Read El salvaje y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico
La caverna estaba desierta, desocupada por lo menos, lo que equivalía, para el hombre desamparado en la noche, a la salvación. A pesar de todo no entró en ella, absorbiendo sin cesar el flavo hedor del cubil. La mujer y los cachorros, recogidos, esperaban.
Por fin, la familia entera avanzó. La caverna, vaciada en roca viva y honda de veinte metros, estaba clara aún por la luz que penetraba por una estrecha hendidura en lo alto. El piso blanqueaba los huesos partidos, y de los rincones sin ventilar, de entre las anfractuosidades de las paredes, el olor a bestia subía con crudeza. Esa caverna era, no obstante, algo infinitamente más confortable que la vieja guarida sobre un árbol. Al hombre solo le eran más fáciles la vida y la defensa en lo alto de la selva; pero a la familia, a los cachorros, no. Y el hambre misma iba cambiando de apetito; las nueces y los cocos no la satisfacían más, las raíces eran ya un ingrato alimento, y el primer hombre que a imitación de lo que viera hacer a las fieras, devoró vivo al animal que había logrado vencer, afiló su primer naciente canino para la nueva senda de nutrición.
La familia de la caverna había entrado ya en la era carnívora, pero esa noche su pobreza era completa. Nada, sin embargo, suponía no comer un día o dos. Dentro de media hora comenzaría el descanso —recostados en cuclillas contra la pared, porque la seguridad del sueño era aún demasiado vaga para echarse en el suelo—, el oído estremecido y alerta, y despertando cada dos minutos.
A pesar de esta martirizante vigilia, las masacres no se evitaban; el habitante de la guarida volvía esa misma noche, o días después. En uno u otro caso, el hombre, impotente casi siempre para resistir a una fiera terciaria, vivía en los segundos subsiguientes al ronquido de la bestia que acababa de husmearlo, toda la angustia que ha devuelto y sigue devolviendo a la fiera maullante, con la mira inmóvil en su fusil.
V
La familia terciaria se cobijó en el fondo de la caverna, y la noche cayó afuera, una noche sin luna y caliente. De vez en cuando el viento traía de las tinieblas el ululato de hambre de una fiera, y el cuádruple ronquido de los durmientes se cortaba de golpe: los músculos se recogían, el pelo se levantaba, y la carne de los cuatro míseros presentía ya en su erizada angustia, la dentellada que tarde o temprano debía desgarrarla.
Mas la noche pasó, y al amanecer la familia se dirigió a la selva. Arrancaron algunas raíces, hasta que el hombre lanzó de pronto un grito gutural. Los cachorros, que masticaban en cuclillas, se lanzaron a un árbol, a las ramas altas, mientras la madre se guarecía en la primera horqueta.
Entretanto, el leve ruido de hojarasca indicaba un avance cauteloso.
El hombre de las cavernas, oculto tras el tronco, asomaba apenas la cabeza. De la maleza desembocó un animal, algo como ciervo con cola rígida; y husmeaba inquieto, adelantando. El hombre giró silenciosamente alrededor del tronco, y cuando el cervato hubo pasado, cayó de atrás sobre sus cuernos con un áspero ronquido. Durante un momento el animal pudo mantener rígido su pescuezo contra los terribles brazos que lo doblaban hacia atrás. Pero cedió, y al sordo mugido y al «crac» de las vértebras rotas, que cantaban la carne palpitante, la familia lanzó gritos salvajes. Volvieron a la caverna, aunque el padre debió gruñir incesantemente para contener a los cachorros que, saltando, querían clavar los dientes en la presa.
VI
El arborícola, el hombre aún frugívoro que había atisbado a la familia el día anterior, volvió a la mañana siguiente a rondar el paraje sospechoso. Ojeó largo rato los contornos con las orejas alerta, sin mayor resultado, hasta que al fin oyó un largo grito, al que respondían dos más débiles. El merodeador conoció por el timbre que los que él había entrevisto doce horas antes estaban allí. Descendió del árbol, y con gran sigilo fuese acercando al lugar de donde habían partido las voces. Al llegar al límite de la selva tornó a sentir otro grito humano que salía de un hueco en la piedra.
A pesar de esta evidencia, el secular temor a la caverna y a la voz de muerte que surgía de ella, le encogió súbitamente los músculos en un solo haz de defensa. Pero el grito que había salido de allí, no era de fiera; por lo cual reculó sigilosamente y bordeó la caverna, cuya parte superior tenía el nivel del bosque. El hombre avanzó sobre la roca viva, y, como en todos los momentos de peligro, doblado adelante y sosteniendo el cuerpo con el dorso de las manos. Se detenía a cada instante a mirar fijamente la roca, colocándole la mano abierta encima. Volvía la cabeza atrás y proseguía avanzando. De pronto se detuvo y echó la cabeza de costado casi a ras de piedra: delante de él estaba la grieta cuya luz penetraba en la caverna. El arborícola volvió a mirar atrás, y tendiéndose de bruces aplicó el ojo a la hendidura. En el primer momento no vio sino cuatro manchas negras sobre el suelo blanco de huesos; pero al rato distinguió las espaldas peludas de la familia de la caverna, y un instante después llegaba a sus oídos el ruido claro de los huesos del ciervo triturados entre las mandíbulas. Como su crispación de una hora antes, su primer movimiento ahora había sido también de instintiva guardia contra el ataque de la fiera que presentía allá abajo, en aquellas bocas que devoraban carne. Eran hombres como él, sin duda, y los enemigos suyos eran los de aquellos que partían huesos; pero el ancestral terror de la especie, el ineludible fin de la carne viva del hombre que tarde o temprano ha de ser devorada, prestaba a sus semejantes de la caverna un carácter claro y neto de fieras, que se sobreponía a sus figuras humanas. Así, el arborícola, menos que fraternidad, había sentido en el naciente dominador del felino echado ya de su guarida, su inmediato parentesco con el león, cuya ansia de carne y médula adquiría.
Algo, sin embargo, como respiración o arañamiento llamó la atención del hombre de la caverna y le hizo suspender un momento su tarea. Miró inquieto a todos lados, mientras los cachorros se apoderaban de su hueso partido y grasiento.
Con rampante sigilo, el arborícola se dirigió hacia atrás, reculando para evitar un brusco movimiento.
VII
A la mañana siguiente, no obstante, el hombre frugívoro estaba de nuevo en su apostadero, atisbando la entrada de la caverna. Vio así salir a los comedores de carne, que se encaminaban al bosque precisamente en su dirección. El arborícola evitó el encuentro saltando de rama en rama; y acurrucado en una alta horqueta, miró pasar a la familia sedienta, en procura de agua. Cuando hubo transcurrido un largo rato, bajó del árbol y se dirigió a la caverna.
Dentro de la gruta, el olor flavo imperaba aún sobre el de las entrañas descompuestas del cervato, y las anchas narices del hombre terciario aspiraron con porfiada plenitud el tufo del enemigo. Huesos con carne adherida yacían desparramados. El arborícola revolvió curioso y titubeante los despojos sangrientos. Súbitamente se apoderó de un hueso y huyó al galope en tres patas.
Fue en la horqueta del primer árbol del bosque donde el arborícola acurrucado, probó y gustó la carne, fraternal eslabón tendido desde entonces entre el hombre y la bestia. En toda la larga lucha de aquél para salir de la bestialidad propia y circundante, acaso sea ésta la única vez que descendió. Hasta ese momento, el más leve impulso a enderezar el busto; el oscuro y pertinaz anhelo de una habitación segura; cada grito menos áspero que los anteriores, eran un nuevo jalón en la marcha ascendente que dejaba atrás y para siempre a las bestias, sus ex compañeros. No hubo siquiera en esa caída explosión de atavismo, pues ni su digestión ni su dentadura lo llamaban a desgarrar carne. Probó carne por imitación simiesca; y entre el hombre más altamente espiritual, y los animales a que se llama, por última significación bestial, fieras, ha quedado ese lazo fraternal de persecución, asesinato y dentellada desgarrante, que une al tigre de la jungla con el degollador de gallinas.
VIII
Quince veces seguidas el merodeador se apoderó de la comida ajena, sin que el hombre de la caverna notara el robo. El arborícola había abandonado del todo el cobertizo, y pasaba ahora la noche en un árbol cualquiera de las inmediaciones de la caverna. Comía siempre frutas pero deseaba la carne. No se apartaba casi del lugar; caminaba horas enteras a lo largo de la selva, asomándose a la linde de vez en cuando para mirar la entrada de la caverna.
En una de estas ocasiones, y mientras el arborícola, con el cuerpo oculto tras un tronco, miraba desde lejos la guarida del otro, sintió detrás de sí un crujido de rama y se volvió: a diez metros, encogido aún por el furtivo avance entre la maleza, estaba el hombre de la caverna. Ambos quedaron inmóviles, mirándose de hito en hito.
El sentimiento de la especie miserable, asaltada y exterminada constantemente, quitó en el primer instante a ese encuentro la aspereza de la circunstancia. Seguramente el hombre de la caverna no vio en su semejante sino a un merodeador que atisbaba su cueva; pero el otro había acogido con un ronquido de defensa al despojado por sus robos. El hombre de la caverna rugió a su vez, y en los ojos de uno y otro brilló la misma lúgubre luz de lucha.
Un alarido lejano, de animal cogido de un salto en el bosque y desangrado vivo, ahogó instantáneamente su agresividad. Volvieron a ser las pobres bestias corridas, y el pelo de ambos se abatió en la misma fraternal angustia.
Gruñendo aún por propio respeto se alejaron el uno del otro, el arborícola hacia el fondo tupido del bosque, el otro hacia su cueva.
Al día siguiente, el arborícola volvió a rondar la caverna, pero sin atreverse a entrar más. Aunque sufría el ansia de la carne probada, no había matado aún. Pernoctaba por allí en una rama cualquiera. En los primeros días se había construido una ramada, al pie de un árbol, para abandonarla a la noche siguiente: el cobertizo no le satisfacía más. Encontráronse otra vez el arborícola y el de las cavernas, pero a la distancia que media desde la copa de un árbol al suelo. El de abajo, que pasaba revolviendo raíces, vio al otro al levantar la cabeza. El arborícola acogió la mirada de descubierta con sordos gruñidos que el otro devolvió, alejándose con simulada indiferencia.
IX
Así pasó un tiempo más. La inmensa humedad de la estación precipitaba lluvia tras lluvia sobre la tierra. La selva caliente humeaba sin cesar, y en el vaho sofocante de los pantanos, las culebras recién nacidas en el mundo se henchían de sapos. Las guaridas estaban infestadas de hongos, y los cobertizos se caían desechos de podredumbre. Las fieras, mordidas por la artritis, buscaban fuera de la selva un cubil seco y amplio; y de este modo las noches del hombre terciario llegaron a ser más duras aún, sin ramada ni seguridad de ninguna especie, reumático, perseguido y torturado por la falta de descanso.
La tiniebla animal, sin embargo, que anegaba el cerebro terciario comenzaba a romperse, y del primer rasgón había salido el golpe de luz que lanzó al hombre hacia la caverna. El peligro no disminuía en la nueva guarida, y antes bien aumentaba: o el hombre tropezaba con la fiera al entrar en ella, y era devorado, o la fiera devoraba al hombre cuando al volver hallaba al intruso.
Sin más arma que un palo, una maza, que por su peso cohibía forzosamente la rapidez de movimientos, el hombre terciario debió conocer todas las angustias del cuerpo a cuerpo fatal para él de antemano. Su mísera arma pudo haberle servido para detener un zarpazo, pero casi nunca para matar; o bien la maza saltaba en astillas, y en medio minuto del hombre no quedaba nada, a excepción de su heroísmo. Éste era el triunfo de la inteligencia humana que nacía ya: la tenacidad en luchar, todo el valor y la fe en la especie que suponía esa incesante disputa de la casa a monstruos cien veces más poderosos que él. Y al hombre que vivía aún en los árboles íbale a tocar participar en la lucha.
X
Fue a altas horas de la noche cuando el arborícola, acurrucado en una rama, sintió el bramido. La fiera estaba cerca, tan cerca que a un segundo grito la sintió a trescientos metros de allí. Y al tercer bramido, más agudo y rotundo, porque la fiera estaba ya fuera del bosque, tuvo la seguridad de que se dirigía a la caverna. Luego el león o spelea internado en el bosque durante días y días, regresaba a su guarida, y ello suponía la pérdida irremisible del otro hombre, el usurpador.
Las narices abiertas del arborícola pregustaron el olor a carne masacrada, y sus muelas trituraron anticipadamente los sangrientos despojos de la lucha. En su ansia del fruto prohibido durante meses, su hambre no distinguía entre hombre o bestia; iba a probar carne veteada de nervios, y médula profunda.
Lanzose del árbol y se deslizó hasta la vera del bosque. Un espantoso rugido a cien metros lo estremeció violentamente: la fiera estaba ya sobre la caverna, y dos segundos después un alarido humano resonaba en las tinieblas. El arborícola, que hasta entonces había respondido al clamor de la bestia con el sacudimiento defensivo de sus nervios, sintió vivo esta vez, al oír el desamparado grito humano, el recuerdo de la caverna que frecuentara y del hombre cuya comida había sido la suya. No remordimiento, pero sí solidaridad de establo, el acercamiento de dos perros que cuando chicos han comido en el mismo plato, y todo lo que cabe suponer: fraternidad de chacales ante el león, anhelo cada vez más preciso de la caverna, agresividad de aguilucho que, aunque implume, se apoya ya en la realeza que ha de venir, lanzó al arborícola a la lucha.
XI
Cuando la primera advertencia despertó a los durmientes, el padre no sufrió mayor inquietud, pues noche a noche los bramidos cargaban las tinieblas. El segundo rugido, mucho más cerca, le hizo poner de pie, y al tercero se convenció de que estaba perdido. Como la caverna era demasiado grande para resistir ventajosamente a un león, el hombre se lanzó afuera, y ocultándose tras un peñasco, con la maza en ambas manos y los músculos tensos en la mayor concentración posible de fuerzas, esperó. Oyó en el choque de dos guijarros el paso furtivo del león que se acercaba, y cuando estuvo a cinco metros sintió el roce de su crin contra la roca. En ese instante la fiera, olfateando el peligro, saltaba de costado, mientras el formidable mazazo del hombre partía el palo contra las piedras.
El hombre vio de frente las dos luces verdes, y empuñando desesperadamente lo que le quedaba de maza, esperó. La fiera saltó, y esta vez un golpe claro, astillante, seguido de un agudo rugido, probó que la maza había tocado; pero al mismo tiempo el arma se escapaba de las manos del hombre. Ambos, león y hombre, rodaron juntos; y no se había apagado aún el grito de la fiera victoriosa, cuando el arborícola caía sobre ella, y un nuevo mazazo le partía el cráneo, y enseguida otro, y otro más. Tendido de costado, el cuello extenso y las patas estiradas, el león de las cavernas, con abiertos ronquidos de agonía, fue muriendo. El vencedor, recostado contra el peñasco, jadeaba violentamente por la carrera, mientras a sus pies un nuevo hombre pagaba con cinco ríos de sangre el interminable tributo a la conquista de la habitación.