El secreto de los Medici (18 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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—Estoy tratando de averiguar a qué diantres se refería Giordano Bruno. No me vendría mal algo de ayuda. ¿Te importaría acompañarme con un coñac?

—Sólo si es Paulet Lalique —sonrió Edie.

El semblante de Roberto no se alteró ni lo más mínimo.

Al poco rato, Vincent depositaba en la mesa redonda situada al lado del escritorio dos enormes copas junto a una botella de uno de los coñacs más caros del mundo.

—¿Qué libro es ése? —preguntó Edie, mientras Roberto servía las copas.

—Es uno de los siete tomos que forman los
Informes de la Inquisición veneciana entre 1500 y 1770.
Llevan mucho tiempo en la familia. Sólo estaba leyendo sobre Andrea di Ugoni, un escritor amigo de Tiziano que fue procesado por herejía en 1565 y que escapó al castigo. Luego está el caso de Casanova, arrestado casi doscientos años después y encarcelado por «desacato a la religión». Creo que podríamos dar con algo que nos ayude a aclarar qué quería decir Bruno en su pista.

—Entonces, ¿Bruno fue procesado por la Inquisición veneciana?

—Debió de escribir su mensaje justo antes de que lo arrestaran. Mocenigo, ciertamente, le traicionó. Unos matones a sueldo lo sacaron en mitad de la noche de su habitación en el
palazzo
y lo metieron en el calabozo del dux.

—Yo pensaba que había sido encarcelado en Roma. ¿No fue allí donde lo ejecutaron?

—Pero primero lo interrogaron en Venecia. La Inquisición veneciana era mucho más liberal que su homóloga romana. El jefe de la Inquisición de Roma, la mano derecha del Papa, era un cardenal extremista llamado Roberto Bellarmino y apodado el Azote de los Herejes.

—Por el Azote de los Herejes. —Edie alzó su copa y dio un sorbo apreciativo a su coñac. Era deliciosamente suave e hizo entrar en calor a todo su ser—. Entonces, ¿los venecianos iban a dejar ir a Bruno sin castigarlo? —preguntó.

—No sé si habrían llegado tan lejos. No les agradaba que el Papa interfiriese en su sociedad, más liberal. De hecho, a lo largo de los siglos la ciudad entera fue excomulgada en varias ocasiones. La Inquisición veneciana era mucho más tolerante con ocultistas como Bruno, pero, por desgracia para él, el dux cedió ante la presión del Papa y, al cabo de unos meses en Venecia, las autoridades de la ciudad extraditaron a Bruno a Roma, donde acabaría quemado en la hoguera.

—Entonces, cuando Bruno dice: «En la calle donde se deshacen de hombres como yo», ¿crees que está hablando del lugar en el que ejecutaban a los subversivos?

Roberto pasó las páginas con cuidado.

—Curiosamente, durante los dos siglos de juicios a las brujas, llevaron ante la Inquisición de aquí menos de doscientos casos, sólo nueve personas fueron juzgadas y ninguna de ellas ejecutada. Había otra clase de subversivos: espías, activistas políticos, instigadores de sedición. De lo que colijo de este registro, había dos lugares en Venecia donde se llevaban a cabo las ejecuciones de «indeseables». Mira.

Edie se inclinó hacia delante y Roberto le mostró una selección de registros. Entre 1550 y 1750 seiscientos siete ciudadanos calificados de «peligrosos» fueron ejecutados a manos de la policía del estado, el Consejo de los Diez. Los ahorcaron, lejos de la vista del público, en uno de estos dos lugares: o en la Calle della Morte o en la Calle Santi.

Edie se encogió de hombros involuntariamente.

—Tienes frío —dijo Roberto, echándole el brazo alrededor de sus hombros—. Ven, sentémonos más cerca del fuego.

Se sentaron frente a frente, con las piernas cruzadas, en una antigua alfombra Khotan. Por la ancha vidriera se veían volutas de niebla deslizándose por el Gran Canal.

—Supongo que nadie te habrá dicho nunca que tienes una casa espectacular —dijo Edie.

Roberto soltó una carcajada.

—Es todo cuestión de genes —dijo—. Deduzco que tus padres eran arqueólogos.

—El bueno de Jeff, como siempre —repuso Edie.

—Yo no me ofendería. Es un gran admirador tuyo.

—Entonces, ¿te contó que murieron en un yacimiento, en Egipto? Yo estaba allí.

—Lo siento.

—Fue hace mucho tiempo. —Dio un sorbo de su coñac—. Pero de ti no me ha hablado mucho. ¿Cómo os conocisteis Jeff y tú?

—Hace unos cinco años. Él aún estaba en Cambridge. Había venido él solo a pasar un par de semanas para documentarse acerca de un libro y me tiró sin querer la copa que estaba tomándome en El Cipriani. —Edie se rió—. Nos pusimos a charlar, nos hicimos amigos y, bueno… ¿Y tú?

—En la universidad. Jeff estaba un curso por delante en el King’s y era ya toda una estrella. Yo tenía dieciocho años y estaba totalmente deslumbrada con él… Sigo estándolo.

—Entonces, ¿él y tú…? —preguntó Roberto al cabo de unos segundos.

Edie sonrió.

—Jeff salía con una chica cuando nos conocimos. Y cuando rompieron, yo ya tenía novio. Luego Jeff conoció a Imogen y, no sé, ahora no se me pasaría por la mente. Sería como tener sexo con tu propio hermano. En cualquier caso, ¿qué hay de ti, Roberto? Seguro que tienes a las damas haciendo cola.

Roberto pareció azorarse.

—¡Vaya! —exclamó Edie—. ¡Te estás ruborizando de verdad! ¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—Las damas.

—Me he enamorado un par de veces. Y las dos veces la cosa acabó en lágrimas.

—Así es la vida.

Roberto le acarició la mejilla. Edie se inclinó hacia delante y rozó sus labios con los suyos. Ninguno de los dos vio a Rose en el umbral, observándolos. Pero los dos oyeron el portazo de la puerta principal.

El hombre, alto y moreno, encendió un cigarrillo con el extremo rojo tenue de la colilla del anterior. A continuación la tiró, la pisó contra el suelo de mármol y escudriñó a través de los prismáticos que había montado sobre un robusto trípode.

Las vistas desde la ventana eran de una belleza extraordinaria, unas vistas que podían contemplarse en cualquier rincón del mundo gracias a postales, cajas de bombones y escaparates de agencias de viajes. Pero no eran éstas lo que le interesaba. Estaba concentrado en mirar un edificio al otro lado del Gran Canal, un
palazzo
color rojizo, la casa de Roberto Armatovani. Había visto a alguien llegar en barcaza y descargar bolsas de la compra, así como a un antenista que entró y luego se marchó. Y eso era todo. Habían transcurrido tres horas interminables y verdaderamente lentas. Estaba empezando a cansarse y su frustración iba en aumento. El día anterior casi había tenido suerte con la lancha, pero al final había escapado con vida por los pelos. Aquello le había enseñado una lección muy importante: esas personas podían parecer unos aficionados, pero no podía permitirse el lujo de subestimarlos.

De repente, se abrió de par en par la puerta del
palazzo
y la niña, Rose Martin, salió corriendo del edificio. Unos segundos después apareció Armatovani. Pero en Venecia una persona puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Roberto entró otra vez en la casa. Sin embargo, el hombre moreno vio hacia dónde se dirigió la niña y la siguió con los prismáticos. En pocos segundos llegó al Ponte dell’ Accademia y —al hombre le costó creerlo— Rose se puso a cruzar el puente en dirección a su orilla del río.

—Rose ha debido de vernos —dijo Edie a Jeff. Se dejó caer en una silla colocada bajo un gigantesco espejo dorado y clavó la vista en el oscuro suelo de mármol—. Estábamos besándonos.

—Genial. —El semblante de Jeff era adusto.

—Mandaré a algunas personas —dijo Roberto—. Vincent puede ayudar. ¿Crees que podría haber vuelto al apartamento?

—Sabe Dios. Llama a Maria, pero yo tengo que salir de aquí.

El aire de la noche era gélido. Jeff corrió por el camino que discurría a la vera del canal y luego dobló a la izquierda y se adentró por el laberinto de callejas que rodeaba San Samuele. La niebla se había vuelto densa y pesada, borrando cualquier cosa que se encontrase a más de unos metros de distancia de él. La linterna que le había dado Roberto no le servía de mucha ayuda. Salió por una callejuela al Campo Francesco Morosini; a su izquierda, lo sabía, quedaba Campo Sant’ Angelo y a la derecha estaba el Ponte dell’ Accademia. Se detuvo, respiró hondo un par de veces y trató de impedir que el sentimiento de pánico absoluto se apoderara de él.

El hombre moreno vio que la niña se alejaba del Gran Canal y enfilaba por la izquierda, bordeando la Galleria. Había abandonado su puesto de vigía y estaba siguiéndola, manteniendo la distancia, consciente de que la niebla amplificaba todos los sonidos.

La vio escabullirse por un callejón. La niña ralentizó su huida unos segundos, sin saber muy bien por dónde ir. Se detuvo para orientarse. Él se metió rápidamente en un portal justo cuando ella barría con la mirada el
campo
, y luego estuvo a punto de perderla en la oscuridad cuando la niña echó a correr de repente por un pasadizo angosto. Iba en dirección a la punta de Dorsoduro, una punta de tierra que se curvaba hasta casi toparse con el barrio de San Marcos, donde la parte más oriental del Gran Canal se abría al Basino di San Marco.

Aquí la niebla era más densa y a punto estuvo de perderla de nuevo cuando salieron a Dogana é La Salute, un camino ancho que discurría a lo largo del borde oriental del Dorsoduro. A su izquierda quedaban los talleres donde se construían las góndolas. A esas horas estaban todos cerrados a cal y canto y el lugar estaba desierto.

A su derecha, el agua chapoteaba contra la piedra. El canalón de un taller de tejado bajo se había roto y el agua se había congelado formando una peligrosa película de hielo que ocupaba todo el ancho del camino. La niña aminoró la velocidad y salvó con cuidado el obstáculo para apretar de nuevo el paso al otro lado y desaparecer por el recodo de la punta misma de la península, en Dogana di Mare, la Antigua Aduana, un sobrio edificio con columnatas rematado con dos Atlas enormes, cada uno de los cuales sostenía un globo dorado.

El hombre la siguió con sigilo, observándola ralentizar el paso al doblar por la esquina del otro lado del edificio. La niña se detuvo en seco y se sentó en el borde del camino, se abrazó a sí misma y se quedó mirando intensamente, a través de la niebla que cubría el tramo de agua, hacia San Marcos. El hombre estaba tan cerca que podía oír su llanto. Al dar un paso hacia delante, en silencio, notó aquella conocida y deliciosa emoción de quien sabe lo que está a punto de ocurrir.

Pasando a todo correr por delante del amorfo Museo Guggenheim, Jeff avanzó en zigzag por la ruta más rápida que consiguió encontrar, haciendo caso omiso al dolor de su pecho. Ahora estaba bastante seguro de saber hacia dónde había podido dirigirse Rose. Era un lugar que a ella le encantaba, un lugar al que siempre volvían. A su izquierda, la niebla se tragó el Palazzo Dario. Jeff salió a Campo Salute, cuyo extremo septentrional representaba uno de los últimos tramos de orilla del canal antes de que el Gran Canal desembocase en el Bacino. Cien metros más y la escalinata de la iglesia de Santa Maria della Salute se materializaría en medio de la gris penumbra. Y llegó al lugar. El manto inflado de la niebla rodeaba las columnas de la Antigua Aduana. Y los latidos de su corazón se ralentizaron al ver a Rose sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida hacia San Marcos.

—Hey.

Rose se dio la vuelta con los ojos llenos de espanto. Pero al ver a su padre, todo su cuerpo se distendió.

Jeff se sentó junto a ella en el suelo. Durante unos segundos no pudo articular palabra y boqueó para recuperar el aliento. Entonces, de pronto, notó que Rose le echaba los brazos alrededor, hundía la cabeza en su pecho y se echaba a llorar como si fuera a partírsele el corazón.

—Esto no tiene nada que ver con Edie, ¿verdad, Rose? —dijo Jeff al cabo de un rato.

Ella se apartó para poder ver el rostro de su padre.

—Estás enojada con Edie, pero ella en realidad es un chivo expiatorio.

Rose sacudió la cabeza.

—Yo no…

—Estás jugando a que Edie es la mala de la película, pero en realidad estás simplemente enfadada con tu madre y conmigo. Nos culpas de haberte estropeado la vida, y tienes razón. La gente no debería tener hijos si no tienen la madurez suficiente para que dure el matrimonio. Lo siento, cariño, te he decepcionado terriblemente.

—Oh, papi… —Rose se echó a llorar de nuevo.

Por un segundo, Jeff desvió la mirada hacia el esplendor envuelto en el sudario de la niebla. Venecia se encontraba bajo ella, en alguna parte. Era posible alcanzarla, igual que podían alcanzarse los recuerdos de lo que había sido una vez, pero sólo a través de una densa niebla.

—Vamos. Regresemos, ¿eh?

Jeff se puso de pie.

El hombre moreno sacó el arma de su funda y se apartó de la columna. Bajó al muelle y percibió, más que vio, que alguien se acercaba por el camino. Escupiendo un exabrupto, volvió a esconderse en silencio mientras Jeff aparecía ante su vista. Lo vio saludar a su hija y sentarse a su lado en el suelo.

La ira se adueñó de él por sorpresa. Le habían entrenado para matar sin contemplaciones y sabía retirarse con clínico desapego cuando la situación lo exigía. Cerró los ojos un segundo e hizo varias respiraciones profundas. Su dedo se tensó en contacto con el gatillo.

Un borroso haz de luz blanca se abrió paso entre la oscuridad cuando una lancha de la policía apareció a la vista. Escondiéndose detrás de una columna, observó, sin dar crédito, cómo se arrimaba a la orilla del canal y dos agentes saltaban al muelle.

Roberto aguardaba en los escalones de su
palazzo
. Jeff llevó en brazos a Rose, envuelta en una manta, y la subió directamente a su habitación. La niña se quedó dormida casi antes de que su cabeza tocara la almohada. Una vez abajo, Jeff aceptó agradecido la gran copa de coñac que le ofreció su anfitrión.

—Jeff, lo lamento de corazón… —dijo Edie.

Él alzó una mano para detenerla.

—No hay nada que lamentar. Creo que estamos muy bien —dijo.

—Dios, doy gracias por no volver a tener catorce años.

—Ídem.

—Cambiando de tema —dijo Roberto—. Edie y yo hemos hecho algo así como un avance.

—¿Así lo llaman ahora? —preguntó Jeff.

Roberto hizo oídos sordos a la broma y volvió a la página de los
Registros de la Inquisición veneciana entre 1500 y 1770
.

—Me alegro de que Rose esté a salvo —dijo—. No podría quererla más de lo que la quiero. Pero nosotros tres seguimos teniendo un trabajo que hacer, y tengo la sensación de que el tiempo se agota.

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