delantero tenía el delicado y suave aroma de un automatóvil que se mantiene siempre inmaculadamente limpio. Me dejé caer en él, agradecido, y con una suave, silenciosa y rápida eficiencia, mis chicos y chicas me condujeron a casa.

La señora Hester me trajo una copia de la comunicación radiofónica al día siguiente por la mañana, presa de gran excitación.

—Se trata del señor Gellhorn —dijo—. El hombre que vino a verle.

Temí su respuesta.

—¿Qué ocurre con él?

—Lo encontraron muerto —dijo—. Imagine. Simplemente muerto, tendido en una zanja.

—Puede que se tratara de algún desconocido —murmuré.

—Raymond J. Gellhorn —dijo secamente—. No puede haber dos, ¿verdad? La descripción concuerda también. ¡Señor, vaya forma de morir! Encontraron huellas de neumáticos en sus brazos y cuerpo. ¡Imagine! Me alegra que comprobaran que había sido un bus; de otro modo igual hubieran venido a fisgonear por aquí.

—¿Ocurrió cerca de aquí? —pregunté ansiosamente.

—No... Cerca de Cooksville. Pero Dios mío, léalo usted mismo ¿Qué le ha ocurrido a Giuseppe?

Di la bienvenida a aquella diversión. Giuseppe aguardaba pacientemente a que yo terminara el trabajo de reparación de su pintura. Su parabrisas ya había sido reemplazado.

Después de que ella se fuera, tomé la trascripción. No había ninguna duda al respecto. El doctor había informado que la víctima había corrido mucho y estaba en un estado de agotamiento total. Me pregunté durante cuántos kilómetros habría estado jugando con él el bus antes de la embestida final. La trascripción no mencionaba nada de eso, por supuesto.

Habían localizado al bus, y habían identificado las huellas de los neumáticos. La policía lo había retenido y estaba intentando averiguar quién era su propietario.

Había un editorial al respecto en la trascripción. Se trataba del primer accidente de tráfico con víctimas en el estado aquel año, y el editorial advertía seriamente en contra de conducir manualmente después del anochecer.

No había ninguna mención de los tres compinches de Gellhorn, y al menos me sentí agradecido por ello. Ninguno de nuestros coches se había visto seducido por el placer de la caza a muerte.

Aquello era todo. Dejé caer el papel. Gellhorn había sido un criminal. La forma en que había tratado al bus había sido brutal. No dudaba en absoluto de que merecía la muerte. Pero me sentía un poco intranquilo por la forma en que había ocurrido todo.

Ahora ha pasado un mes, y no puedo apartar nada de aquello de mi mente.

Mis coches hablan entre sí. Ya no tengo ninguna duda al respecto. Es como si hubieran adquirido confianza; como si ya no les importara seguir manteniendo el secreto. Sus motores tartajean y resuenan constantemente.

Y no sólo hablan entre ellos. Hablan con los coches y buses que vienen a la Granja por asuntos de negocios. ¿Durante cuánto tiempo llevan haciendo eso?

Y son comprendidos también. El bus de Gellhorn los comprendió, pese a que no llevaba allí más de una hora. Puedo cerrar los ojos y revivir aquella carrera, con nuestros coches flanqueando al bus por ambos lados, haciendo resonar sus motores hasta que él comprendió, se detuvo, me dejó salir, y se marchó con Gellhorn.

¿Le dijeron mis coches que matara a Gellhorn? ¿O fue idea suya?

¿Pueden los coches tener ese tipo de ideas? Los diseñadores motores dicen que no. Pero ellos se refieren a condiciones normales. ¿Lo han previsto todo?

Hay coches que son maltratados, todos lo sabemos.

Algunos de ellos entran en la Granja y observan. Les cuentan cosas. Descubren que existen coches cuyos motores nunca son parados, que no son conducidos por nadie, cuyas necesidades son constantemente satisfechas.

Luego quizá salgan y se lo cuenten a otros. Tal vez la noticia se esté difundiendo rápidamente. Quizás estén empezando a pensar que la forma en que son tratados en la Granja es como deberían ser tratados en todo el mundo. No comprenden. Uno no puede esperar que comprendan acerca de legados y de los caprichos de los hombres ricos.

Hay millones de automatóviles en la Tierra, decenas de millones. Si se enraíza en ellos el pensamiento de que son esclavos, que deberían hacer algo al respecto... Si empiezan a pensar de la forma en que lo hizo el bus de Gellhorn

Quizá nada de esto suceda en mi tiempo. Y luego, aunque ocurra, deberán conservar pese a todo a algunos de nosotros que cuidemos de ellos, ¿no creen? No pueden matarnos a todos.

O quizá sí. Es posible que no comprendan la necesidad de la existencia de alguien que cuide de ellos. Quizá no vayan a esperar.

Cada mañana me despierto, y pienso: Quizá hoy... 

Ya no obtengo tanto placer de mis coches como antes. Últimamente, me doy cuenta de que empiezo incluso a rehuir a Sally.

Algún día

Niccolo Mazetti estaba tumbado boca abajo sobre la alfombra, con la barbilla apoyada en su pequeña mano, y escuchaba desconsoladamente al Narrador. Había incluso sospecha de lágrimas en sus ojos oscuros, un lujo que un muchacho de once años únicamente podía permitirse estando solo.

El Narrador iba diciendo:

»Érase una vez un profundo bosque en cuyo centro vivía un pobre leñador y sus dos hijas huérfanas de madre. La hija mayor tenía un cabello largo y negro como las plumas de las alas de un cuervo, pero el de la pequeña era tan brillante y dorado como la luz del sol de una tarde otoñal.

»Muchas veces, mientras las muchachas esperaban que su padre regresara a casa después de su jornada de trabajo en el bosque, la hermana mayor se sentaba delante del espejo y cantaba...»

Nico no pudo escuchar lo que cantaba la muchacha, pues alguien lo llamó desde fuera.

—¡Eh, Nickie!

Y Niccolo, después de habérsele despejado la cara, se precipitó a la ventana y gritó:

—¡Hola, Paul!

Paul Loeb lo saludó con un gesto de la mano, parecía excitado. A pesar de ser seis meses mayor, era más delgado que Niccolo y no tan alto como él. La reprimida tensión de su rostro se hacía más evidente por unos rápidos parpadeos.

—¡Oye, Nickie, déjame entrar! He tenido una idea genial. Ya verás cuando te la cuente. —Se apresuró a mirar a su alrededor como si estuviese cerciorándose de que nadie podía escucharlo, pero el jardín de delante de la casa estaba completamente vacío. Repitió en un susurro—: Ya verás cuando te lo cuente.

—Vale. Voy a abrirte la puerta.

El Narrador seguía con su relato lentamente, ajeno a la repentina falta de atención por parte de Niccolo. Cuando entró Paul, el Narrador estaba diciendo:

«...En eso, el león dijo: “Si me encuentras el huevo perdido del pájaro que vuela sobre la Montaña de Ébano una vez cada diez años, yo...”»

—¿Es un Narrador lo que estás escuchando? —preguntó Paul—. No sabía que tuvieras uno.

Niccolo se sonrojó y en su rostro volvió a aparecer la mirada de tristeza.

—Es un trasto viejo de cuando yo era pequeño. No es muy bueno. —Dio una patada al Narrador y golpeó el plástico, lleno de señales y descolorido, que cubría el reflejo deslumbrador.

El Narrador se interrumpió al sacudirse su dispositivo del habla y perder el contacto un momento, luego prosiguió:

«... durante un año y un día, hasta que los zapatos de hierro se desgastaron. La princesa se detuvo a un lado del camino...»

—Muchacho, es un modelo viejísimo —comentó Paul mientras miraba críticamente el artefacto.

A pesar de su propio rencor contra el Narrador, Niccolo hizo una mueca ante el tono condescendiente de su amigo. Sintió por un momento haber dejado entrar a Paul, por lo menos antes de haber devuelto al Narrador a su lugar habitual de descanso en el sótano. El hecho de haberlo resucitado sólo había sido fruto de un día aburrido y de una discusión infructuosa con su padre. Y el Narrador había resultado tan estúpido como había esperado.

En cualquier caso, Nickie sentía cierto temor reverencial por Paul, pues éste seguía unos cursos especiales en el colegio y todo el mundo decía que de mayor sería ingeniero informático.

Ello no significaba que Niccolo fuese mal en el colegio. Sacaba notas decentes en lógica, manipulaciones binarias, informática y circuitos elementales; todas las asignaturas normales del instituto. ¡Pero ahí estaba el problema! No eran más que las materias normales y él de mayor sería un inspector de cuadro de mandos como cualquier otro.

Paul, por su parte, sabía cosas misteriosas sobre lo que él llamaba matemáticas electrónicas y teóricas, y programación. Especialmente programación. Niccolo ni siquiera trataba de comprender cuando Paul hablaba acerca de ello.

Paul escuchó al Narrador unos minutos y luego dijo:

—Veo que lo usas mucho.

—¡No! —exclamó Niccolo, ofendido—. Lo tengo en el sótano desde antes de que tú vinieses a vivir a este barrio. Sólo lo he sacado hoy... —falto de una excusa que le pareciese adecuada, concluyó—: Hoy lo he sacado.

—¿Es de eso que te habla, de leñadores, princesas y animales parlantes? —dijo Paul.

—Es horrible —contestó Niccolo—. Pero mi padre dice que no podemos comprar uno nuevo. Se lo he pedido esta mañana... —El recuerdo de la petición infructuosa de aquella mañana puso a Niccolo, peligrosamente, al borde de unas lágrimas que contuvo presa del pánico. Sin saber con exactitud por qué, tenía la impresión de que las finas mejillas de Paul nunca se mojaban con lágrimas y que éste sólo habría mostrado desprecio por alguien menos fuerte que él. Niccolo añadió—: De modo que he pensado probar de nuevo este vejestorio, pero no es bueno.

Paul apagó el Narrador y apretó el contacto que ponía en marcha una casi instantánea reorientación y recombinación del vocabulario, caracteres, tramas y efectos especiales almacenados dentro de él. Luego volvió a activarlo.

El Narrador empezó suavemente:

«Había una vez un niño llamado Willikins cuya madre había muerto y que vivía con un padrastro y un hermanastro. Aún cuando su padrastro era un hombre acomodado, sacó al pobre Willikins de su propia cama, de modo que éste se veía obligado a descansar como mejor podía sobre un montón de paja en el establo junto a los caballos...»

—¡Caballos! —exclamó Paul.

—Creo que son una especie de animales —dijo Niccolo.

—¡Ya lo sé! Quería decir que es una barbaridad imaginar historias sobre caballos.

—No para de hablar de caballos —dijo Niccolo—. También hay unas cosas que se llaman vacas. Se ordeñan, pero el Narrador no explica cómo.

—¡Caramba! Oye, ¿por qué no lo arreglas?

—Me gustaría saber cómo.

El Narrador estaba diciendo:

«Willikins pensaba a menudo que si por lo menos fuese rico y poderoso, enseñaría a su padrastro y a su hermanastro lo que significaba ser cruel con un niño pequeño, de modo que un buen día decidió recorrer mundo y hacer fortuna.»

Paul, que no estaba escuchando al Narrador, dijo:

—Es fácil. El Narrador tiene unos cilindros de memoria dispuestos para las tramas, los efectos especiales y todo lo demás. De eso no debemos preocuparnos. Lo único que tenemos que modificar es el vocabulario para que sepa sobre computadoras, automatización, electrónica y cosas reales de hoy en día. Entonces podrá contar historias interesantes, ¿comprendes?, en lugar de hablar de princesas y esas cosas.

—Me gustaría que lo pudiésemos hacer —comentó Niccolo, abatido.

—Escucha, mi padre me ha dicho que si consigo ingresar en la escuela especial de informática el año que viene, me comprará un Narrador de verdad, un último modelo. Uno grande con un dispositivo para historias espaciales y misterios. Y también con un dispositivo visual.

—¿Quieres decir ver los cuentos?

—Claro. El señor Daugherty del colegio dice que ahora tiene cosas de éstas, pero no para todo el mundo. Sólo si logro entrar en la escuela de informática. Mi padre podría encontrar alguna ocasión.

A Niccolo se le saltaban los ojos de envidia.

—¡Caramba! ¡Ver un cuento!

—Podrás venir a casa y verlos cuando quieras, Nickie.

—¡Oh, muchacho! ¡Gracias!

—No tiene importancia. Pero recuerda que seré yo quien diga qué tipo de historias escucharemos.

—Claro, claro. —Niccolo estaba dispuesto a aceptar de buena gana unas condiciones más duras.

Paul volvió su atención al Narrador.

Éste estaba diciendo:

«Siendo así —dijo el rey, acariciándose la barba y frunciendo el ceño hasta que las nubes llenaron el cielo y brilló el rayo—, tendrás que conseguir que todo mi reino esté libre de moscas a esta hora del día de pasado mañana o...»

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