Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
—Antes de venir, Antonio se las arregló para que el cocinero nos preparase rápidamente algo de picar —explicó.
Jeff puso los ojos en blanco.
—Viejo finolis…
Edie dedicó a Roberto la más radiante de sus sonrisas. Al poco, estaba sirviéndoles Dom Pérignon del 96 en sendas copas de champán de exquisita factura, mientras la motora viraba al oeste para salir al Gran Canal. Pasaron a gran velocidad por delante de magníficos
palazzi
a uno y otro lado y se deslizaron bajo el Ponte dell’ Accademia, para seguir a continuación la curva de la vía fluvial. Justo antes de alcanzar San Samuele, a su derecha, Jeff señaló un precioso
palazzo
rojizo a escasa distancia de ellos, un poco más adelante, en la misma orilla del canal.
—Ésa es la choza de Roberto —dijo, y dio un bocado a un delicioso pastelito.
—Vaya antro —comentó Edie con una sonrisa burlona.
En los alrededores del Rialto el canal presentaba un tráfico intenso de
vaporetti
, y a lo largo de las riberas los restaurantes se veían atestados de visitantes extranjeros que habían acudido atraídos por el Carnaval.
Un poco más adelante, nada más pasar la majestuosa fachada del Ca’ d’Oro, llegaron a un gran afluente por el que se llegaba al extremo septentrional de Venecia y al Canale delle Fondamenta Nuove. Esta vía fluvial se estrechaba hasta algo más del ancho de una barcaza y la motora tuvo que ralentizar la marcha al mínimo. Después de pasar bajo una serie de puentes en estado ruinoso, el canal volvió a ensancharse y cogieron velocidad. Unos minutos después salieron a la Sacca della Misericordia, la zona de fondeo particular en que se hallaban amarradas cientos de embarcaciones. Desde allí pusieron rumbo al este y salieron velozmente a mar abierto.
Directamente delante de ellos divisaron la isla amurallada de San Michele. Antonio aceleró y surcaron las gélidas aguas grisáceas, avanzando en paralelo a la Fondamenta, el extremo nororiental de la ciudad, y luego bordeando la punta meridional de la Isla de los Muertos. El viento aquí soplaba con fuerza y el aire era muy frío. Edie se ciñó bien el abrigo y levantó el cuello para protegerse las orejas. Sentía que el aire frío del mar le quemaba las mejillas y empezó a anhelar que la travesía tocase a su fin.
El chófer ralentizó la motora al aproximarse a una de las esquinas de la casi cuadrada isla y divisaron por primera vez su impresionante cara norte, con sus muros color ámbar de diez metros de alto. Un poco más adelante pudieron ver la torre de la iglesia de San Michele y el campanario rematado en cúpula. Un
vaporetto
que se deslizaba lentamente entró en su campo visual y amarró. De él salió al muelle un numeroso grupo de gente; viudas que iban a visitar tumbas. La ropa negra que las cubría casi de pies a cabeza contrastaba vivamente con los brillantes rojos y amarillos de las flores que portaban.
—Nos adentramos en el reino de los insignes difuntos —dijo Jeff a Edie, agarrándose de su brazo y poniendo una mueca de espanto fingido.
—Pues yo de ellos lo sé todo.
—Sí que es verdad. Pero este lugar es bastante especial: aquí encontraron su reposo final figuras como Ezra Pound, Stravinski, Sergéi Diaghilev o Joseph Brodsky.
La motora se alejó del muelle describiendo una curva y penetró por un estrecho brazo de mar que prácticamente llegaba hasta el centro de la isla. A unos cien metros por la vía fluvial Antonio arrimó la motora a la orilla y apagó el motor. Unos minutos después Roberto los guiaba por tierra. Señaló el campanario y dijo:
—El monasterio en el que Mauro vivió y trabajó está ahí detrás. No queda mucho.
El archivero del monasterio se reunió con ellos en la entrada a los claustros. Era un hombre alto, vestido con hábito de monje. Aunque estaba totalmente calvo, tenía un aspecto extraordinariamente juvenil y lozano. Sin embargo, sus ojos poseían cierta serenidad indefinible que no se correspondía con alguien tan joven.
—Maestro —dijo en voz baja, al tiempo que le tendía la mano a Roberto—. Soy el padre Pascini. El prior le envía sus disculpas por no atenderle personalmente y me ha pedido que les ayude en lo que esté en mi mano.
—Es muy amable de su parte —respondió Roberto—. Éstos son mis amigos: Jeff Martin y Edie Granger.
El monje les saludó con una leve inclinación de la cabeza.
—Bienvenidos.
—Roberto conoce a todo el mundo en Venecia —susurró Jeff al oído de Edie mientras el padre Pascini les indicaba con un gesto de la mano que le siguiesen por el antiguo claustro.
—¿De qué modo exactamente puedo serles de ayuda?
—Estamos interesados en la obra del padre Mauro.
—Ah, nuestro más ilustre hermano. Parece que de repente todo el mundo está interesado en sus mapas.
—¿Cómo? —dijo Jeff—. ¿Quién más ha estado indagando?
—Esta misma mañana he recibido una llamada telefónica —respondió el padre Pascini—. De un historiador de Londres, ¿se lo pueden creer?
Entraron en una pequeña capilla. El monje cruzó el suelo de mármol y los llevó por una puerta, bajaron un tramo de anchos escalones y entraron en una sala alargada, oscura y estrecha, con las paredes cubiertas de estanterías de ébano abarrotadas de antiguos volúmenes.
—Bueno, ¿y qué es lo que quieren saber del padre Mauro?
—Ha mencionado usted sus mapas —dijo Jeff—. En plural. Yo pensaba que su mapamundi se encontraba en la Biblioteca Marciana, en la ciudad.
—Así es. Pero Mauro dibujó más de un mapa a lo largo de su vida. Aquí en esta biblioteca conservamos un ejemplo menor de su mapamundi. Lo tenemos expuesto a la vista del público.
Los llevó al centro de la habitación, a pocos pasos, donde había una vitrina de cristal no empotrada. El mapa había sido bellamente conservado. Medía aproximadamente un metro ochenta por un metro ochenta. Casi toda su extensión estaba ocupada por un círculo y a simple vista parecía repleto de imágenes aleatorias, unas enormes figuras festoneadas, de color tostado y con el borde azul. El azul se adentraba en las regiones más claras, como la tinta cuando extiende sus dedos en el agua. Pero al mirar con más detenimiento aquel asombroso objeto, parecía que las siluetas se movían y poco a poco se iban volviendo reconocibles: era un amorfo mapa de Europa, África y Asia. Gradualmente fue dejando de ser una obra de arte abstracta para convertirse en una pieza de artesanía científicamente diseñada.
—Entonces, ¿en qué se diferencia este mapa del que hay en la Marciana? —preguntó Edie.
—Éste terminaron de hacerlo después del fallecimiento de Mauro —explicó el padre Pascini—. Sus mejores discípulos.
—«Los seguidores del
geographus incomparabilis»
—citó Jeff.
El monje pareció extrañado.
—¿A qué se debe esta repentina fascinación con Mauro? El hombre que me telefoneó esta mañana estaba sumamente interesado en este mapa en concreto. Aquí tenemos por lo menos una docena más, pero era precisamente de este del que quería saber.
—¿Es mucho esperar que dejase un nombre o algo? —preguntó Edie.
—Dijo que llamaba del departamento de historia del University College de Londres. Pero no dio más detalles.
—¿Por qué este mapa está aquí?
El monje se volvió hacia Jeff.
—Se consideró inferior al célebre mapa que se encuentra hoy en la Marciana. Lo encargó el rey Casimiro IV de Polonia, pero lo devolvió diciendo que no había quedado satisfecho. En verdad, sin embargo, era porque se hallaba en apuros económicos y, para ocultar su embarazosa situación, dijo que el mapa era de calidad inferior. Por eso nos lo quedamos aquí.
—Bien por ustedes —dijo Edie.
—¿Sería posible sacar el mapa de la vitrina? —preguntó Roberto con tono esperanzado.
El padre Pascini sacudió la cabeza.
—Me temo que eso es imposible, señor Armatovani, pero podría ofrecerles una lupa, si lo desean.
—Eso sería magnífico.
El padre Pascini desapareció y regresó al poco rato con una enorme lupa de pie. La empujó hasta la mitad exacta de uno de los largos lados de la vitrina de cristal y ajustó la lente en el extremo superior.
—Les dejo que estudien —dijo, y se retiró a una mesa del fondo de la sala.
—Es increíblemente bello —comentó Edie.
—Una asombrosa obra de artesanía; increíblemente detallado. Mirad las palabras; apenas queda un resquicio libre entre los títulos de las imágenes.
Las ilustraciones representaban castillos y torres, algunas rematadas con espléndidas banderas multicolor; caballeros con armadura a lomos de poderosos corceles; extrañas bestias, serpientes, grifos; dibujos abstractos y franjas de todos los colores del arco iris. Cuanto más de cerca se observaba, más detalle parecía haber; era un microcosmos de exquisita belleza y asombroso arte.
—El verso reza «En el centro del mundo» —dijo Jeff, y desplazó la lente hasta un punto cercano al centro del mapa—, pero lo único que acierto a ver es una maraña de palabras e imágenes. ¿Qué representaría esto en un mapa actual?
Edie escudriñó la imagen a través de la lente de aumento.
—¿Algún lugar de alrededor de Turquía? ¿Irak, tal vez?
—¿Tenéis alguna idea sobre lo que estamos buscando?
—Ninguna en absoluto.
—¿Puedo? —preguntó Roberto, y se inclinó hacia delante para echar un vistazo al área crítica.
—¿Ves algo?
—Nada, aparte de letreros de regiones. Se trata de Persia, por lo que se ve. Distingo el Éufrates y las montañas del sur. Era una región que los venecianos conocían bastante bien ya a mediados del siglo XV, gracias a Marco Polo y otros exploradores.
—¿Pero no hay nada inusual ahí en el mapa?
—No lo parece. —Roberto retrocedió unos pasos, con el ceño fruncido. De repente se le iluminó la cara—. Por supuesto.
—¿Qué? —preguntaron Edie y Jeff al unísono.
—El centro del mundo. No en sentido literal. Para los habitantes del siglo XV, el centro del mundo era la Ciudad Santa… Jerusalén.
Roberto desplazó la lupa hacia la izquierda. Aquí el mapa aparecía cubierto de nombres y de ilustraciones, aún más profusas y elaboradas que las de la región de Persia. En la zona de la Ciudad Santa el pergamino parecía presentar un sutil pero inconfundible resplandor: Jerusalén aparecía representada con unas rutilantes torres y cúpulas, rodeada de hombres armados. Era evidente que los creadores del mapa quisieron honrar aquel lugar por encima de todos los demás.
—Yo no puedo ver nada inusual aquí —dijo Roberto al cabo de un largo silencio—. Echad un vistazo.
Pero Edie tampoco encontró nada raro. Retrocedió unos pasos y observó mientras le tocaba el turno a Jeff.
—Nada, es inútil —dijo, irguiéndose—. Éste tiene que ser el mapa, encaja con el poema a la perfección: hecho por «los continuadores del
geographus incomparabilis».
Además está el hecho de que Casimiro lo devolvió; los continuadores «diseñaron algo que nadie quería». Pero no tenemos la menor pista sobre lo que estamos buscando y, al no poder sacar el mapa…
—¿Algún avance? —dijo el padre Pascini, que apareció a su lado.
—Ni el menor asomo —respondió Roberto.
—Hay otro mapamundi.
—¿Ah, sí?
—Se trata de un ejemplar de escaso valor, una obra de prueba, podríamos decir. Y presenta daños en varios puntos. También fue rechazado por la persona que encargó su diseño.
—¿Podemos verlo?
—Por supuesto, síganme.
El padre Pascini los llevó por un pasillo hasta una puerta cerrada con llave.
—Éste es uno de los archivos —dijo cuando entraban—. En estas cajas especiales guardamos nuestros documentos. —Señaló unas estanterías metálicas empotradas en la pared—. Cada documento se conserva en un ambiente libre de ácidos y con la humedad y la temperatura bajo control. Para ver el mapa tienen que entrar en esta sala. —Les indicó un recinto de cristal, en el rincón—. Ahora les traigo guantes y pinzas.
A los pocos minutos los tres amigos estaban sentados a una mesa dentro de la salita de visionado, con el mapa entre ellos. Había sido cubierto con una lámina de plástico transparente sobre la que el padre Pascini había colocado otra gran lupa.
Los bordes estaban deshilachados y el mapa presentaba un desgarro profundo, hacia el tercio inferior una línea dentada lo recorría de parte a parte y las ilustraciones eran mucho menos detalladas que las del mapamundi de la sala principal.
Edie examinó una zona próxima a Oriente Medio y manipuló la lente para acercarla un poco más al mapa, hasta que encontró una ilustración que representaba Tierra Santa.
—Bueno, ¿qué me decís de esto? —exclamó, y se hizo a un lado para que Jeff y Roberto pudieran echar un vistazo.
Inmediatamente debajo de la imagen de una ciudadela con deslumbrantes banderas rojas en lo alto de un par de torres, distinguieron unas líneas manuscritas con letra minúscula y descolorida que desentonaba del resto de indicadores y etiquetas del mapa. La naturaleza de aquella leyenda resultaba también bastante incongruente, pues era un poema de cinco versos en italiano. Roberto fue traduciéndolo conforme lo leía en voz alta:
—Llegando por el agua, / el hombre del nombre perfecto: / un hombre triste, engañado por el Demonio. / Se halla escondido ahí junto a las líneas, / al otro lado del agua, detrás de la mano del arquitecto.
Cuando abandonaron el monasterio se había hecho de noche y una densa niebla se había abatido sobre la Isla de los Muertos. Cuando esa tarde se habían dirigido al monasterio, el sol y el aire fresco que soplaba hacia el mar habían conferido a San Michele un aspecto muy similar al de cualquier otro rincón de Venecia, pero ahora, en medio de la impenetrable oscuridad, se había transformado en un lugar lleno de sombras y de temores nefandos.
Al echar la vista atrás en el instante de cruzar la muralla exterior y avanzar por el camino empedrado en dirección a la motora, el monasterio parecía una silueta recortada en cartulina negra. Había muy pocas luces en esta parte de San Michele, y las que había cerca casi no iluminaban nada. De hecho, la luz más brillante procedía de los destellos de innumerables estrellas: la Vía Láctea, una estela de purpurina garabateada de punta a punta del firmamento sin luna.
Edie nunca había estado antes allí y, aunque trabajaba casi a diario con los muertos, el carácter gótico del lugar le había parecido más bien agobiante incluso a la luz del día. Ahora, lo único en lo que podía pensar era en la incontable cantidad de muertos que había a su alrededor, los famosos y los corrientes, que habían vivido, muerto y caído en el olvido de todos salvo de los gusanos. Parecía que hasta la última película mala de terror y el último cuento de hadas perverso hubiesen encontrado su lugar aquí en la oscuridad. El viento había cesado, pero el suave chapoteo de la laguna era constante. Sonaba como un lamento.