El Robot Completo (51 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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—Estupendo. ¿Había algo de lo exhibido en la mesa, en el momento de la reunión, que fuese menos que satisfactorio? Yo tengo, como prueba, reunido aquí todo ese material. ¿Puede indicar algún objeto que no sea satisfactorio?

—Pues...

—Es una pregunta sencilla. ¿Había alguna cosa individual que fuese insatisfactoria? Usted lo inspeccionó. ¿Había algo?

El profesor de inglés frunció el ceño.

—No lo había.

—También tengo algunas muestras de los trabajos realizados por el Robot EZ-27 en el transcurso de sus catorce meses como empleado en la Nordeste. ¿Podría examinarlos y decirme si existe algo erróneo en ellos, aunque sea sólo en uno?

Hart contraatacó:

—Incluso cuando cometía un error era una auténtica maravilla.

—¡Conteste a mi pregunta —casi vociferó el abogado defensor— y sólo a la pregunta que le estoy haciendo! ¿Hay algo que esté mal en todas esas cosas?

El decano Hart miró con cautela cada uno de los artículos.

—En realidad, nada...

—Dejando aparte el asunto del que hemos estado tratando, ¿sabe de algún error cometido por parte del EZ-27?

—Pues dejando de lado el asunto que ha dado lugar a este juicio, no.

El defensor se aclaró la garganta, como para señalar el final de un párrafo.

Dijo:

—Tratemos ahora acerca del voto referente a si debía o no emplearse el Robot EZ-27. Usted ha manifestado que una mayoría se mostró a favor. ¿Cuál fue el resultado exacto de la votación?

—Creo recordar que trece a uno.

—¡Trece a uno! Eso es algo más que una mayoría, ¿no le parece?

—¡No, señor!

Todo lo que el decano Hart tenía de pedante pareció excitarse:

—En el idioma inglés, la palabra «mayoría» significa «más de la mitad». Trece a uno es una mayoría, y nada más.

—Pero se trata de una mayoría casi unánime.

—¡Pero no deja de ser una mayoría!

El defensor no quiso perder su terreno.

—¿Y de quién fue el único voto en contra?

El decano Hart pareció encontrarse de lo más incómodo.

—El profesor Simon Ninheimer.

El defensor fingió asombro.

—¿El profesor Ninheimer? ¿El jefe del Departamento de Sociología?

—Sí, señor.

—¿El demandante?

—Sí, señor.

El defensor retorció los labios.

—En otras palabras, al parecer el hombre que ha presentado una demanda, exigiendo una indemnización de 750.000 dólares contra mi cliente, «Robots Estados Unidos y Compañía de Hombres mecánicos», fue el único que, desde el principio, se opuso al empleo del robot, aunque todos los demás en el Comité Ejecutivo del Consejo de la Universidad se hallaban persuadidos de que se trataba de una buena idea.

—Votó en contra de la moción, como estaba en realidad en su derecho.

—En su descripción de la reunión no hizo referencia a ninguna clase de observaciones por parte del profesor Ninheimer. ¿Realizó alguna?

—Creo que habló.

—¿Sólo lo cree?

—Bueno, sí, habló.

—¿Contra el empleo del robot?

—Sí.

—¿Se mostró violento al respecto?

El decano Hart hizo una pausa.

—Se mostró muy vehemente.

El abogado defensor se puso confidencial.

—¿Cuánto tiempo hace que conoce al profesor Ninheimer, decano Hart?

—Unos doce años.

—¿Y lo conoce razonablemente bien?

—Yo diría que más bien sí.

—Así, pues, conociéndole, ¿diría usted que era la clase hombre que puede continuar manteniendo resentimiento contra un robot, sobre todo a causa de una votación contraria que...

El fiscal interrumpió el resto de la pregunta con una indignada y violenta objeción por su parte. El defensor indicó que había concluido con el testigo y el magistrado Shane señaló una interrupción para el almuerzo.

Robertson mordisqueó su bocadillo. La compañía no iría a la quiebra por una pérdida de tres cuartos de millón de dólares, pero esta merma no sería nada particularmente bueno. Además, era consciente de que habría también una secuela más larga y costosa en lo referente a la situación en las relaciones públicas.

Dijo con amargura:

—¿Por qué todo ese tejemaneje respecto a cómo ingresó Easy en la Universidad? ¿Qué esperan lograr?

El abogado defensor respondió con tranquilidad:

—Un juicio ante los tribunales es algo parecido a una partida de ajedrez. Por lo general, el ganador suele ser el que puede prever más movimientos con antelación, y mi amigo que se encuentra en el estrado de la acusación, no es ningún principiante. Pueden mostrar los daños; eso no constituye ningún problema. Su esfuerzo principal radica en anticiparse a nuestra defensa. Deben de contar ya con que nosotros intentemos mostrar que Easy no pudo con toda probabilidad cometer el delito..., a causa de las leyes de la Robótica.

—Muy bien —replicó Robertson—. Ésa es nuestra defensa. Una de lo más impenetrable.

—Para un ingeniero robótico. Pero no necesariamente para un juez. Ellos se han situado en una posición desde la cual pueden demostrar que EZ-27 no era un robot corriente. Era el primero de su tipo en ser ofrecido al público. Se trataba de un modelo experimental que necesitaba de unas pruebas de campo, y la Universidad constituía la única manera decente de proporcionar una prueba de esa clase. Esto podría parecer plausible a la luz de los grandes esfuerzos realizados por parte del doctor Lanning para colocar el robot y lo bien dispuesto que estaba «E.U. Robots» a alquilarlo por tan poco dinero. El fiscal argumentará entonces que la prueba de campo probó que Easy presentaba un fallo. ¿Se da cuenta ahora del propósito respecto de lo que se halla en juego?

—Pero EZ-27 era un modelo de lo más óptimo —replicó Robertson—. Era el vigésimo séptimo en producción.

—Ése es un punto particularmente malo —repuso el abogado defensor sombríamente—. ¿Qué pasó con los primeros veintiséis? Obviamente, algo sucedería. ¿Y por qué no iba a pasar también algo con el que hacía el vigésimo séptimo?

—No pasó nada con los primeros veintiséis, excepto que no eran lo suficientemente complejos para la tarea que se exigía. Fueron además los primeros cerebros positrónicos que se construyeron y había que realizar muchas pruebas de aciertos y errores. Pero todos ellos estaban provistos de las Tres Leyes. No hay ningún robot, por imperfecto que sea, que no se atenga a las Tres Leyes.

—El doctor Lanning ya me ha explicado eso, señor Robertson, y no tengo el menor inconveniente en aceptar su palabra al respecto. Sin embargo, el juez tal vez no lo considere así. Esperamos una decisión por parte de un hombre honesto e inteligente, que carece de conocimientos de robots y las cosas pueden ir por mal camino. Por ejemplo, si usted o el doctor Lanning o la doctora Calvin suben al estrado y declaran que todos los cerebros positrónicos se construyen según el principio de «acierto y error», como acaba de decir, el fiscal les hará pedazos en un careo. Nada podría entonces salvar nuestro pleito. Se trata de algo que debemos evitar.

Robertson gruñó:

—Si Easy pudiese hablar...

El abogado defensor se encogió de hombros.

—Un robot no es competente en calidad de testigo, por lo que eso tampoco nos serviría de nada.

—Pero, por lo menos, conoceríamos parte de los hechos. Sabríamos cómo llegó a ocurrir una cosa así.

Susan Calvin estalló. Sus mejillas empezaron a enrojecerse y su voz mostró un poco de calidez.

—Sabemos cómo lo hizo Easy. ¡Se le ordenó hacerlo! Ya lo he explicado al consejo y se lo explicaré ahora a usted.

—¿Y quién se lo ordenó? —preguntó Robertson honradamente asombrado.

(«Nadie me había dicho nada —pensó resentido—. Esa gente de investigación se consideran ellos los amos de "E.U. Robots", Dios santo...»)

—Fue el demandante —explicó la doctora Calvin.

—Santo cielo... ¿y por qué?

—Aún no lo sé. Tal vez para que así se presentase un pleito y poder ganar dinero.

Sus ojos azules destellaron mientras la doctora lo explicaba.

—En ese caso, ¿por qué no lo dijo Easy?

—¿No resulta obvio? Se le ordenó que permaneciera en silencio respecto de este asunto.

—¿Y por qué debería ser tan obvio? —inquirió truculentamente Robertson.

—Bueno, en realidad resulta obvio para mí. La psicología de los robots constituye mi profesión. Aunque Easy no responda a las preguntas directas acerca de la cuestión, sí responderá en lo que se refiera a algunos asuntos colaterales al asunto en sí. Al medir el creciente titubeo en sus respuestas en la medida en que se vayan aproximando a la pregunta central, midiendo el área en que se halla en blanco y la intensidad de la colocación de los contrapotenciales, será posible, con precisión científica, que sus problemas no sean más que el resultado de una orden para que no hable, apoyándose su fuerza en la Primera Ley. En otras palabras, se le ha dicho que, si habla, se infligirá un daño a un ser humano. Presumiblemente, ese daño afectaría al incalificable profesor Ninheimer, el demandante, el cual, para el robot, no deja de representar a un ser humano.

—En tal caso —intervino Robertson—, ¿no le puede explicar que, si se mantiene en silencio, el daño alcanzará a «E.U. Robots»?

—«E.U. Robots» no es un ser humano y la Primera Ley de la Robótica no reconoce a una empresa como si se tratase de una persona, de la forma ordinaria en que actúan esas leyes. Además, resultaría peligroso intentar levantar esa especie particular de inhibición. La persona que la ha producido es la que podría alzar la prohibición de manera menos peligrosa, porque las motivaciones del robot a ese respecto se hallan centradas en dicha persona. Cualquier otro curso de acción...

Meneó la cabeza y cada vez comenzó a apasionarse más y más:

—¡No permitiré que el robot resulte dañado!

Lanning la interrumpió con aspecto de tratar de aportar un poco de cordura a aquel problema.

—A mí me parece que sólo podemos probar que un robot es incapaz del acto por el que se le acusa a Easy. Eso sí podemos hacerlo.

—Exactamente —repuso el defensor, un tanto enfadado—. Eso es lo que cabe hacer. El único testigo capaz de testimoniar acerca del estado de Easy y de la naturaleza de la condición mental de Easy son los empleados de «E.U. Robots». El juez no podrá aceptar su testimonio como carente en absoluto de prejuicios.

—¿Y cómo puede negarse al testimonio de los expertos?

—Pues oponiéndose a que le puedan llegar a convencer. Ése es su derecho en tanto que juez. Contra la alternativa de que un hombre, como el profesor Ninheimer, de una manera deliberada haya puesto en peligro arruinar su propia reputación, incluso por una considerable cantidad de dinero, el juez no aceptará sólo los tecnicismos de sus ingenieros. A fin de cuentas el juez es un hombre. Si debe elegir entre un hombre que haga una cosa imposible y un robot que también efectúe algo fuera de lo corriente, es de lo más probable que se decida en favor del hombre.

—Un hombre si puede hacer algo imposible —replicó Lanning—, porque no conocemos todas las complejidades de la mente humana y no sabemos, en una mente humana dada, qué resulta ser imposible y qué no lo es. Pero si sabemos lo que resulta por completo imposible en un robot.

—En realidad, debemos de tratar de convencer al juez de todo eso —replicó cansinamente el defensor.

—Si todo lo que llega a decir es una cosa así —se quejó Robertson—, no sé cómo podrá salir adelante.

—Ya veremos. Es bueno saber y ser consciente de las dificultades implicadas, pero no debemos tampoco desanimarnos demasiado. Yo también he intentado mirar hacia delante unos cuantos movimientos en este juego de ajedrez.

Hizo un movimiento firme en dirección de la robopsicóloga. Luego añadió:

—Con la ayuda de la buena dama que está allí.

Lanning miró de uno a otro y dijo:

—¿De qué demonios se trata?

Pero en aquel momento el alguacil introdujo la cabeza por la puerta de la sala y anunció, casi sin aliento, que el juicio iba a reanudarse.

Todos tomaron asiento, examinando al hombre que había dado inicio a todo aquel problema.

Simon Ninheimer tenía una cabeza con un pelo rojizo que parecía plumón, una cara que se estrechaba más allá de una nariz picuda hasta terminar en una barbilla en punta; también tenía el hábito de titubear un poco a veces cuando iba a pronunciar palabras claves en su conversación, lo cual le confería el aire de buscar siempre una casi insoportable precisión. Cuando decía, por ejemplo, «el sol sale por... el Este», uno estaba seguro de que había considerado la posibilidad de que, algunas veces, se levantase por el Oeste.

El fiscal dijo:

—¿Se opuso usted al empleo del Robot EZ-27 por parte de la Universidad?

—En efecto, señor.

—¿Y por qué lo hizo?

—Me pareció que no acabábamos de comprender de una forma total las motivaciones de «E.U. Robots». No me fié ante su ansiedad por colocarnos el robot.

—¿Le pareció que era capaz de realizar el trabajo para el que presuntamente se hallaba diseñado?

—Sabía que existía un hecho para que no fuese así.

—¿Le importaría declararnos sus razones?

El libro de Simon Ninheimer titulado «Tensiones sociales relacionadas con los vuelos espaciales y su resolución», había tenido una elaboración de ocho largos años. La búsqueda de la precisión por parte de Ninheimer no se confinaba a su forma de hablar y, en un tema como el de la sociología, que casi por definición es imprecisa, le solía dejar indeciso.

Incluso cuando el material ya se hallaba en galeradas de imprenta, no tenía la sensación de haber terminado el trabajo. En realidad, le ocurría todo lo contrario. Cuando se quedaba mirando aquellos largas pruebas impresas, sólo sentía que algo le acuciaba a tachar las líneas y volverlas a redactar de una forma diferente.

Jim Baker, instructor y muy pronto profesor ayudante de Sociología se encontró con Ninheimer, tres días después de que llegase la primera remesa de galeradas de parte del impresor, mirando abstraído aquel montón de papeles. Las galeradas se presentaban en tres copias: una para que las leyera Ninheimer, otra para que las corrigiera Baker de una manera independiente, y una tercera, con la indicación de «Original», en la que se debían pasar las correcciones finales, tras una conferencia en la que se despejaban los posibles conflictos y desacuerdos al respecto. Aquélla era la política llevada a cabo en los diversos artículos en los que habían colaborado durante el transcurso de los tres años anteriores y la cosa había funcionado bien.

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