Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
Antes de empezar, Clifton se puso unos guantes blancos de lino, carraspeó sin el menor ruido y se acomodó en su silla. Entonces, examinó la colección de manuscritos, dispuesta en dos pilas diferentes. A la izquierda, un montón de documentos sueltos y sin atar, y a la derecha un conjunto de rollos atados con una cintita roja. Se inclinó hacia delante, apartó el montón de pliegos sueltos y empezó a abrir el primero de la pila de rollos perfectamente atados y organizados.
Sentado a su mesa, guardaba un absoluto silencio. El único sonido que se oía en la sala era el que él mismo producía al inspirar y exhalar, al mover papeles de un lado a otro y al reacomodarse en la silla o teclear de tanto en tanto en su portátil, para redactar el informe sobre el archivo Niccoli y calcular el precio de subasta.
Tenía que leer despacio, dadas las características de la escritura, y en algunos sitios el texto resultaba apenas legible. Llevaba leídas seis páginas de apretado texto, y había empezado a trasladarse al universo de hacía seis siglos y de los pensamientos de uno de los viajeros más aventureros del siglo XV, cuando llegó la revelación. Tiempo después lo recordaría como la repetición a cámara lenta de un grandioso momento deportivo. El meollo de la colección estaba compuesto por tres volúmenes de diarios, manuscritos y fechados en 1410, en los que Niccolò Niccoli ofrecía la detallada crónica de un viaje desde Florencia hacia el este, a Macedonia. La narración recogía sus alegres correrías, una aventura llena de color y entusiasmo. Pero el viaje parecía no tener un propósito específico. Entonces, al pasar una página, a Clifton le dio un vuelco el corazón. Confundido, hizo una breve pausa y entonces empezó a leer lo más rápido que pudo.
Era como si el autor se hubiese cansado de su propio relato y hubiese cambiado de marcha de repente. O tal vez había caído presa del delirio y se había puesto a describir una fantasía. Era algo de lo más extraordinario. Niccoli era famoso por su racionalidad y por su devoción al estudio y a las artes. Entonces, ¿a qué obedecía todo aquello? ¿Había sufrido el erudito un pasajero ataque de locura? Lo que de pronto había empezado a describir no guardaba relación alguna con la realidad del siglo XV.
La sorpresa duró sólo unos instantes, antes de quedar sustituida por un sentimiento muchísimo más fuerte, algo que Clifton no habría imaginado jamás. A lo largo de los quince años que llevaba dedicado a estudiar documentos de valor incalculable y antigüedades nunca antes vistas, jamás había sentido la tentación de apartarse del buen camino. Pero ahora, viendo aquellas extraordinarias páginas, se sintió completamente abrumado.
Acercó el escáner que tenía conectado al portátil y rápidamente lo pasó por cada una de las páginas que tenía delante para guardar la información en el disco duro. Sin plantearse ni por un instante lo que estaba haciendo, devolvió los documentos a su posición anterior, apagó el ordenador y salió de la habitación. Al otro lado de la puerta de la cámara, Clifton atravesó el arco de rayos X del puesto de seguridad, siguió al vigilante hasta la superficie y abandonó el edificio, embriagado de emoción ante las expectativas.
Venecia, en la actualidad
El tren de la tarde con destino a Florencia iba lleno y Jeff tuvo suerte de conseguir plaza, aunque en primera clase. Apretujado contra la ventanilla por una señora enorme que ocupaba el asiento contiguo, contemplaba el paisaje que pasaba a toda velocidad ante sus ojos. Maria no había opuesto la menor objeción a la idea de cuidar de Rose y Jeff había prometido a su hija que harían algo especial a su vuelta; contaba con estar de regreso en Venecia al día siguiente.
Aunque sólo había visto a Mackenzie una o dos veces en su vida, seguía costándole creer que el hombre hubiese fallecido. Hacía casi tres meses que no veía a Edie; ella le había prometido que iría a verle a Venecia, al estar trabajando tan cerca, en Florencia, pero siempre estaba demasiado liada y él no había querido avasallarla. Pero esta noticia, junto con lo que acababa de saber por el enigmático Mario Sporani, le había impulsado a hacer algo. La había telefoneado nada más enterarse de la noticia y ahora estaba en el primer tren para Florencia.
Mackenzie, tal como él mismo sabía, tenía un carácter brusco, muchos enemigos y sólo unos pocos amigos de verdad. Era respetado por sus conocimientos y por su vasta experiencia, pero muchos de sus colegas le consideraban un egomaníaco insoportable al que la notoriedad se le había subido un tanto a la cabeza. Sin lugar a dudas, no gozaba de popularidad entre el resto de los profesores, pero a Jeff le costaba creer que le hubieran asesinado por sus defectos.
Abrió el Corriere della Sera que había comprado en la estación y en la tercera página encontró un reportaje entero dedicado al asesinato. Mackenzie había muerto estrangulado con un alambre. Uno de los miembros de su equipo había encontrado el cuerpo hacia las ocho de la tarde del día anterior. La policía florentina no soltaba prenda respecto de los detalles, como era de esperar. Jeff reparó en que al lado del artículo principal había una reseña sobre los Obreros de Dios, el grupo de fanáticos que llevaba manifestándose delante de la Capilla Medici desde la llegada del equipo de trabajo de Mackenzie. Jeff la leyó con creciente interés.
Florencia, 17 de febrero
Con la impactante noticia de ayer sobre el asesinato de uno de los divulgadores científicos más reconocidos del mundo, el profesor Carlin Mackenzie, la policía florentina ha tomado serias medidas contra la organización de los Obreros de Dios. Este grupo, encabezado por el carismático pero escurridizo sacerdote dominico Giuseppe Baggio, llevaba tres meses celebrando vigilias diarias en el exterior de la Capilla Medici, y ayer por la mañana se pidió a los manifestantes que se dispersaran de inmediato. De acuerdo con informaciones oficiales, el padre Baggio dio instrucciones a sus seguidores para que ignorasen la petición de la policía de abandonar las inmediaciones, lo que propició la intervención inmediata de las autoridades. Afortunadamente, el grupo dejó de oponer resistencia y la policía los ha dispersado, mientras que ha retenido al padre Baggio para someterle a interrogatorio. El religioso abandonó la comisaría ayer antes del mediodía, pero se negó a hacer declaraciones a los reporteros congregados en el exterior, alegando que sólo hablaría para una revista católica local, La voz.
El padre Baggio y su grupo han insistido en que no deben tocarse los cuerpos de los Medici. El cabecilla del grupo declaró recientemente a La voz: «Creo que el profesor Mackenzie y su equipo están poniendo en peligro su alma misma al llevar a cabo este impío trabajo. Están trabajando al servicio del Demonio y pagarán por sus pecados».
El padre Baggio es famoso por sus arrebatos fundamentalistas en el púlpito y ha habido quien ha asegurado que sus radicales comentarios y proclamas se han ganado la reprobación de sus superiores. El cura ha dejado claro a todo aquel que ha querido prestarle oídos que se ve a sí mismo como un Savonarola de nuestros días, es decir, como el fanático clérigo dominico que gobernó Florencia por breve espacio de tiempo a finales del siglo XV y que murió quemado en la hoguera en la Piazza della Signoria en 1498. Baggio no oculta su ambición de «expulsar de la Italia de hoy toda fuerza demoníaca», como él mismo ha dicho. En los últimos años se ha manifestado en contra de los gays, ha arremetido contra cadenas de televisión locales por emitir lo que él considera «pornografía» y, lo más destacado de todo, él y sus secuaces protagonizaron un intento fallido de destrozar numerosas piezas que se exhibían en una reciente exposición retrospectiva dedicada a Robert Mapplethorpe. Ahora, al haber sido asesinado en su propio laboratorio —a pocos metros de donde se manifestaban los Obreros de Dios— el hombre del que Baggio decía que «trabajaba para el Demonio», hay quien empieza a dirigir un dedo acusador a la organización que encabeza el dominico.
Jeff salió entre el gentío a la Stazione di Santa Maria Novella y, una vez en el vestíbulo principal, se detuvo unos instantes para mirarlo: se trataba de un enorme espacio de aspecto más bien destartalado, con un mugriento despacho de billetes a un lado y una hilera de puestos de prensa al otro. Era una estación de ferrocarril que no arrojaba el menor indicio sobre las maravillas de la antigua ciudad que había al otro lado de sus puertas. Edie y él se vieron el uno al otro en el mismo momento.
Se dieron un abrazo y Jeff tuvo la sensación de que ella no quería soltarse de sus brazos. Cuando se separaron, se dio perfecta cuenta de que Edie estaba poniendo cara de valiente.
—Ha pasado muchísimo tiempo, demasiado… —dijo simplemente.
Jeff la siguió al aparcamiento, en el exterior del edificio. Echó su bolsa en el maletero del pequeño Fiat de Edie y se encogió para sentarse en el asiento del copiloto.
—¡Cómo me alegro de verte! —dijo Jeff sonriendo mientras ella dirigía el vehículo por la larga pendiente que bajaba de la estación a la calle.
Había mucho ajetreo, las calles estaban atascadas de coches. Edie enfiló la Via Sant’ Antonino. Jeff iba mirando los antiguos edificios, los oficinistas, los turistas, los vendedores ambulantes, los tenderos y los proveedores, un popurrí de actividades humanas que llevaba más de un milenio desarrollándose en Florencia con pocas diferencias.
—Imagino que ha debido de ser bastante duro —dijo Jeff.
—Mucha gente despreciaba a mi tío y, si te soy sincera, podía ser verdaderamente insoportable. Pero nadie se esperaba esto, ha sido terrible.
—¿Por qué no me llamaste?
—Lo pensé varias veces, pero no sé… No pensé que pudieras hacer nada y no quería preocuparte innecesariamente. Además, anoche me tuvieron hasta muy tarde en la comisaría de policía junto a mi abogado. Han interrogado a todo el equipo por lo menos una vez y ninguno de nosotros tiene permiso para salir de Italia hasta que hayan terminado las pesquisas.
Metió el coche en un espacio libre, detrás de la Capilla Medici, y condujo a Jeff al interior del edificio por una puerta lateral. Él la siguió por la escalera que descendía al panteón; la iluminación era tenue y el silencio resultaba inquietante. En una sala adyacente a la cámara principal distinguieron a un hombre que estaba quitándose lentamente su bata de laboratorio.
—¿Conoces a Jack Cartwright? —preguntó Edie.
Cartwright le tendió la mano a Jeff.
—Me alegro de volver a verte —dijo en un tono más bien frío.
Jeff se quedó confuso.
—Nos conocimos en el trigésimo cumpleaños de Edie… en Londres.
—Ah, sí, claro —respondió Jeff—. De eso hace muchísimo tiempo. —Jeff sonrió burlonamente a Edie y ella le dirigió una mueca de sonrisa—. Siento mucho la pérdida —añadió serio.
Jack Cartwright, un hombre de cuarenta y pocos años, era un especialista sumamente respetado en el estudio del ADN antiguo. Aunque en los círculos académicos gozaba de gran admiración, había vivido durante años bajo la sombra de su padrastro.
—Gracias. Ha sido un golpe muy duro para todos. —Cartwright poseía una voz profunda y resonante y un rostro amable de rasgos suaves. Cogió el abrigo de una percha de la pared y empezó a ponérselo—. Bueno, me temo que he de irme a toda prisa. Tengo una reunión en la universidad. Espero poder verte de nuevo más tarde, Jeff.
Edie se volvió hacia Jeff y puso una mano sobre su brazo.
—Pasa al laboratorio, sentémonos.
Acercó una silla para Jeff y ella tomó asiento en otra.
—Cuando me llamaste, me dijiste que tenías algo importante que contarme.
—Anoche recibí la visita de un señor que me contó que había intentado avisar a Mackenzie de que corría peligro de alguna manera.
Edie suspiró y sacudió lentamente la cabeza.
—Imagino que te refieres al señor Sporani, ¿verdad?
Jeff asintió.
—Ha venido por aquí unas cuantas veces. Está convencido de que allá por los años sesenta, en algún momento, encontró un objeto que perteneció a los Medici. Pero es incapaz de apoyar su afirmación con alguna prueba fehaciente.
—Me dijo que habían ido a verle unos tipos que habían amenazado a su familia. Y sí que era el vigilante de la capilla, ¿no?
—Sí, hasta hace unos cinco años. Si te soy sincera, Jeff, a mí me parece que se le ha ido un poco la cabeza.
De repente Jeff se sintió un poco ridículo.
—Debo decir que a mí Sporani me pareció bastante cuerdo —dijo—. Me lo creí totalmente.
Edie cogió las manos de Jeff entre las suyas.
—Aprecio tu interés, de corazón —dijo. Se levantó y preguntó—: Ya que estás aquí, ¿te gustaría echar una ojeada?
—Me encantaría.
Lo llevó al panteón.
—Aquí hay enterrados cincuenta y cuatro miembros de la familia Medici —explicó Edie—. Justo antes de que Carlin muriera… de que le mataran, habíamos empezado a trabajar con un cuerpo que mi tío creía que era el de Cosimo el Viejo. —Señaló una mesa ocupada por un bulto tapado con una cobertura de plástico blanco.
—¿Cómo que «creía»?
—Es una larga historia.
—¿Tú sigues trabajando aquí?
—Jack y yo volvimos a primera hora de la mañana. Me he dado cuenta de que mantenerme ocupada me ayuda. A los demás les hemos dado unos días de descanso.
Jeff lanzó un vistazo a la otra sala, en la que Mackenzie había tenido su despacho.
—La policía lo ha vaciado prácticamente —dijo Edie.
Los ordenadores habían desaparecido, así como muchos de los archivadores que en su día habían ocupado los estantes de encima del escritorio. Los documentos que habían quedado sobre la mesa del difunto profesor habían sido organizados en pulcros montones.
—¿Tienes alguna idea de qué puede haber detrás de todo esto? —preguntó Jeff y se sentó encima de una mesa de disección vacante, justo al lado de la puerta del despacho de Mackenzie. Y vio algo raro en el semblante de ella—. Tú sabes algo.
—Mi tío había recibido al menos una amenaza de muerte —contestó simplemente.
—¿Cuándo?
—La primera fue hace unas semanas. Él no sabía que yo lo sabía, pero pocas cosas pasan aquí sin que yo me entere. Me encontraba en su despacho, buscando documentación para un informe clínico, cuando me encontré con una nota, uno de esos ridículos mensajes hechos con palabras recortadas de periódicos; menudo tópico de mierda… Decía algo así como: «Detengan el trabajo, o correrá con las consecuencias».