El Santuario y otras historias de fantasmas (16 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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No fue difícil tomar una decisión. No había razón por la cual tuviera que estar en Crowthorpe aquella noche en vez de a la mañana siguiente, ya que el amigo con el que iba a encontrarme no llegaría hasta la tarde, y sin duda era mejor arrastrase apenas un kilómetro en un coche espasmódico que intentar recorrer treinta en una noche tan inclemente.

—Pasaremos la noche aquí —le dije a mi chófer—. La carretera es en cuesta abajo y no hay más de un kilómetro hasta el hotel. Me atrevería a decir que podremos llegar sin necesidad de encender el motor. Intentémoslo.

Hicimos sonar el claxon, atravesamos la carretera principal y empezamos a deslizamos lentamente por una calle estrecha. Era imposible ver con claridad, pero a cada lado había casitas cuyas luces brillaban a través de las persianas, y aún había muchas otras cuyas persianas seguían bajadas revelando unos interiores acogedores. Entonces, el ángulo del declive se incrementó, y frente a nosotros, muy cerca, vi varios mástiles que se alzaban intactos hacia la penumbra cargada de agua de la noche cada vez más cerrada.

De modo que Riddington debía de hallarse junto al mar, aunque la razón por la que los barcos habían sido amarrados en un muelle abierto era un misterio; quizá hubiera un malecón que los protegiera, pero que era invisible debido a la oscuridad. Oí al chofer conectar el motor y realizar un giro cerrado hacia la izquierda. Pasamos bajo una larga hilera de ventanas iluminadas, que alumbraban una calle bastante estrecha, cuyo extremo derecho era besado por las olas. De nuevo hizo un giro cerrado hacia la izquierda, describió un semicírculo sobre la gravilla crujiente y se plantó frente a la puerta del hotel. Conseguimos una habitación para mí, un garaje, una habitación para él, y nos unimos a la cena que había empezado hacía poco.

Entre los pequeños alicientes y sorpresas que suscita viajar, no hay otro más delicioso que el de despertarse en un lugar nuevo al que se ha llegado el día anterior tras haber caído la noche. La mente ha recibido un par de impresiones borrosas y probablemente durante la noche ha jugado con ellas, construyendo una especie de todo coherente, cuyas anticipaciones son puestas a prueba al llegar la mañana. Normalmente el ojo ha visto más cosas de las que ha registrado conscientemente, y el cerebro las ha colocado como si de un puzzle se tratara para formar un presentimiento bastante acertado de sus inmediatos alrededores. Cuando me desperté a la mañana siguiente un cielo brillante y soleado podía verse a través de mis ventanas; no se oía ni el ruido del viento ni el de las olas rompiendo, y antes de levantarme y verificar mis impresiones de la noche previa preferí permanecer acostado un rato para repasar mi imagen mental. Frente a mi ventana habría un estrecho pasaje bordeado por un muelle; a su lado se extendería un rompeolas que formaría un puerto para los barcos que hubieran anclado allí, y lejos, lejos hacia el horizonte, se extendería un inmenso mar tranquilo y reluciente. Repasé aquellos detalles en mi cabeza; parecían inevitables según las referencias que había observado la noche anterior, y entonces, seguro de mi razón, me levanté de la cama y me asomé a la ventana.

Nunca había experimentado una sorpresa tan completa. No había puerto, no había rompeolas, y no había mar. Un estrechísimo canal, tres cuartos del cual aparecían ahogados por bancos de arena, sobre los cuales descansaban los barcos cuyos mástiles había visto la noche anterior, corría paralelo a la carretera, y después se torcía en ángulo recto para perderse en la distancia. Aparte de aquello, no había más agua a la vista; a la derecha, a la izquierda y al frente se extendía una ilimitada extensión de hierba brillante de entre la que sobresalían mechones de arbustos y manchas purpúreas de espliego. Más allá había unos bancos de arena rojizos, y más lejos aún se podía percibir una franja de guijarros, maleza y dunas. Pero el mar que había esperado ver llenando mi campo visual hasta unirse con el cielo, allá en el horizonte, había desaparecido.

Cuando me hube sobrepuesto a la sorpresa de aquel colosal juego de manos, me vestí rápidamente dispuesto a averiguar de boca de las autoridades locales cómo se había llevado a cabo. A menos que una alucinación hubiera envenenado mis facultades perceptivas, debía de haber una explicación para aquella desaparición alternativa de tierra y mar, y la clave, una vez proporcionada, fue lo suficientemente simple. Aquella franja de guijarros, maleza y dunas que se veía en el horizonte era una península que se extendía a lo largo de siete u ocho kilómetros de manera paralela a la costa, formando la auténtica playa y cerrando aquel vasto cuenco de bancos de arena y barro y una marisma cubierta por flores de lavanda, todo lo cual quedaba sumergido mientras duraba la marea alta, creando un estuario. Con la llegada de la marea baja, éste quedaba completamente vacío excepto por una pequeña corriente que se abría paso a través de varios canales hasta su desembocadura, situada a unos tres o cuatro kilómetros a la izquierda de allí, y un hombre calzado con sus zapatos y sus calcetines podía llegar perfectamente caminando hasta las lejanas dunas de arena y las playas que terminaban en el Cabo Riddington, mientras que durante la marea alta podría llegar navegando hasta aquel mismo lugar partiendo del muelle que había frente al hotel.

Ya mientras desayunaba en una mesa situada junto a la ventana que daba a la marisma el hechizo de atracción que desplegaba aquel lugar había empezado a afectarme. Era tan inmensa y estaba tan vacía; tenía el encanto del desierto sin resentirse en lo más mínimo de la insufrible monotonía de éste, ya que decenas de gaviotas chillonas la sobrevolaban, y desde allí podía oír los silbidos de los archibebes y el parloteo de los zarapitos. Debía encontrarme con Jack Granger en Crowthorpe aquella misma carde, pero sabía que si iba a su encuentro debía persuadirle de que me acompañara de vuelta a Riddington, y tal y como le conocía fui plenamente consciente de que él también sentiría el hechizo con no menos intensidad que yo. De modo que, tras asegurarme de que había habitaciones disponibles para él, le escribí una nota comunicándole que había encontrado el lugar más asombroso del mundo, y le dije a mi chófer que se dirigiera a Crowthorpe y que le esperara en la estación de tren hasta que llegara, para después conducirlo hasta allí. Con la conciencia completamente tranquila, me puse en marcha cargando con una toalla y una bolsa con el almuerzo para explorar, ociosamente y sin ningún objetivo concreto, aquella inmensa extensión cubierta de lavanda y pájaros que me llamaba.

Mi ruta, tal y como se me había indicado, me condujo en primer lugar a recorrer un bancal que defendía de las mareas las tierras de pasto desecadas que se encontraban a su derecha, al final del cual me topé con el comienzo del estuario. Una hilera de desechos, hierba marchita, algas y blanqueadas cáscaras de pequeños cangrejos señalaba el lugar hasta el que había llegado la última marea alta; a partir de ella el terreno aún estaba húmedo. Poco después encontré un trecho repleto de barro y cantos rodados, y luego atravesé chapoteando el arroyo que fluía hacia el mar. Más allá estaban los ondulantes bancos de arena arrastrados por las mareas, y pronto alcancé las amplias y verdísimas marismas del extremo más alejado, tras las cuales se encontraba la franja de guijarros que bordeaba el mar.

Me detuve unos instantes para recuperar el aliento. No se veía ni rastro de otro ser humano, pero nunca había experimentado una soledad tan estimulante. A mi derecha e izquierda se extendían los prados de espliego, como si fuesen un cielo estrellado de brotes rosáceos y arbustos. A un lado y a otro se habían formado pequeños charcos de agua retenida en las depresiones del terreno, y también había trechos repletos de un lodo negro y suave de entre el cual surgían, como espigas de lechosos espárragos, varias matas de sosa; y todos aquellos felices vegetales florecían al sol o bajo la lluvia, y pese a la sal que traían consigo las mareas, con una imparcial cualidad anfibia. Sobre mi cabeza se extendía el inmenso arco del cielo, atravesado en aquel momento por una bandada de patos, que se apresuraban y alargaban los cuellos, y ocasionalmente por alguna que otra gaviota de lomo negro, que agitaba sus pesadas alas en dirección al mar. Los zarapitos parloteaban alegremente y los chorlitejos y los archibebes silbaban. Mientras tanto, yo avanzaba con dificultad hasta llegar a los guijarros que marcaban el final de la marisma. El mar, azul y sereno, yacía durmiendo a sus anchas, bordeado por una franja de arena sobrevolada a lo lejos por un espejismo. Pero ni a un extremo ni al otro, tan lejos como la vista pudiera alcanzar, había rastros de presencia humana.

Me bañé y me tumbé al sol, y después recorrí aquella cálida playa durante casi un kilómetro antes de atravesar la zona sembrada de guijarros y volver a internarme en la marisma. Entonces, con una punzada de decepción, vi la primera evidencia de la intrusión del hombre en aquel paraíso de la soledad, ya que sobre una franja empedrada, que se extendía como una enorme costilla sobre aquellas praderas anfibias, había una pequeña casa cuadrada de ladrillo, frente a la cual había una asta de bandera bastante alta. No la había visto antes y me parecía una injustificada invasión del vacío. Pero quizá no se tratase de una infracción tan grosera, o por lo menos ésa era la impresión que daba, ya que su aspecto era claramente de abandono, como si el hombre hubiera intentado domesticar la zona y hubiera fracasado. A medida que me acercaba, la impresión se intensificó, ya que no salía humo de la chimenea, las ventanas cerradas estaban completamente cubiertas por una película de sal y el umbral de la puerta había sido invadido por líquenes y hierbas marchitas que se desparramaban a su alrededor. La rodeé dos veces, decidí que indudablemente estaba deshabitada y me senté contra la pared que en aquellos momentos recibía de pleno los rayos del sol para disfrutar de mi almuerzo.

La brillantez y el calor del día estaban en pleno apogeo. Sintiéndome acalorado, ejercitado y revigorizado por mi chapuzón, me juzgué en un estado de supremo bienestar físico, y mi mente, completamente vacía excepto por aquellas agradables sensaciones, siguió el ejemplo de mi cuerpo y se dedicó a disfrutar del sol. Entonces, supongo que debido a mi admiración por el lujo del contraste expresado por Lucrecio, y para congratularme aún más por aquellas excepcionales condiciones, empecé a imaginarme en qué se transformaría aquella soleada soledad de ser de noche y pleno noviembre, mientras que atravesando el cielo encapotado y gris se aproximara una tormenta. Su soledad se convertiría entonces en abominable desolación; si por alguna causa inconjeturable alguien se viera obligado a pasar una noche allí, cómo clamaría por estar acompañado, qué siniestros le resultarían los chillidos de las aves, qué extraños le sonarían los silbidos del viento al atravesar aquella habitación abandonada. O quizá reaccionara de otra manera, quizá sólo deseara asegurarse de que la aparente soledad era real, y que no había ninguna presencia invasora arrastrándose cerca de allí, amparada por la oscuridad para revelarse en breve; quizá temblaría pensando que el lamento del viento podría ser no sólo el viento, sino también el alarido de algún ser descarnado; ¿y si no fueran los zarapitos los que producían aquel melancólico silbido? Paulatinamente, mis pensamientos se fueron haciendo cada vez más difusos hasta fundirse en una inconsecuente sucesión de imágenes. Entonces me quedé dormido.

Me desperté sobresaltado a causa de un sueño que ya empezaba a desvanecerse, pero con la certeza de que había sido algún ruido cercano el que me había despertado. Entonces volví a oírlo: eran los pasos de alguien que se movía en el interior de la casa abandonada, justo en la habitación contra cuya pared me había apoyado. Se movía hacia un extremo y luego hacia el otro; después se detenía unos instantes y volvía a empezar; se comportaba como un hombre que estuviera esperando una visita con impaciencia. También pude darme cuenta de que los pasos seguían un ritmo irregular, como si quien caminaba padeciera cojera. Después de uno o dos minutos los sonidos cesaron por completo.

Después de haber estado convencido de que la casa estaba deshabitada, me invadió una extraña inquietud. Entonces, volviendo la cabeza, vi que por encima de mí, en la pared, había una ventana, y se apoderó de mí la idea, completamente irracional e infundada, de que el hombre me estaba vigilando. Una vez que se me hubo metido en la cabeza, se me hizo imposible continuar allí durante más tiempo, por lo que me levanté y embutí en mí mochila tanto la toalla como los restos del almuerzo. Caminé durante un rato por el trecho de tierra que se internaba en la marisma antes de volverme para mirar una vez más la casa, que seguía pareciendo completamente desierta. Bueno, después de todo no era problema mío, de modo que continué mi paseo y decidí interesarme casualmente cuando regresara al hotel por quienquiera que viviese en aquel lugar tan hermético, desechando el tema por el momento.

Unas tres horas más tarde, tras un paseo largo y sin rumbo, volví a encontrarme frente a la casa. Vi que dando un pequeño rodeo podía volver a pasar junto a ella, y en aquel momento me di cuenta de que el sonido de aquellas pisadas en el interior había despertado en mí una curiosidad que quería ver satisfecha. Justo entonces vi un hombre de pie junto a la puerta: cómo había llegado allí, no tenía ni idea, ya que hacía apenas un momento no estaba: debía de haber salido de la casa. Estaba contemplando el sendero que conducía a través de la marisma, escudándose los ojos del sol. Entonces dio un par de pasos hacia adelante, arrastrando la pierna izquierda y cojeando pesadamente. Eran, pues, sus pasos los que había oído antes, y todo misterio al respecto había sido producto de mi imaginación. Decidí por tanto tomar el camino más corto y llegué al hotel justo cuando Jack Granger acababa de llegar.

Volvimos a salir iluminados por la puesta del sol, y contemplamos la marea que barría e inundaba los diques hasta volver a culminar aquel enorme juego de manos: aquella extensión de marismas con sus campos de lavanda volvía a ser una sábana de agua resplandeciente. A lo lejos, al otro lado, quedaba la casa junto a la cual había almorzado, y cuando ya nos volvíamos Jack la señaló.

—Qué lugar tan extraño para tener una casa —dijo—. Supongo que no debe de vivir nadie en ella.

—Sí, un tullido —dije yo—. Le he visto esta tarde. Voy a preguntarle al portero del hotel de quién se trata.

El resultado de aquella consulta, sin embargo, no fue el esperado.

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