El secreto de los Medici (21 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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El dux Michele Steno era un hombre alto y musculoso que se encontraba ya en su octavo decenio de vida. Su rostro era alargado y estaba surcado de arrugas, tenía la tez color gris ostra y el pelo, blanco y largo, le llegaba hasta los hombros, asomándole por debajo de una gorra de terciopelo azul. Llevaba un largo abrigo negro y dorado con botones de oro desde el cuello hasta los tobillos. Steno había sido un militar condecorado y se había convertido en un poderoso dirigente político que dominaba la política veneciana desde hacía más de una década. Sentado en su trono de piedra, con un dosel rojo en el que se veía el león de Venecia, observó a sus visitantes mientras se acercaban a él y se levantó para saludarlos al pie del estrado. Pero tuvo la precaución de no estrecharles la mano ni de abrazar a los recién llegados.

—Cosimo de’ Medici —dijo, clavando sus ojos gris acero en el joven—. Tienes el porte y la dignidad de tu ilustre padre. Eso es bueno.

Cosimo sonrió e hizo una reverencia, para a continuación presentar a sus amigos. El dux había estado con Niccolò Niccoli en más de una ocasión.

—Fui informado de vuestra llegada, por supuesto —dijo el dux.

—Eso tenía entendido —respondió Cosimo, lanzando una mirada a Ambrogio.

—Pero, evidentemente, no tienes la menor intención de cumplir los deseos de tu padre. Vuestro viaje debe de obedecer a un motivo de suma importancia.

—Así es —respondió Cosimo simplemente—. Y os estamos muy agradecidos por vuestra hospitalidad.

—No des nada por hecho, joven —respondió dulcemente el dux—. Es posible que nosotros deseemos ofreceros lo mejor, pero habéis llegado en un momento muy malo. —Su semblante era serio—. La Gran Peste es exactamente igual de feroz que como la recuerdo de cuando era un muchacho, hace casi medio siglo. Esta noche me han comunicado que más de mil almas han perecido. Lo hemos intentado todo: aceites aromáticos, tañer todas las campanas de iglesia de la república y disparar todos los cañones de que disponemos en el arsenal. Todo ha sido en vano.

—Lamento la noticia de este mal que os aflige, mi Señor. Y nuestra empresa aquí será lo más breve posible. De hecho, deseamos proseguir viaje a Ragusa en cuanto tengamos oportunidad.

—¿Ragusa? —El dux sostuvo la mirada a Cosimo unos segundos y luego apartó la vista—. Tú y tus compañeros sois muy bienvenidos. Se os ha preparado habitaciones aquí, en el palacio. Os ayudaré en lo que sea que necesitéis para hacer vuestra estancia lo más agradable posible y encargaré a mi servicio que prepare un navío para vosotros. Pero estamos tal como nos veis. No necesito recordaros que, para vuestro propio bienestar, deberéis conduciros con la máxima cautela. Por favor, no abandonéis los alrededores del palacio sin uno de mis asistentes personales como guía. Os deseo buenas noches.

Cuando los tres florentinos hubieron salido escoltados de la cámara, el dux volvió a sentarse en su trono e hizo una señal a Zamboldi para que se acercara. Los guardias estaban alrededor del perímetro de la sala, fuera del alcance del oído.

—Quiero conocer su paradero en todo momento —dijo Steno—. Y eso va también por Tommasini.

—Por supuesto, mi señor. Pero aún no comprendo por qué os habéis arriesgado a permitir que estos hombres entrasen en la ciudad.

—Hombres como el joven Medici y sus amigos no viajan tan lejos sin un buen motivo, y menos aún a una ciudad totalmente afectada por la peste. Necesitan algo de aquí y aunque le he pedido a Cosimo que no salga del palacio sin un guía, hará eso precisamente, por descontado, a la menor oportunidad.

Zamboldi mostró su acuerdo con un leve gesto afirmativo.

—Pero ¿cómo sabemos que no están infectados? ¿Cómo sabemos que no van a complicar nuestra situación?

—No tenemos forma de saberlo. —El dux sonrió sin rastro de humor—. De todos modos… ¿podría nuestra situación empeorar aún más? No lo creo. A veces es necesario correr riesgos.

—Pero…

Steno lanzó una mirada a su sirviente.

—Ya basta. Ahora, haz lo que te pido. Quiero que se me informe de inmediato sobre el mínimo gesto de cualquiera de los integrantes de la comitiva, así se trate de una flatulencia. ¿Entendido?

Zamboldi asintió.

—Ahora, vete.

—Entonces, Cosi, ¿cuál es el plan?

Cosimo y Niccolò Niccoli estaban sentados a la mesa de un lujoso apartamento ubicado en un ala apartada del palacio. El suelo estaba desnudo salvo por una preciosa alfombra roja que ocupaba el centro de la sala. Una puerta comunicaba con un pasillito que conducía a una espaciosa alcoba.

Alguien llamó suavemente a la puerta.

—Pase.

Ambrogio Tommasini entró en la habitación con grandes pasos.

—Ah, qué oportuno. Niccolò acaba de pedirme que proponga un plan.

Tommasini se unió a ellos en la mesa. Se echó hacia atrás en su silla y estiró sus largas piernas para descansar.

—Creo que estarán de acuerdo conmigo, caballeros —prosiguió Cosimo—, en que deberíamos cumplir con la mayor premura la misión que nos ha traído aquí.

—El buen dux ha puesto guardias al final del pasillo —dijo Tommasini.

—Como es natural, le preocupa que podamos poner en peligro a las personas que se encuentran en el palacio aisladas del exterior —replicó Cosimo.

—Por otra parte… —dijo Niccoli.

Cosimo sonrió.

—Considero que no es ningún disparate suponer que el dux siente curiosidad, como mínimo, acerca de nuestra misión. ¿Por qué, si no, se arriesgaría a dejarnos entrar sin obligarnos a pasar la cuarentena? Sea como sea, hace unos minutos ha llegado un emisario. Parece ser que nuestro contacto, Luigi, está vivito y coleando y me espera.

—¿Te espera?

—Insiste en que nos veamos a solas.

—¡Pero Cosimo…! —exclamó Niccoli.

—Aprecio tu preocupación, Niccolò, pero no puedo hacer concesiones. Si no acepto los términos de Luigi, no nos llevará al resto del mapa. Sin eso, habremos perdido el tiempo y habremos arriesgado la vida inútilmente. Bien, escuchad: debería ser algo bastante fácil. Ambrogio, sé que sólo llevas aquí poco tiempo, pero imagino que después de la reunión con Valiani te ocupaste de averiguar dónde podría hallarse I Cinque Canali.

Tommasini asintió.

—Puedo dibujarte un mapa.

—Bien hecho. Niccolò, tú debes distraer a los guardias para que pueda salir del palacio a hurtadillas. En el plazo exacto de dos horas podré reunirme contigo en el punto de encuentro prefijado. Tendrás que encontrar una embarcación apropiada, con su tripulación, para que podamos zarpar hacia Ragusa antes del alba. La travesía por mar es corta, pero extremadamente peligrosa. Si no me reúno contigo al final de la hora tercera de la noche, deberás volver sobre mis pasos lo mejor que puedas.

—Yo también iré a Ragusa —dijo Tommasini, sorprendiendo a los otros dos.

—Pero no tienes ningún motivo para…

—Cosimo, siento tanta curiosidad como tú. Además, quiero salir de este rincón dejado de la mano de Dios.

Cosimo asintió.

—Por supuesto.

Tapándose bien la boca y la nariz con un pañolón empapado en jugo de enebrina, Cosimo salió a la noche. Llevaba una sencilla capa larga sobre una túnica, unos pantalones bombachos y unas resistentes botas de piel. Debajo de la capa portaba una espada corta de caballero. Al salir de su alcoba había dado un sorbo de una botellita de porcelana que Ambrogio le había puesto en la palma de la mano. «Es triaca —le había dicho el erudito—. Ámbar y especias orientales. Puede representar una pequeña defensa contra la peste.»

El espacio abierto de San Marcos estaba demasiado expuesto incluso en la relativa oscuridad de una noche sin luna, por lo que Cosimo se escabulló por una calleja estrecha que lo llevó al lado norte de la plaza. I Cinque Canali se encontraba cerca del Campo St. Luca, equidistante de San Marcos y del Gran Canal. Avanzó despacio por un camino que discurría junto a una lengua de aguas grises.

No había ni una sola luz en los edificios y daba la sensación de que los hubiera abandonado toda vida humana. Así era en muchos casos. Algunas casas lucían en la puerta una cruz blanca burdamente pintada, y habían clavado tablones encima de estas puertas para sellar los edificios, aprisionando a sus moradores, cuyas pústulas acabarían enconándose y matándolos.

El camino daba a una placita, en cuyo centro había un brasero. La lumbre, cubierta de incienso, ardía de color naranja y rosa, impregnándolo todo con un penetrante aroma y cubriendo con una pátina lastimera los oscuros muros de los edificios circundantes. Cosimo oyó un ruido a sus espaldas. Sobresaltado, giró sobre sí mismo justo a tiempo para ver una silueta fantasmagórica apareciendo por la calleja por la que él acababa de llegar. Se trataba de un hombre alto ataviado con una toga que le llegaba hasta el suelo, y llevaba una máscara blanca que le tapaba la cara por completo. La nariz de la máscara era enorme y estaba moldeada con forma de pico curvado hacia abajo. En la cabeza portaba un sombrero negro con alas en los laterales y en la parte de atrás. Tenía las manos enguantadas y asía un gran bolso de cuero negro. Era un médico de la peste, una rara estirpe de hombres obligados a quedarse en la ciudad por orden del dux para atender a los enfermos. El hombre pasó a toda prisa junto a Cosimo, en silencio, y se metió por un pasillo que había en el lado sur de la plaza.

Ambrogio había indicado a Cosimo que saliera del
campo
por la puerta septentrional. Apretó el paso, siempre resguardado en la sombra. Respiraba deprisa, y el pañuelo que le cubría el rostro estaba salpicado de sudor. En un momento dado, se detuvo frente a un edificio alto y estrecho con franjas de suciedad en la piedra de la fachada y las ventanas del piso superior cerradas a cal y canto. Encima de la puerta había un letrero que decía I Cinque Canali.

Al acercarse, Cosimo oyó música y el sonido de unas voces. Empujó la puerta y entró en una habitación alargada y estrecha. Al fondo se veía un pequeño mostrador. Encima de él, una hilera de velas colocadas sobre bandejas de metal, proporcionaba una luz tenue color crema. Dos hombres bebían en el mostrador, y un tercero tocaba un laúd, sentado en un rincón. Los tres se volvieron a mirar al desconocido que acababa de entrar, con recelo en la mirada.

Cosimo se disponía a decir algo cuando de detrás del mostrador apareció un personaje greñudo.

—Creo que es a mí a quien buscáis.

La luz de las velas dibujaba sobre su rostro unas irregulares manchas blancas. Era un hombre diminuto de melena blanca y revuelta, no más de un metro cuarenta de alto, vestido con lo que parecían harapos y apoyado en un bastón de madera lleno de nudos. Cosimo se sobresaltó al darse cuenta de que sus ojos eran dos meros discos blancos.

—Parecéis sorprendido —dijo Luigi riendo entre dientes—. Lo noto por el movimiento de vuestro cuerpo, por el sonido de vuestros pies al moverse ligeramente por el suelo. —Lanzó una mirada ciega a las botas de piel de Cosimo.

—¿Conocéis al hombre que me dio vuestro nombre?

—Hace muchos años que conozco a Francesco —respondió Luigi—. Hemos recorrido muchas leguas juntos. No he sido ciego toda la vida. —El anciano se rió; tenía la cara arrugada como una manzana pocha y la boca desdentada era de color rojo oscuro.

Cosimo se frotó la frente.

—Disculpadme —dijo—. Nuestro amigo común me dijo que podríais ayudarme.

—Así es, ciertamente —respondió Luigi, y echó a andar en línea recta por delante de Cosimo, en dirección a la puerta de la posada—. Bueno, venid conmigo.

Para ser ciego, Luigi se movía con asombrosa velocidad y agilidad. Avanzaba a paso ligero por los pasadizos y cruzaba las plazas con la seguridad de un hombre vidente a plena luz del día. Parecía poseer un sexto sentido, ¿o acaso, al haber perdido por completo el uso de un sentido, resultaban potenciados los otros cuatro?

Cosimo hizo esfuerzos para mantenerse a su altura. Recorrieron oscuros callejones con las viviendas agobiándolos a un lado y otro, todas igual de silenciosas que una tumba. De repente, a lo lejos, se oyó un largo chillido, un sonido que parecía manar de las mismísimas cavernas del infierno.

Luigi se volvió hacia él sin aminorar la velocidad.

—Nos estamos muriendo todos, uno a uno —dijo.

Cruzaron por un puente angosto y aparecieron en un
campo
de reducidas dimensiones, que también estaba iluminado con un brasero. Los troncos ardían a fuego lento, desprendiendo un resplandor borroso que olía a haya y limón. Cientos de mosquitos y polillas zumbaban alrededor de las llamas mortecinas. Justo delante de ellos se erigía una capilla.

—Lo que buscáis se encuentra en el interior de este edificio —entonó Luigi—. Venid.

Giró una pesada arandela de hierro que había en la puerta y tiró de ésta. Se colaron por la abertura y la puerta se cerró de golpe a su espalda. El interior de la capilla estaba bañado en la luz de cientos de velas colocadas en soportes repartidos sin orden ni concierto por toda la nave, así como en platillos planos y dentro de los nichos de piedra. Luigi recorrió lentamente el pasillo entre las filas de bancos y Cosimo fue detrás de él, con el eco de las pisadas de sus botas reverberando contra las paredes. Justo delante de ellos un ornado biombo representaba la crucifixión. Era nuevo y muy gráfico. La sangre que goteaba de las palmas de las manos de Cristo parecía casi de verdad.

Oyeron un leve movimiento al otro lado del biombo y apareció un cura. Era un hombre alto y escuálido, y sobre su cuerpo estrecho los ropajes de clérigo le quedaban tan grandes que casi resultaban cómicos. Tenía la cara demacrada y los ojos muy cansados.

—Mi señor Cosimo de’ Medici —dijo el cura, e hizo una torpe reverencia—. Soy el padre Enrico. Nuestro amigo en común, Francesco Valiani, me ha transmitido unas indicaciones. —A Luigi lo ignoró por completo—. Si queréis venir conmigo…

—También yo he recibido indicaciones, padre —manifestó Luigi.

—Eso no estaba…

—He de acompañar al señor Cosimo.

—En realidad no hay ninguna necesidad… —empezó a decir Cosimo.

—He de acompañaros, señor Cosimo —repitió Luigi, y puso una mano firme en el brazo del noble.

El cura titubeó unos segundos pero, antes de poder responder nada, Luigi le dirigió una sonrisa desdentada.

—Entonces estamos todos de acuerdo.

El padre Enrico los condujo por una puerta a uno de los laterales de la nave y a continuación por una estrecha escalera de bajada apenas más ancha que los hombros de un hombre. Una vez abajo, el sacerdote abrió con llave una pesada puerta de madera y Cosimo y Luigi la cruzaron detrás de él. Se hallaban en un largo pasadizo, iluminado por una única lámpara de aceite suspendida del techo. El lugar olía a tierra húmeda y muerta.

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