Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
—Entiendo por qué puede que se mostrasen escépticos —admitió Jeff.
—Ciertamente. En aquel momento no pude aportar nada que les hiciera verme de otro modo, aparte de como un chiflado.
—Pero ¿ha hablado usted con el equipo?
—Por eso es por lo que he acudido a usted, señor Martin. El profesor Mackenzie ni siquiera accede a atenderme. Ya tienen su cupo diario de manifestantes, gente como el padre Baggio. ¿Ha oído hablar de él?
Jeff asintió. Sporani le dedicó una mirada penetrante.
—Su vieja amiga, Edie Granger… Usted sabrá por ella que el profesor Mackenzie es un hombre arrogante. Pero es preciso que alguien le convenza para que reconsidere su trabajo en la capilla.
Lo de Jeff y Edie era una larga historia. A decir verdad, ella era su mejor y más antigua amiga. Se habían conocido en la universidad y, aunque desde aquel entonces cada cual había seguido por derroteros muy diferentes, habían mantenido una estrecha amistad. Cuando se conocieron, ella era una gótica de dieciocho años que llegó a obtener matrícula de honor en química y patología, antes de completar un doctorado en paleontología. Sus amigos bromeaban con que estaba perpetuando el negocio de la familia; tanto su padre como su madre habían sido arqueólogos.
—Sólo he visto al profesor Mackenzie unas cuantas veces. En realidad, sólo le conozco por su reputación.
—Sí, claro, el mundialmente famoso paleontólogo, algo así como una celebridad en nuestros días, el hombre al que su revista
Times
apodó «El detective de las momias». A lo mejor es demasiado importante para hablar conmigo, motivo por el cual acudo a usted. Es la única persona capaz de convencerles del peligro al que se enfrentan.
Jeff se quedó mirando a Sporani y sacudió lentamente la cabeza.
—Odio tener que sacarle de su ilusión, señor Sporani, pero está usted bastante equivocado. Yo no puedo hacer nada. Además, no estoy seguro de que sus temores estén justificados.
—¿Ah, no?
—Pues, mire, no. Creo en su historia, pero aquello sucedió hace mucho tiempo. A lo mejor los dos tipos que se colaron en su casa eran simplemente unos ladrones, y supieron comprar su silencio.
—Tal vez —replicó Sporani, clavando a Jeff una intensa mirada—. Pero hace un año, antes de que mi Sophia muriese y poco después del anuncio del plan de exhumación, recibí esto.
Sporani tendió un sobre a Jeff. De su interior, éste sacó la única hoja de papel que contenía y leyó el siguiente breve mensaje:
DETENGA A SUS AMIGOS. NO PERTURBEN LAS TUMBAS DE LOS MEDICI. PUEDE QUE SU HIJO HAYA MUERTO, PERO SU MUJER VIVE AÚN.
Durante la mayor parte de la noche, Jeff fue incapaz de conciliar el sueño. Y antes del alba estaba en pie y vestido. Estaba preparando una cafetera bien cargada cuando entró Rose bostezando y con la melena hecha una maraña rubia.
—¡Está vivo! —Jeff sonrió de oreja a oreja.
Ella hizo una mueca y se frotó los ojos.
—¿Siempre te levantas tan temprano, papá?
—Sólo cuando me paso la noche entera de marcha.
Rose se sobresaltó por un instante y entonces cayó en la cuenta de que su padre estaba tomándole el pelo. Desarmaba con su sonrisa, una sonrisa que —pensó Jeff— la hacía parecerse a su madre. Pero apartó aquellos dolorosos recuerdos. Oyeron a Maria enchufar el aspirador en el pasillo. La señora asomó la cabeza por la puerta y dio los buenos días antes de comenzar las faenas del día.
—Cuando más me gusta esta ciudad es cuando no hay gente pululando, Rose —dijo Jeff, y dio un trago largo a su café—. Un psiquiatra podría extraer de eso algunas conclusiones alarmantes, pero es lo que hay. —Se puso una cazadora marrón—. Toma algo de café. Y he puesto un par de cruasanes a calentar en el horno.
—¿Adónde vas?
—Tengo cosas que hacer.
Bajó en el ascensor, cruzó el vestíbulo de suelo de mármol, saludó al adormilado portero y salió al estrecho pasadizo que quedaba a la espalda del edificio. Al doblar la esquina, estuvo a punto de tropezar con un cuerpo tendido en la penumbra. El hombre gimió y se incorporó con sorprendente velocidad.
—Ah, mi amigo Jeffrey —dijo el tipo con una voz ronca y de acento muy fuerte.
—Dino. No es el día en que habitualmente te dejas caer por aquí.
Dino se frotó los ojos.
—Voy cambiando la rutina. Así los turistas están más al loro —replicó, acompañando sus palabras con una torcida sonrisa forzada.
Dino llevaba viviendo en la calle desde que Jeff se había instalado en San Marcos. Durante su oscura etapa inicial en Venecia, cuando abandonó su antigua vida en Inglaterra, Jeff había trabado amistad con el hombre, al que invitaba a tomar café y un bocadillo. En esas ocasiones Dino le había revelado algunos episodios de su biografía. Su huida de Kosovo después de que mataran a su mujer y a su pequeña. Las había enterrado, cavando con las manos desnudas, y se había puesto en camino hacia el oeste sin otra cosa que la ropa que lo cubría. Antes de la guerra había sido profesor de matemáticas en Pristina. Ahora vivía de los pocos euros que los ricos turistas americanos se dignaban ocasionalmente tirarle.
Dino seguía una rutina de acuerdo con la cual se presentaba en San Marcos una vez por semana, después de haber recorrido toda una lista de puntos calientes turísticos los días anteriores. Y Jeff siempre le ofrecía un puñado de euros o le invitaba a café. En cierto sentido, tenían un vínculo en común: los dos eran exiliados, hombres que habían cruzado el velo de la vida normal. Dino era profundamente religioso y creía con toda su alma que simplemente estaba cumpliendo el tiempo que le correspondía vivir aquí en la tierra, y que volvería a ver a su familia de nuevo en un mundo mejor. Jeff, ateo confeso, tenía sus propias ideas al respecto, pero comprendía que la mera existencia de su amigo era de gran ayuda para él, pues constituía un constante recordatorio de que su propia hija, Rose, estaba bien viva y coleando.
—Toma, Dino —dijo Jeff, tendiéndole unos billetes absolutamente nuevos—. Cómprate algo de comer. Yo tengo que irme. Hablamos la próxima vez, ¿vale?
Dino cogió el dinero y estrechó la mano de Jeff.
—Que Dios te bendiga —dijo con una sonrisa.
Una luz anaranjada se extendía en el cielo por el este cuando Jeff entró en San Marcos a zancadas, y unas sombras alargadas cubrían de franjas la Piazza. Al llegar a la Torre Dell’ Orologio inició un trayecto zigzagueante, entrando por la calle Larga para girar a la izquierda en la calle dei Specchieri. No había un alma, los comercios estaban cerrados. Jeff casi pudo imaginar que toda la población del planeta había sido exterminada y que era el último hombre que quedaba para recorrer a solas esos silenciosos callejones. Pero enseguida estaba pasando el río San Zulian, donde se cruzó con una señora que llevaba un perrillo minúsculo con su correa. Entre sus labios de brillante carmín sujetaba una fina boquilla negra que no se quitó ni para reñir al chucho por entretenerse en una farola. La ceniza de su cigarrillo cayó al adoquinado. Detrás de ella venían andando dos señoras de mediana edad, de tez ajada y ojos cansados. Las dos tenían un aspecto extremadamente gris, salvo por los pañuelos multicolor con que se tapaban el cabello y la frente hasta las cejas.
Cuando llegó al Rialto el sol asomaba, transformando las aguas del Gran Canal en una paleta pastel. Por debajo del puente pasó un
vaporetto
abarrotado de pasajeros madrugadores. El puente en sí estaba prácticamente desierto; detrás de los cristales protegidos con rejilla podían verse camisetas con góndolas y baratas máscaras de carnaval. Hacía tiempo que Jeff había concluido que Venecia era, como a él le gustaba llamarla, un «amplificador de sentimientos»: si estabas feliz, te hacía sentir más feliz, y si estabas deprimido, era capaz de hundirte todavía más. De un modo u otro, Venecia siempre había sido un sitio especial para él y para su ex mujer. Habían venido cuando contrajeron matrimonio. Henchidos de confianza e impulsados por la boyante situación del mercado de valores, habían comprado el apartamento de San Marcos. Pero también en Venecia era donde Jeff se había enterado de la infidelidad de Imogen.
Habían dejado a Rose en Londres con la niñera y habían cogido un avión a Venecia para pasar aquí dos noches. La tarde de su llegada se fueron directamente a cenar al Danieli; fue un gesto típicamente extravagante, pero en aquel entonces Jeff vivía a lo grande el fastuoso estilo de vida al que había llegado ya a acostumbrarse. Al volver por la Riva Degli Schiavoni, pasaron por el piano bar del Monaco y allí Imogen le contó que estaba liada con otro. A la mañana siguiente ella cogió el avión para Inglaterra. Él prefirió quedarse un poco más; necesitaba tiempo para pensar, para tratar de asimilar la noticia.
Solo y rota ya su pareja, Venecia se transformó para él en una ciudad de fantasmas. Notó que perdía el contacto con la realidad. Se quedaba metido en la cama, en su apartamento, dándole vueltas al asunto con el corazón y con el alma, tratando de entender en qué se había equivocado.
Se sentía mal por él, por supuesto, pero sobre todo le preocupaba Rose y estaba furibundo contra Imogen por haber roto su familia en dos. La ira se apoderó de él y le volvió estoico, y él mismo se sorprendió de su crueldad. Nada más volver a Inglaterra, planteó la demanda de divorcio y anestesió cualquier sentimiento que hubiera tenido antaño hacia su pérfida esposa.
A veces se preguntaba si habría sido buena idea regresar a la ciudad en la que su mundo se había venido abajo, pero quería demasiado este lugar como para dejarlo escapar. No podía culpar a Venecia de lo que le había hecho su mujer. En la primera época, poco después del divorcio, se había pasado largas noches paseando por el vacío laberinto de Venecia escuchando a Samuel Barber y a Tom Waits en su iPod, y preguntándose si alguna vez volvería a ser feliz.
Edie, su vieja amiga, le había ayudado a salir adelante. Se había tomado un período de permiso para estar junto a él en Venecia. Le había obligado a ir a restaurantes, le había hecho hablar y había racionado la cerveza que él hubiera bebido como si fuese agua. El vínculo que los unía se hizo más fuerte que nunca. Jeff sabía que Edie sentía absoluta indiferencia por Imogen. Nunca había dicho una sola palabra en contra de su ex mujer, pero conocía tan bien a Edie que en ocasiones casi se entendían por telepatía. Imogen había estado celosa de su relación, sin lugar a dudas, pero no tenía por qué. Edie era su amiga más querida, se querían como hermanos; Imogen había sido su mujer y él la había amado durante un período de su vida.
Al pensar en Edie, se le vino a la mente lo sucedido la noche anterior y el extraño personaje de Mario Sporani. El hombre estaba convencido de que Jeff podría de alguna manera hablar con Edie para que influyese en Carlin Mackenzie, y estaba totalmente seguro de que el equipo que trabajaba en la Capilla Medici corría un peligro real. El viejo se había marchado poco después de mostrarle aquella extraña nota, pues había declinado su invitación a pasar la noche en su casa. Jeff le había prometido, no muy convencido, que consultaría con la almohada la idea de hablar con Edie. Sporani estaría por Venecia un par de días y Jeff había aceptado su proposición de quedar a tomar un café antes de que abandonase la ciudad. Ahora no sabía qué pensar de todo aquello. No podía evitar preocuparse por Edie, pero ¿no sería, en realidad, una chifladura? Sólo los chalados devotos creían que exhumar a los Medici traería problemas. Seguro que Sporani estaba en un error, que era todo fruto de su fantasía. Quizás el haber perdido a sus seres queridos le había afectado la razón.
Bajó por el brazo norte del Rialto e inmediatamente dobló a la derecha para cruzar por el Mercato del Pesce, el mercado de pescado. Le encantaba ese lugar, le gustaba hasta el fuerte olor del pescado al ser destripado por los hombres, ataviados con sus mandiles blancos y sus botas de caucho. En cada puesto del mercado podía ver bandejas repletas de calamares cual sesos distendidos, de cangrejos chasqueando al aire las tenazas en un intento por llegar a un lugar que jamás encontrarían, y atunes enteros luciendo en el lomo el nombre del pescadero que los haría rodajas para alimentar a treinta familias. Detrás de los puestos de pescado había hileras y más hileras de mostradores cargados de frutas y verduras, y detrás de éstos, puestos de flores, una explosión de color de absolutamente todas las tonalidades imaginables.
A Jeff le encantaba cocinar y éste era su lugar predilecto para la compra de productos frescos. Todos los tenderos le llamaban por su nombre de pila. Eran muy chistosos y a lo largo del último año le habían enseñado un auténtico catálogo de coloquialismos y frases obscenas.
Se paseó tranquilamente por los puestos seleccionando las mejores piezas de pescado que pudiera encontrar: unos filetes de trucha que sabía que a Rose le iban a chiflar. A continuación eligió unos calabacines, unas berenjenas, champiñones y unas patatas nuevas. A los quince minutos de haber entrado en el mercado, había terminado sus compras y tenía dos bolsas de plástico llenas de todo lo que iba a precisar para la cena de esa noche.
El día había roto del todo cuando salió del mercado. La gente empezaba a abarrotar las calles y la luz había transformado la anterior atmósfera taciturna en el fulgor de una verdadera mañana. Era hora de tomarse un café y tal vez incluso un aperitivo.
Dejó las bolsas de la compra junto a una mesa e hizo una seña al camarero para que se acercase a tomarle nota. Fue entonces cuando reparó en la televisión del rincón del fondo, elevada sobre una repisa de madera. Se veía el telediario, pero el volumen estaba muy bajo. Una imagen de un tanque en plena explosión y de los rostros de unos soldados recién acribillados. A continuación el presentador desde el plató pronunció unas palabras inaudibles y la imagen cambió. Llegó el camarero con el café y con un par de galletitas en el platillo. Jeff dirigió la vista de nuevo hacia la pantalla del televisor: ahora se veía una franja de color en la parte inferior de la imagen y Jeff pudo leer que ponía Capilla Medici, Firenze. Por encima del rótulo, la imagen de una sala escasamente iluminada. Al instante se dio cuenta de que se trataba de la cripta de la capilla. Entonces, la imagen se deshizo y dejó paso a una foto de primer plano del profesor Carlin Mackenzie.
Jeff sintió un repentino espasmo en la boca del estómago. Estaba a punto de llamar al camarero para que subiese el volumen del televisor cuando la imagen de la pantalla se desvaneció y en su lugar apareció una fotografía de Downing Street. Metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. Pulsó las teclas. Su mente trabajaba en modo automático. Dio con el Servicio de Noticias de la BBC por Internet. Volvió a teclear para abrir la pantalla de «Última hora» y leyó a toda velocidad el avance de la noticia. Sólo cuando terminó de leer la última frase se dio cuenta de que le temblaban las manos.