Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
La motora los aguardaba sumida en la negrura, cabeceando delicadamente en el agua contra la pared del muelle. Sin perder ni un instante, se subieron a la embarcación. El conductor encendió el motor; al encender los faros, dos manchas color limón iluminaron el agua.
—Llévanos directamente a casa, por favor, Antonio —le dijo Roberto, y se dejó caer sobre la suave tapicería de cuero de uno de los asientos de popa para pasajeros. Un instante después notaron que la lancha aceleraba y viraba entre las márgenes del canal para poner rumbo a toda velocidad hacia el mar abierto.
Iban sentados en silencio, cada cual rumiando sobre lo que habían descubierto, cada cual contento de ver que las sombras de San Michele se disolvían en el agua. Durante unos minutos más navegaron directamente al sur, hacia Fondamenta Nuove y las luces de la ciudad, pero, de pronto, sin previo aviso, notaron que la motora viraba hacia el puerto. Por un segundo, Roberto no reaccionó. Luego, Edie y Jeff vieron que se levantaba para ir a hablar con Antonio. En ese preciso instante el conductor se dio la vuelta para encararse hacia ellos. Llevaba la gorra bajada sobre las cejas y unas gafas negras. En la noche opaca apenas podían distinguir los rasgos de su cara, pero era evidente que no se trataba de Antonio. El hombre sostenía un arma que apuntaba directamente a Roberto.
—Por favor, siéntese,
signor
Armatovani.
Roberto calló unos segundos.
—Siéntese. No lo volveré a decir. Sólo necesito a uno de ustedes. No se me conoce precisamente por mi paciencia y, créanme, si disparase a dos de ustedes este viaje resultaría mucho más fácil.
—¿Qué le ha pasado a Antonio? —quiso saber Roberto.
—Oh, fue a darse un baño refrescante.
—La motora ralentizó y se dirigieron hacia un punto más al sur, a lo largo de Fundamenta Nuove, apartado de la ruta principal del Gran Canal. El conductor mantenía el arma apuntada hacia ellos y parecía que no le costaba mucho hacer virar la motora con una mano y echar vistazos hacia delante sólo de tanto en tanto.
Al cabo de poco rato estaban aproximándose al muelle. Justo delante se veía un muro de piedra gris, un caminito estrecho y una hilera de casas. En el sendero pudieron ver a unas cuantas personas que pasaban a toda prisa por allí, con el cuello de los abrigos vuelto hacia arriba, echando vaho por la nariz a la noche fría.
—Bien, les pediré que no se muevan y guarden silencio —les susurró el conductor.
Edie miraba hacia delante, hacia el muro del canal que cada vez estaba más cerca, cuando se fijó en que Roberto sacaba algo sigilosamente con los pies de debajo de su asiento. A una velocidad pasmosa, levantó un cilindro negro. Se oyó un chasquido seco y hubo un fogonazo de luz naranja. Roberto cayó al suelo, derribado por la fuerza del retroceso, y la bengala cruzó toda la motora, rebotó contra el salpicadero del timón y zigzagueó fuera de control por la proa.
Un intenso destello luminoso resquebrajó la oscuridad en el instante en que la bengala explotó, a sólo unos metros de distancia, y el pistolero, atónito, se vio propulsado hacia atrás, contra el acelerador de mano. El arma cayó a su espalda, resbaló por la pulida madera de la proa y se hundió en el canal. La motora casi salió despedida por encima del agua mientras rugían los motores. Edie y Jeff trataron de agarrarse, pero salieron volando y se estamparon contra las sillas que tenían delante. Jeff acabó despatarrado en el fondo de la embarcación, golpeando en la cabeza a Roberto con la rodilla.
Fuera de control, con la palanca del acelerador a tope, la motora giró y corcoveó en el agua, antes de estrellarse lateralmente contra el muelle haciendo saltar por el aire pedazos de teca y metal. Lo último que Jeff oyó antes de notar cómo le envolvía el gélido manto del agua fue el chirrido del metal contra la piedra y, a lo lejos, la voz de Edie gritando.
Unos brazos fuertes lo estaban sacando al muelle; la piedra áspera le presionaba el vientre. Boqueó para recobrar el aliento. Se enjugó los ojos y pudo ver a Edie que, arrodillada junto a Roberto, le tocaba delicadamente la cabeza con un paño ensangrentado. Edie se volvió hacia Jeff con expresión de alivio en el rostro. Él se acuclilló a su lado, mientras trataba de recuperar la respiración.
Roberto le miró con una mueca.
—Estoy bien.
A su derecha oyeron unos gritos procedentes del muelle.
Jeff se incorporó y vio un cuerpo mutilado que flotaba en el agua; una pierna renegrida golpeando el muro de piedra del muelle. Era Antonio, el conductor; lo habían atado a la popa de la motora. Aún llevaba una soga anudada a las muñecas, y el otro extremo estaba atado a una cornamusa.
De pronto, Jeff tuvo consciencia del frío que hacía. Se estremeció y apartó la vista de aquella imagen espeluznante, sintiendo indignación e impotencia. Una lancha de la policía y una ambulancia se abrían paso por las aguas heladas en dirección a ellos. Detuvieron los motores y cubrieron los escasos metros restantes con las máquinas paradas. Del asesino de Antonio no había ni rastro.
—Hola, Rose. Sí, lo siento mucho, cariño. Hemos tenido un pequeño accidente… No, nada grave… estamos todos bien. Estoy en casa de Roberto, pero volveré a casa más tarde. Mira… No, escucha. No me esperes levantada. Mañana iremos a pasar el día fuera los dos juntos, te lo prometo. Sí, sí… Maria está contigo viéndolo también, ¿verdad? Sí, eso está muy bien. Bueno, mi amor… Mañana te haré yo el desayuno y te enseñaré los sitios… Vale, adiós.
Había sido una noche agotadora. Atendieron la herida de la cabeza de Roberto allí mismo y, a continuación, los tres fueron escoltados a la comisaría de policía, un feo edificio achaparrado situado en Ponte della Libertà, el paso elevado que comunica Venecia con tierra firme. Una vez allí, los separaron. Jeff respondió a las preguntas e hizo una declaración pormenorizada, y se disponía a solicitar un abogado cuando lo llevaron de la sala de interrogatorios a una sala de reuniones en la que se encontró a Roberto y a Edie hablando con un hombre con el uniforme de policía muy arreglado. Poco después, abandonaban la comisaría.
El agente era el jefe de policía de Venecia, Aldo Candotti, y en estos momentos estaba sentado en el extremo de un sofá dorado y estofado del siglo XVII, sujetando entre los dedos el pie de una copa Schott Zwiesel de jerez vacía. Era un hombre de complexión muy fuerte, un ex remero internacional venido a menos por culpa de su amor por los buenos vinos y por un exceso de venado tierno. Tenía unas mejillas rubicundas y una nariz ancha sobre la que descansaban un par de anteojos Dior.
En el otro extremo del sofá estaba sentado Roberto. Se había duchado y mudado, pero aún tenía el pelo mojado y una gasa cubría el corte que había sufrido antes. Edie removía su malta sola, servida en vaso ancho. Se encontraban en la planta baja de la biblioteca del Palazzo Baglioni, el hogar veneciano de la familia Armatovani desde el siglo XV. El
palazzo
, orientado hacia el Gran Canal, era el ejemplo perfecto del esplendor decadente. Sus cuatro pisos de altura, sus hileras de ventanas bizantinas y sus columnatas desmoronadizas lo hacían tan bello como un Tiziano o como un motete de Byrd. En el interior, cada habitación estaba repleta de muebles antiguos que llevaban en el edificio desde que fueran adquiridos siglos antes. La biblioteca era una vasta sala de altas paredes, cubiertas por todas partes, del suelo al techo, de librerías de palisandro que albergaban millares de libros, una colección que había ido acrecentándose cada generación. Los libros iban desde una edición del siglo XVIII, de incalculable valor, del Leviatán de Hobbes, a primeras ediciones en piel de obras de Hemingway firmadas por el autor. Varios antepasados de Roberto habían sido extravagantes bibliófilos y la biblioteca Armatovani estaba considerada una de las mejores en manos privadas.
—Bueno, Roberto, le dejo ya con sus invitados —dijo Candotti, levantándose del sofá y depositando su copa con cuidado sobre una mesita con sobre de mármol—. Uno de mis hombres pasará a verle mañana por la mañana para informarle de las novedades. Esta noche iniciaré la búsqueda del misterioso desconocido. ¿Hablará usted con la familia del malogrado Antonio?
Roberto asintió en silencio. Aldo Candotti les estrechó la mano a los tres y se marchó por el ancho pasillo acompañado por Vincent, el mayordomo flaco como un palillo y extremadamente distinguido que había trabajado ya al servicio de los padres de Roberto y que formaba parte integrante de la casa.
—Una noche llena de incidentes —comentó Roberto—. ¿Y qué hemos descubierto, amén del hecho de que nuestra vida está realmente en peligro?
—¿Puedes recordar las palabras exactas de la inscripción del mapa? —preguntó Edie, tomando asiento en el sitio que había dejado libre Candotti.
—Dispongo de algo mejor que eso —respondió Roberto—. Un tanto ajado y emborronado tal vez, pero suficientemente legible.
Y desplegó un papel arrugado y manchado, lo alisó lo mejor que pudo y leyó en voz alta las frases del poema que había transcrito del mapa de San Michele:
Llegando por el agua,
el hombre del nombre perfecto:
un hombre triste, engañado por el Demonio.
Se halla escondido ahí junto a las líneas,
Más allá del agua, detrás de la mano del arquitecto.
—¿Cómo lo interpretas tú? —preguntó Jeff a su amigo.
—Es en lo único en que he estado pensando entre el interrogatorio policial y mis esfuerzos por mostrarme amable con el jefe de policía.
—¿Y bien? —preguntó Edie.
—La primera parte es bastante evidente, pero los dos últimos versos son un poco más enigmáticos. —Roberto miró sus rostros confundidos y sonrió—. ¿El hombre del nombre perfecto? Tiene que ser Andrea Da Ponte.
—¿El que diseñó el Rialto? Por supuesto.
—«Llegando por el agua, / el hombre del nombre perfecto» —dijo Edie para sí—. Ponte, puente… muy bien. Pero ¿por qué «un hombre triste, engañado por el Demonio»?
—Bueno, eso no es tan evidente. —Roberto se inclinó hacia delante para ofrecerse a rellenar el vaso de Edie, antes de pasarle la botella a Jeff—. A finales de 1591, conforme se acercaba la fecha de entrega del encargo hecho a Da Ponte, aparecían sin cesar grietas en la estructura principal del puente y sólo gracias al andamiaje se pudo evitar que toda ella se derrumbase en el Gran Canal. Cuenta la leyenda que una noche el ingeniero estaba paseándose a solas a orillas del canal cuando se presentó ante él el demonio. Da Ponte, aterrorizado, se quedó inmóvil. El demonio le sonrió cruelmente y le contó que podía ayudarle a resolver todos sus problemas con el puente. El diseñador estaba tan desesperado que escuchó lo que pretendía ofrecerle.
—Seguro que quería su alma, ¿a que sí? —interrumpió Edie.
—No, de hecho no. Quería el alma de la primera persona que cruzase el puente. —Roberto dio un sorbo a su copa—. Da Ponte pensó, obviamente, que se trataba de una magnífica oferta y aceptó de inmediato. Pocas semanas después, el puente fue terminado con éxito. La noche antes de la inauguración oficial, Da Ponte estaba dando los últimos retoques a un sillar ornamental de uno de los extremos del puente, mientras en su hogar su esposa encinta, Chiara, aguardaba su regreso. Alguien llamó a la puerta de la casa de Da Ponte. Su mujer abrió y se encontró frente a un joven obrero procedente de la obra que le dijo que debía acudir al lugar rápidamente, que su marido se había herido. Chiara Da Ponte salió corriendo de la casa y, pensando que Andrea se encontraba en el otro lado del canal, subió al Rialto y corrió lo más aprisa que pudo en dirección al otro extremo. Su marido no la vio hasta que ella hubo cruzado del todo, y en ese mismo momento oyó una horrible y fría carcajada a su espalda. Aterrado por su mujer y por su bebé nonato, subió rápidamente al puente y se llevó a Chiara a casa.
»Un mes más tarde, Chiara cayó enferma de peste y ella y el bebé murieron. El dolor de Da Ponte fue inconsolable, y se dice que, todavía hoy, el fantasma de Chiara Da Ponte y el de su bebé pueden verse el día del aniversario de su muerte deambulando por el puente, perdidos, buscando el descanso que por siempre jamás les estará vedado.
Edie apuró su vaso.
—Bonito cuento, Roberto.
—Gracias. —Sonrió y sostuvo la mirada de Edie unos segundos.
—Así pues, eso explica lo del «hombre triste», etcétera. Pero ¿qué dices del resto? No pensarás seriamente que la siguiente pista está realmente escondida en el propio puente, ¿no?
Roberto se encogió de hombros.
—Supongo que eso de «con las líneas» podría referirse a las líneas de mortero entre los sillares que soportan el puente —dijo Jeff—. Pero ¿y lo de «más allá del agua, detrás de la mano del arquitecto»?
—Sólo hay una forma de averiguarlo —contestó Roberto, poniéndose de pie.
A las dos de la madrugada las riberas del Gran Canal en la zona del Rialto estaban prácticamente en silencio. Al acercarse al puente en un bote de remos, Jeff, Roberto y Edie vieron a un borracho solitario volviendo a casa haciendo eses. Al otro lado, y a todo lo largo del canal, había ventanas brillantemente iluminadas, y a lo lejos se oyó el retumbar apenas perceptible de un bombo, flotando en medio de la noche.
Roberto guió el bote lentamente por el canal. El tráfico había quedado reducido a la nada y los
vaporetti
habían dejado de circular. Pasaron despacio por debajo del puente y Jeff ayudó a Roberto a maniobrar en dirección al punto en el que la piedra mojada se encontraba con el agua del canal. Jeff pasó a encargarse de dirigir la pequeña embarcación. Roberto sostuvo una potente linterna y Edie le ayudó a buscar por los muros. Vieron sillares partidos, antiguos ganchos y hierros oxidados, pero nada de todo aquello se asemejaba a una mano o a la marca del hombre que había construido el puente cuatro siglos antes.
Tras hacer recular la barca de una vez, Jeff remó para llevarlos por el canal hacia el muro del otro lado. Dibujaba un arco por encima de sus cabezas en mitad de la noche negra. Allí repitieron la búsqueda, y a un tercio del muro de la cara sudeste del puente encontraron lo que buscaban: una plaquita de latón de no más de unos centímetros. Representaba una única y sencilla imagen: la mano de una persona, abierta, con la palma a la vista.
Jeff mantuvo inmóvil el bote agarrándose a una gran arandela de hierro a unos metros de la placa, y Roberto sostuvo la linterna al nivel de la imagen.