Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
Florencia, 4 de mayo de 1410
Cosimo de Medici contempló con espíritu crítico su reflejo en el pequeño espejo de su alcoba. Era un joven feo y lo sabía. No le habían tocado en suerte los densos rizos rubios de su mejor amigo, Ambrogio Tommasini, ni podía aspirar a nada que se pareciera a la cincelada nariz de éste, a su frente amplia, a sus ojos en ocasiones insondables, con sus largas pestañas. El rostro de Cosimo era una extraña combinación de rasgos dispares: un mentón protuberante, unos labios finos y una nariz carente del más absoluto atractivo. Valga reconocer que sus ojos eran grandes y de forma bonita, pero cada uno era de un tamaño ligeramente diferente y estaban dispuestos sin la menor precisión a ambos lados de la nariz. Pese a hallarse apenas en los albores de los veintidós años, sus cabellos eran ralos y su tez amarillenta. Pero entonces sonrió levemente y su semblante se modificó al instante. No dejaba de ser feo, pero a sus ojos asomó una luz nueva, y aunque las repentinas arrugas que se le formaron en las cuencas de los ojos le añadían diez años, transmitían también calidez. Se sintió a gusto con el rostro que le miraba desde el espejo; en esos momentos no habría cambiado su singular cara por la imponente belleza de Ambrogio. Cogió del lecho su lucco, la rica saya talar color rojo carmesí que usaba a diario, y se lo puso metiendo las manos por las mangas y dejando que los majestuosos pliegues de la tela se frunciesen exuberantemente alrededor de las muñecas. Un minuto después salía por la puerta.
La casa estaba sumida en el silencio. Sus pasos resonaron por el pasillo y a continuación descendió por la ancha escalinata de piedra en curva. Pero cuando Cosimo se detuvo en el vestíbulo le llegaron los sonidos de la gente que pasaba por la calle y, más allá, el ruido de los cascos sobre los adoquines del empedrado.
Cosimo encontró a su madre, Piccarda, sentada en el cuarto de costura, situado cerca de la entrada de la casa. Habían abierto totalmente las cortinas y la luz del día entraba a raudales por entre los postigos, bañando la estancia con unas franjas anchas color limón. Lorenzo, su hermano de seis años, jugaba con uno de los gatos. Olomo, el niño esclavo negro, recientemente traído desde Lisboa, recogía la ceniza de la chimenea, barriéndola en dirección a un gran cubo de madera volcado en el suelo. Entre escobazo y escobazo, dibujaba un amplio arco con el cepillo para intentar espantar a un gatito blanco y marrón empeñado en deshacer y en dispersar el montículo de polvo gris que él con tanto cuidado había formado con la ceniza de la chimenea.
—He de ver a padre a la hora octava —anunció Cosimo a su madre.
—Pero el desayuno, Cosi.
—Pararé a tomar pan por el camino. Llego tarde.
Besó a su madre en la mejilla. Lorenzo vio a su hermano y echó a correr hacia él. Cosimo alborotó el pelo del chiquillo. Luego, le cogió en volandas y dio varias vueltas.
—¡No te olvides de nuestro juego de pelota después, Cosi! ¡Recuerda que me lo prometiste! —exclamó Lorenzo entre chillidos.
—¿Cómo iba a olvidarme de un compromiso así de importante? —Dejó a su hermano de nuevo sobre la alfombra, le besó en la coronilla, se despidió de su madre con un gesto de la mano y se marchó.
Los Medici vivían en una casa grande pero más bien sencilla, sita en la Piazza del Duomo, y las ventanas de la planta superior de la fachada principal ofrecían unas vistas espectaculares de toda la ciudad mirando hacia el Ponte Vecchio. El primer plano lo ocupaba el coloso inacabado del Duomo, mientras que al fondo se veía la catedral de Santa Maria del Fiore, embutida en una armazón de andamios de madera.
Las calles aledañas al Duomo bullían ya de actividad. Nada más salir a la
piazza
, Cosimo esquivó velozmente a un hombre que tiraba de una carreta cargada de verduras hasta los topes y giró hacia el sur para tomar la Via dei Calzaiuoli en dirección al río y al barrio de los bancos, cuya arteria principal era la Via Porta Rossa, donde trece años antes su padre, Giovanni di Bicci, había fundado el banco Medici. El aire estaba cargado de una profusión de olores: la punzada ácida procedente de las curtidurías y el fuerte olor a amoniaco de las tripas de pescado chocaban con el delicioso aroma del pan recién horneado. Pero Cosimo era casi totalmente indiferente a los olores. Había nacido a pocos metros de allí un día en que esos mismos efluvios flotaban en el ambiente, para él eran tan naturales como el inmaculado cielo azul que se veía por encima de las torres, como las cubiertas de teja y como los adoquines de la calle que pisaban sus pies.
Alzó la vista y vio una figura de aspecto orondo y recio sacudiendo una sábana mientras la prendía con pinzas a una cuerda fina por encima del balcón. Desde el interior de la casa le llegaron los gritos de alboroto de unos niños, un estrépito y a continuación la reprimenda de un adulto. Cosimo se sonrió y apretó el paso; al fin y al cabo, llegaba tarde.
Unos metros más, y pudo ver el río refulgiendo al sol de la mañana. Justo delante estaba el Ponte Vecchio, con sus comercios y sus casas apiñados encima, los curtidores, los fabricantes de portamonedas y un puñado de carniceros. El puente estaba ya atestado de gente dedicada a adquirir o regatear el precio de una elegante bolsa para monedas o de una ijada de venado. Sobre las aguas del río una pequeña gabarra se acercaba al muelle. Un muchacho tocado con una gorra negra de fieltro y vestido con unas calzas desastrosamente desgarradas se tumbó en la proa y lanzó un cabo, que amarró con gran pericia al primer intento. El muchacho gritó algo ininteligible al hombre que estaba al timón y a continuación corrió a popa para asegurar ese extremo de la embarcación.
Cosimo dobló a la derecha para enfilar la Via Porta Rossa, e inmediatamente vio la magnífica fachada de la casa de banca. Tal como sucedía la mayor parte de los días, una pequeña muchedumbre se apelotonaba fuera, pululando de un lado a otro. Ante unas mesitas de madera cubiertas de paño verde se sentaban unos hombres ataviados con formales chaquetas negras abotonadas hasta el cuello. En torno a cada mesita se amontonaba un pequeño grupo de personas, impidiendo a los hombres que estaban delante mantener una conversación como es debido con los empleados sentados. En las mesas se veían plumas y tinteros, tacos de pagarés y montoncitos de monedas apiladas. Detrás de cada mesa había un guardia armado: cada uno empuñaba una pica y observaba aquellos ansiosos rostros, deseando poder entrar en acción.
Cosimo pasó por delante de las mesas y de los clientes arremolinados en torno a ellas, subió los seis escalones de piedra de la entrada al banco e hizo un gesto de asentimiento hacia los guardias que vigilaban las puertas, quienes le abrieron paso al majestuoso vestíbulo que había detrás.
Dentro el aire era fresco. Sus pisadas resonaron contra el liso suelo de piedra. A ambos lados había otras mesas, más grandes que las de fuera, y las figuras elegantemente vestidas que las presidían parecían más importantes que los hombres que desempeñaban un trabajo similar en el exterior del edificio. Cosimo pasó entre las mesas sin mirar a los clientes y subió otro pequeño tramo de escaleras, por el que se accedía al entresuelo. Una vez arriba, giró a la derecha y enfiló por un pasillo en dirección a un par de pesadas puertas de madera. Llamó con los nudillos y, al no recibir respuesta, llamó de nuevo.
—¿Quién es?
—Tu hijo, Padre.
—Entra.
Cosimo empujó la puerta y entró en una sala amplia de techo bajo, vacía salvo por un macizo escritorio de madera y dos sillas, una grande detrás del escritorio y una más pequeña delante. El padre de Cosimo, Giovanni di Bicci, caminaba en dirección a él con los brazos abiertos. Vestía las prendas formales propias del gremio: una toga roja y una gorra del mismo color.
—Entra, hijo mío —dijo con voz cálida y amable—. ¿Has comido? ¿Te pido alguna cosa?
Cosimo miró a su padre a la cara. Hacía poco que había cumplido cincuenta años, pero parecía mayor, más estropeado. La suya era una cara retorcida. Como ocurría con la de su primogénito, en ella nada encajaba como debía: cada rasgo estaba ligeramente mal colocado, creando una asimetría nada atractiva. Pero los intensos ojos negros de Giovanni, su ceño preocupado, el perfil de su mandíbula, expresaban cada uno de ellos diferentes aspectos de su personalidad con insólita claridad.
—No, gracias, Padre —respondió Cosimo, y mientras Giovanni regresaba a su silla detrás de la mesa el joven tomó asiento en la otra. Apoyó las manos en el regazo y dedicó una mirada intensa a su padre, esperando a que tomase la palabra.
Giovanni tenía un cuenco de fruta a medio terminar encima del escritorio, delante de él. Lo había puesto encima de un montón de papeles y el jugo había manchado lo que a Cosimo le parecieron documentos oficiales de algún tipo. Antes de retomar la palabra, el viejo clavó un tenedor de plata en un gajo de naranja y se llevó a la boca el rezumante pedazo de fruta, para a continuación limpiarse la barbilla mojada con el dorso de la mano.
—Supongo, Cosimo, que estarás preguntándote por qué te he pedido que vinieras hoy aquí —dijo en tono recitativo, pronunciando la frase lentamente, al tiempo que fijaba los negros ojos en su hijo. Se inclinó entonces hacia delante en busca de un trozo de crujiente pera color verde claro y lo pinchó con su tenedor.
—Bueno, terminé mis estudios hace dos semanas, Padre. Imagino que te gustaría sopesar mi valía aquí en el banco.
Giovanni sonrió cálidamente.
—Lo dices como si fuera yo un ogro. ¡Dos semanas y pasas a ser mi esclavo!
Cosimo le devolvió la sonrisa, pero por dentro se sentía mal. Su padre podía hacer broma de aquello, pero él sabía que el tiempo de su libertad estaba próximo a finalizar y que nunca más retornaría a la vida de estudio y contemplación que había disfrutado.
—En realidad, tengo noticias que pensé que podrían llenarte de entusiasmo.
—¿Sí?
—Lo he organizado todo para que comiences una gira por las sucursales de nuestro banco.
—¿Una gira?
—Sí. Evidentemente, no abarcará las treinta y nueve oficinas. Pero será un viaje que te permitirá visitar todas nuestras sucursales en Italia. Irás a Génova, a Venecia y a Roma. Será una forma maravillosa de que aprendas más acerca del negocio de los Medici.
Cosimo hizo todo lo posible por manifestar su agrado por aquel gesto, pero notó perfectamente cómo se desmoronaba por dentro.
—Pareces contrariado, Cosi.
Cosimo tenía la mirada perdida en el infinito, viendo ya su nueva vida, pasando ante sus ojos a toda velocidad su nueva profesión, decidida de antemano por otros.
—¿Cosimo?
—Disculpa, Padre. Sí, una gira.
—Digo que te veo contrariado.
Cosimo aguardó un segundo eterno antes de responder. En esos momentos era evidente que dijera lo que dijese no tendría mucha repercusión, excepto la de complicar las cosas.
—No estoy contrariado, Padre, sólo me siento un poco… bueno, un poco… ¿apremiado?
Giovanni dejó el tenedor en el cuenco y se apoyó en el respaldo de la silla. Una vez más, clavó en su hijo sus ardientes ojos negros. Cosimo sabía que su padre era un hombre al que le importaban las personas, un hombre afectuoso. Sabía que todos los que hacían negocios con él respetaban y admiraban al hombre que había empezado desde una posición humilde para convertirse en uno de los banqueros de más éxito de Italia. Pero Cosimo sabía también que su padre poseía una voluntad de hierro y que, si quería algo, se ocupaba de que se hiciera realidad. Creía saber lo que más convenía a su familia y al futuro de la dinastía que había fundado. Cosimo había disfrutado de libertad y de la exaltación de la juventud, pero le había llegado la hora de asumir el pesado manto de la madurez y de la responsabilidad. Por su parte, Giovanni no aprobaba del todo el grupo de amigos del que Cosimo se había rodeado a lo largo del último año o dos. Para él, tipos como Ambrosio Tommasini o aquél otro al que su hijo parecía especialmente unido, Niccolò Niccoli, desprendían un inconfundible aroma a subversión. Giovanni no comulgaba con muchas de las nuevas ideas humanistas de la generación más joven.
—Creo que ya es hora, Cosimo. Hora de que adoptes el papel que te ha sido preparado. Eres un Medici, eres mi hijo mayor. Has demostrado tu valía como erudito, ahora debes empezar a mostrar al mundo tus otras muchas cualidades.
—Pero, Padre, yo esperaba…
—¿Deseabas pasar el verano en los jardines del placer o haraganeando en compañía de tus amigos?
—Haraganeando no, padre, discutiendo y debatiendo. Seguro que…
—Hijo mío —replicó Giovanni, conservando a duras penas la paciencia—. Comprendo esos impulsos. También yo en su día ansié profundizar en el mundo del intelecto, como haces tú, pero pronto me llegaron las responsabilidades y he de decir que treinta años después no me arrepiento del camino que tomé. ¿No deseas encontrar esposa, crear una familia? ¿No deseas tener independencia y desempeñar un papel en la expansión del negocio familiar… de este gran banco? Creía que sí.
Cosimo sabía que su padre le estaba manipulando y no se hacía ilusiones acerca de quién iba a ganar la discusión. Si le hubiesen preguntado por la importancia literaria de Dante ante un vino, habría tenido alguna posibilidad. Pero sobre este tema, y contra la férrea voluntad de su padre, Cosimo se encogió como una flor bajo la escarcha.
—Naturalmente, Padre. Sólo pensaba que…
—Entonces, muy bien. Me ocuparé de todo lo necesario —le interrumpió Giovanni, e hizo como si rebuscase algo entre los documentos de su mesa—. Creo que te resultará una experiencia de lo más enriquecedora, hijo mío.
Londres, junio de 2003
Sean Clifton, el especialista en el Quattrocento italiano de Sotheby’s, bajó en el ascensor de seguridad a las cámaras subterráneas de las oficinas de la casa de subastas, en el barrio de Mayfair. Siguió al vigilante en silencio por el pasillo intensamente iluminado, con el eco de sus pisadas contra el suelo de cemento, hasta la puerta de la sala de documentos provista de aire acondicionado, y aguardó a que el hombre teclease su código de seguridad en el sistema de cierre electrónico. A continuación, el vigilante hizo pasar el ordenador y el maletín por la cinta de seguridad y, acto seguido, abrió completamente la pesada puerta de acero para permitir a Clifton comenzar su trabajo.
Una vez en la sala y solo, Clifton se relajó y se dispuso a acometer la tarea que tenía por delante. Una de las frecuentes obligaciones de su trabajo consistía en autentificar y evaluar documentos antiguos de muy diversa índole. Ante sí, sobre la mesa, tenía un hallazgo único: una colección recientemente descubierta de insólitos rollos pertenecientes al gran humanista del Renacimiento Niccolò Niccoli.