El Santuario y otras historias de fantasmas (12 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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A finales de la siguiente semana ya estábamos instalados allí, y nunca, en ninguna de las primeras impresiones que he recibido viendo algunas de las maravillas del mundo, he sentido un hechizo tan mágico y potente como el que me arrebató el aliento aquella tarde de agosto en la que vi Garth por primera vez. Durante el último kilómetro la carretera había serpenteado entre los bosques que cubrían la ladera; entonces mi taxi emergió como de un túnel, y allí, bajo el crepúsculo, con las últimas llamaradas de la puesta de sol brillando sobre ella, se erguía la enorme fachada gris, con sus verdes prados alrededor y su aire de antiquísima tranquilidad. Parecía la encarnación de la misma alma y el mismo espíritu de Inglaterra: allá al sur estaba el mar, y alrededor proliferaban aquellos bosques inmemoriales. Como sus robles, como el terciopelo de sus prados, la casa había crecido del mismísimo suelo, y la riqueza de éste aún la nutría. Venecia no había nacido más auténticamente del mar, ni Egipto del misterioso Nilo, de lo que Garth había nacido de los bosques de Inglaterra.

Tuvimos tiempo para dar un paseo por los alrededores antes de que se sirviera la cena, y Hugh me contó casualmente su historia. Sus antepasados la habían poseído desde los tiempos de la reina Ana.

—Pero aún se nos considera intrusos —dijo—, y no demasiado fiables, por cierto. Anteriormente, mi familia había arrendado la granja que hay en lo alto de la colina, por la que debes de haber pasado para llegar hasta aquí, y los propietarios de la casa eran los Garth. Fue un Garth, de hecho, quien la construyó durante el reinado de Isabel.

—Ah, entonces tendréis un fantasma —dije yo—. Eso la haría perfecta. No me digas que no ha habido ningún Garth que haya encantado la casa.

—Puedes pedir lo que quieras —dijo él—, pero eso me temo que no te lo podré conseguir. Llegas demasiado tarde: hace cien años sí que se suponía que la casa estaba encantada por un Garth.

—¿Y qué sucedió? —pregunté.

—Bueno, no sé nada acerca de fantasmas, pero parece ser que el encantamiento se desvaneció por sí mismo. Debe de ser aburrido para un espíritu, ya sabes, eso de estar encadenado a un solo lugar, paseando por el jardín todas las tardes y recorriendo los pasillos y las habitaciones durante las noches sin que nadie te haga caso. A mis antepasados no les molestaba en lo más mínimo, según parece, que hubiera o no un fantasma en la casa. En consecuencia, se evaporó.

—¿Y de quién se suponía que era el fantasma? —pregunté.

—El fantasma del último Garth, que vivió aquí en tiempos de la reina Ana. Lo que sucedió fue lo siguiente. Uno de los miembros más jóvenes de mi familia, Hugh Verrall, igual que yo, se trasladó a Londres en busca de fortuna. Hizo muchísimo dinero en poco tiempo, se retiró estando aún en la mediana edad y se le metió en la cabeza que le gustaría ser un caballero de esos que viven en el campo y que poseen una buena hacienda. Siempre le gustó esta región, de modo que se trasladó a vivir a una casa del pueblo de ahí arriba mientras buscaba algo mejor, aunque sin duda tenía también otros propósitos. Y es que la casa de los Garth pertenecía en aquellos momentos a un tipo desenfrenado llamado Francis Garth, un borracho y un gran jugador. Hugh Verral acostumbraba a bajar hasta aquí noche tras noche para desplumarle. Francis tenía una hija, que por supuesto era la heredera del lugar, y en un primer momento Hugh empezó a cortejarla con el propósito de casarse, pero viendo que no le iba a servir de nada decidió apoderarse de la casa de otro modo. Finalmente, a la manera tradicional, Francis Garth, que para entonces ya le debía a mi ancestro algo así como treinta mil libras, apostó las propiedades de los Garth contra su deuda. Y perdió. Se armó un gran revuelo, la gente hablaba de dados cargados y de cartas marcadas, pero nada se pudo probar, por lo que Hugh desahució a Francis y tomó posesión de la casa. Francis vivió aún algunos años en una granja del pueblo, y cada tarde recorría el sendero hasta aquí para situarse frente a la casa y maldecir a sus habitantes. Con su muerte se inició el encantamiento, pero después, simplemente, desapareció.

—Quizá esté recuperando fuerzas —sugerí—. Quizá pretenda regresar con más intensidad. Deberías tener un fantasma aquí, y tú lo sabes.

—Pues me temo que no hay ni rastro —dijo Hugh—. Aunque me pregunto si tú considerarás que sí queda alguno. Pero es un rastro tan tonto que casi me avergüenza mostrártelo.

—Venga, a qué esperas —dije yo.

Señaló hacia el gablete que había sobre la puerta principal. Bajo él, en un ángulo formado por el tejado, había una gran piedra cuadrada de instalación claramente posterior al resto de la pared. En contraste con la de ésta, la superficie de la piedra estaba desmenuzada, y aunque evidentemente había sido tallada y aún se podía ver la forma de un escudo heráldico, no quedaba ni rastro de las armas que en él hubiera podido haber.

—Es una estupidez —dijo Hugh—, pero también es un hecho que mi padre recuerda la instalación de esa piedra. Fue cosa de su padre, y en ella lucían nuestras armas: ya puedes ver el estado en el que se encuentra el escudo. Y aunque es una piedra de la zona, de la misma clase que las demás de la casa, apenas había quedado colocada cuando la superficie empezó a deteriorarse. En diez años nuestras armas habían desaparecido completamente. Es curioso que una de las piedras de la casa muestre un deterioro tan rápido cuando las demás parecen desafiar al tiempo.

Me reí.

—Eso ha sido cosa de Francis Garth, sin lugar a dudas —dije—. Aún queda vida en el viejo perro.

—A veces así lo creo —dijo él—. Que quede claro que nunca he visto ni oído nada que pudiera hacer pensar lo más mínimo en fantasmas, pero sí he sentido constantemente la presencia de alguien que espera y vigila. Nunca se manifiesta, pero está ahí.

Mientras hablaba obtuve una ligera impresión psíquica de lo que me estaba diciendo. Allí había algo, algo siniestro y malvado. Pero la impresión sólo fue momentánea; apenas la había percibido cuando empezó a desvanecerse de nuevo, y la increíble y acogedora belleza de la casa se restableció arrollando cualquier otro sentimiento. Si alguna vez existió un lugar habitado por una paz inmemorial, era aquél.

Nos acostumbramos de inmediato a una rutina deliciosa. Siendo como éramos grandes amigos, nos encontrábamos completamente a gusto uno en la compañía del otro; charlábamos si nos veíamos inclinados a hacerlo, y si reinaba el silencio no había en él nada de forzado, pudiendo éste continuar perfectamente hasta que uno de los dos tuviera algo que decir. Por la mañana, durante unas tres horas más o menos, nos aplicábamos al estudio de nuestros libros, pero para la hora del almuerzo ya estaban cerrados y no volvían a abrirse durante el resto del día. Entonces atravesábamos las marismas para darnos un chapuzón en el mar, o paseábamos por el bosque, o jugábamos a la petanca en una franja de césped que había detrás de la casa. El tiempo, completamente abrasador, fomentaba la pereza, y en el interior de aquella depresión formada por las colinas en la que se encontraba la casa resultaba casi imposible recordar lo que era sentirse dinámico. Pero, tal y como había indicado el padre de Hugh, aquel era el estado físico y mental apropiado para residir en Garth. Uno debe sentirse adormilado, hambriento y bien, pero sin deseos ni energías; la vida avanzaba como en un estanque repleto de flores de loto: suave y tranquilamente, sin preocupaciones. Ser perezoso sin sentir escrúpulos ni remordimientos, sino más bien una ronroneante satisfacción, era actuar de acuerdo con el espíritu de Garth. Pero a medida que los días fueron pasando, supe que bajo aquella satisfacción yacía otra cosa, algo que desde nuestro interior se mostraba cada vez más alerta y vigilante, algo que reaccionaba ante aquello que a su vez nos estaba vigilando a nosotros.

Llevábamos allí una semana cuando una tarde de calor inmóvil y sofocante nos dirigimos hacia el mar para disfrutar de un chapuzón antes cenar. Era evidente que se aproximaba una tormenta, pero parecía que tendríamos tiempo de darnos un baño y regresar antes de que estallara. Sin embargo, llegó antes de lo que esperábamos, y aún nos encontrábamos a un kilómetro de la casa cuando empezó a llover intensamente y sin que corriera ni pizca de viento. Las nubes, que se habían extendido por el cielo, habían provocado una oscuridad tal que parecía que ya hubiera anochecido, y para cuando alcanzamos el pequeño camino público que había al otro lado del riachuelo ya estábamos completamente empapados. Justo cuando llegamos hasta el puente vi sobre él la silueta de un hombre, y me extrañé de que estuviera allí, esperando bajo aquel diluvio sin buscar cobijo. Miraba en dirección a la casa, sin moverse apenas. Cuando pasé junto a él pude ver perfectamente su cara, e instantáneamente supe que había visto a alguien muy parecido a él con anterioridad, aunque no podía acordarme exactamente de dónde. Era de mediana edad, iba perfectamente afeitado, y de su perfil magro y moreno emanaba un curioso aire siniestro.

En todo caso, no era asunto mío si un extraño elegía permanecer bajo la lluvia contemplando la casa de los Garth, por lo que di otra docena de pasos antes de comentarle a Hugh en voz baja:

—Me pregunto qué estará haciendo ese hombre.

—¿Hombre? ¿Qué hombre? —dijo Hugh.

—Ese hombre junto al que acabamos de pasar en el puente —dije yo.

Hugh se giró para mirar.

—Ahí no hay nadie —dijo.

Parecía imposible que aquel extraño que sin lugar a dudas había estado allí hacía apenas un par de segundos hubiera desaparecido en la oscuridad, por muy espesa que fuera, y por primera vez se me ocurrió que aquella criatura a cuya cara había mirado podía no ser de carne y hueso. Pero apenas había acabado Hugh de hablar cuando señaló hacia el sendero por el que acabábamos de llegar.

—Sí, es verdad, ahí hay alguien —dijo—. Qué raro que no le haya visto antes. Pero si le apetece quedarse bajo la lluvia supongo que está en su derecho.

Seguimos rápidamente nuestro camino hasta llegar a la casa. Después, mientras me cambiaba, me estrujé el cerebro para intentar recordar dónde y cuándo había visto aquella cara con anterioridad. Sabía que había sido a una hora bastante tardía, y también sabía que me había llamado la atención. Y entonces, súbitamente, llegó la respuesta. Nunca había visto a aquel hombre antes, pero sí que había visto un retrato suyo, y aquel retrato colgaba en la larga galería que recorría la parte frontal de la casa, a la que Hugh me había conducido el día que había llegado allí y por la que no había vuelto a pasar. Las paredes estaban repletas de cuadros de Verrals y de Garths, y el retrato en cuestión era el de Francis Garth. Antes de regresar a la planta baja fui a verificarlo y comprobé que no había duda posible: el hombre junto al que había pasado en el puente era la viva imagen de aquel otro que, en los tiempos de la Reina Ana, había perdido la casa en favor del pariente tocayo de Hugh.

No le conté nada de a aquello a Hugh, ya que no quería sugestionarle. Él, por su parte, no volvió a hacer alusión al encuentro; era evidente que no le había causado la más mínima impresión, de modo que pasamos la tarde de una manera completamente rutinaria. A la mañana siguiente volvíamos a estar sentados con nuestros libros en la salita que da a la parte del jardín en la que jugábamos a la petanca. Cuando llevábamos una hora estudiando, Hugh se levantó para estirar las piernas durante un par de minutos y se aproximó a la ventana. Yo no seguí sus movimientos con particular atención, pero sí me di cuenta de que de repente había dejado de silbar a mitad de un paseo. Entonces habló con un tono de voz bastante extraño.

—Ven un momento —dijo.

Cuando me uní a él señaló a través de la ventana.

—¿Es ése el hombre al que viste anoche en el puente? —preguntó. Y allí estaba él, al final de la pista de petanca, mirándonos directamente.

—Sí, es él —dije.

—Iré a preguntarle qué está haciendo ahí—dijo Hugh—. ¡Acompáñame!

Salimos juntos de la habitación y descendimos el corto pasillo que llevaba hasta la puerta del jardín. La silenciosa luz del sol dormitaba sobre la hierba, pero allí no había nadie.

—Qué extraño —dijo Hugh—. Extrañísimo. Vamos un momento a la galería de retratos.

—No hace falta —dije yo.

—Entonces también tú te has dado cuenta del parecido —dijo—. Dime… ¿Se trata sólo de un parecido… o es realmente Francis Garth? Sea quien sea, debe de ser el que nos ha estado vigilando.

La aparición, de la que a partir de entonces hablamos como si se tratara de Francis Garth, había sido vista ya en dos ocasiones. En el transcurso de la siguiente semana pareció acercarse cada vez más a la casa que en otros tiempos había encantado, ya que Hugh le vio justo a la entrada del porche que había en la entrada principal. Y dos días más tarde, al atardecer, estando yo contemplando la pista de petanca mientras esperaba a que Hugh regresara a cenar, le vi en la ventana, observando malévolamente el interior de la habitación. Finalmente, un par de días antes de que mi visita llegara a su fin, mientras regresábamos de una tarde de pasear sin rumbo por el bosque, le vimos los dos a la vez, frente a la gran chimenea del recibidor. En aquella ocasión la aparición no fue momentánea, ya que pese a nuestra irrupción permaneció allí, sin apercibirse de nuestra presencia durante quizá diez segundos, y después se dirigió hacia la puerta más alejada de la entrada. Allí se detuvo y se giró, mirando directamente a Hugh. Entonces le habló y, sin esperar respuesta, atravesó la puerta. Había penetrado en la casa, y a partir de aquel momento sólo volvió a ser visto en su interior. Francis Garth había vuelto a tomar posesión del lugar.

No es que quiera aparentar que la visión de este aparecido no tuvo efecto sobre mis nervios. Lo tuvo y muy desagradable; miedo es quizá una palabra demasiado superficial para describir lo que sentí. Se trataba más bien de un horror oscuro y silencioso que me invadía; para ser precisos, no en el momento exacto en el que veía al espíritu, sino algunos segundos antes, de modo que podía saber gracias a aquella sensación de terror extremo cuándo su aparición estaba a punto de manifestarse. Pero mezclado con todo aquello había una intensa curiosidad y un interés por la naturaleza de aquel extraño visitante, el cual, aunque muerto desde hacía tiempo, aún conservaba el aspecto de los vivos y cubría con vestimentas un cuerpo que llevaba años reducido a polvo. Hugh, en todo caso, no sintió nada parecido; la segunda ocupación de la casa a cargo del espectro le alarmó tanto como a aquellos que habían vivido en ella durante su primera aparición.

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