Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
»Aliye me contó que apenas unos instantes antes de que llegasen los monjes para llevárselo al monasterio, recuperó el paquete que había sido entregado a sus padres. Aun siendo un niño, sabía que había una relación entre aquel paquete y la muerte de sus padres y que ese objeto debía de poseer un significado especial. Poco después de instalarse en el monasterio, Aliye abrió el paquete que le habían dejado sus padres. Dentro encontró un mapa. Esa noche, justo unas horas antes de mi partida de Adrianópolis, me lo mostró.
»"He atesorado este secreto toda mi vida", me dijo. Era el único nexo que le quedaba con sus padres. No podía deshacerse de él, pero me dijo que estaría encantado de que yo lo copiara durante las horas que me quedaban en compañía de los monjes, y que esperaba que me fuese de alguna utilidad en mis viajes y en mis planes.
Valiani hizo una pausa para recuperar el aliento y para tomar un sorbo de vino.
—Quedé anonadado con lo que descubrí. El mapa de Aliye describía una ruta hacia otro monasterio, en lo alto de la montaña de Golem Korab, en el noroeste de Macedonia. Este monasterio, apartado del mundo, fue un refugio secreto para los monjes que huyeron de los ejércitos musulmanes hace cientos de años. A un lado del mapa había un bloque de texto en el que se explicaba que el cenobio contenía fabulosas maravillas literarias y herméticas. Decía también que el bibliotecario del mismo había conservado a buen recaudo volúmenes insustituibles que se creyeron perdidos durante la destrucción de la biblioteca de Alejandría: originales de la erudición griega y textos de magos egipcios y helénicos, todo un universo de ciencia, magia y sabiduría perdida.
Valiani se puso en pie y un esclavo se acercó a él. Llevaba en las manos una ornada caja y la había abierto para que su amo pudiera sacar el objeto que había dentro. El viejo dio un paso hacia su público.
—Y ahora permitan que me aparte de la convención. —Sostuvo en alto un rollo atado con una cinta de seda negra. Deshizo el lazo y dejó que la seda cayese al suelo. Con gran ceremonia, abrió el rollo—. Amigos míos, he aquí la copia que hice. Cuando abandoné el monasterio y la bondad de Aliye y de su hermandad, sabía que no podría hacer yo solo el viaje a Macedonia; estoy demasiado viejo y la huida de Constantinopla mermó irremediablemente mis fuerzas. De hecho, no creo que viva mucho más y sé que ya no volveré a viajar allende las fronteras de esta tierra. No tengo parientes, ni herederos, ni alumnos. A falta de ellos, he resuelto traer esto a Italia y legarlo a quienes son dignos de recibirlo, a aquellos cuyas ideas respeto y admiro. Por la correspondencia que he mantenido con el señor Niccoli con anterioridad a esta velada, así como por las muchas cosas que he oído contar acerca de todos ustedes, he llegado al convencimiento de que debería dejar en sus manos este tesoro, para que hagan con él lo que deseen. Sé que actuarán con sabiduría y honor.
El asombro tenía sumidos en el silencio a todos los oyentes. Niccoli se puso en pie y avanzó hacia el viejo.
—¿Estás seguro de esto, maestro Valiani?
—Estoy seguro —respondió el erudito—. Pero se impone la máxima discreción: hay muchos que desearían echarle el guante a este tesoro. Por eso, he introducido una serie de salvaguardas en mi oferta.
Escrutó cada uno de los rostros que lo miraban.
—¿Salvaguardas? —preguntó Cosimo.
—Este mapa está incompleto, habrán reparado en ello —explicó Valiani, y señaló una zona redonda en blanco, de unos ocho centímetros de diámetro, en el centro del mapa—. Aquí, en el centro, falta un fragmento fundamental. El trozo que falta está en Venecia. Si desean descubrir los secretos de Golem Korab deben viajar antes a la Serenísima República. No bien lleguen allí, envíen un breve mensaje a un tal Luigi, en una casa de huéspedes llamada I Cinque Canali. Luigi es un personaje de lo más inusual, pero pondría mi vida en sus manos. Él les conducirá a la parte del mapa que falta.
Se quitó entonces un anillo de un dedo. Se dirigió hacia Cosimo y se lo entregó. Era una sortija de plata con un granate rectangular de gran tamaño.
—Entreguen esto a Luigi como prueba de su identidad. Una vez tengan la parte que falta del mapa, deben protegerlo por todos los medios a su alcance y abandonar Venecia sin tardanza. Si necesitan ayuda, no podrán fiarse más que de unas pocas personas. El granate es la piedra de mi familia y una señal secreta para mis amistades. Lo último que van a necesitar es esto —añadió, y entregó a Cosimo una llavecilla de oro—. El resto queda en sus manos.
Valiani se marchó poco después de haberles hecho aquella inesperada ofrenda, pero unos cuantos invitados de Niccoli se quedaron a debatir la cuestión. Cosimo estaba entusiasmado y no pudo dejar de pensar en Valiani hasta que la madrugada lo sorprendió hablando aún del tema con su íntimo amigo Ambrogio Tommasini y el anfitrión de la velada, Niccolò Niccoli.
—¿Podemos fiarnos de él? —preguntó Cosimo, mientras daba vueltas en sus manos a la llave dorada que Valiani les había entregado.
—Es un hombre honesto —aseguró Niccoli—. No tiene ningún motivo para mentir sobre su fortuito hallazgo. No dije nada antes, pero de joven Francesco Valiani fue profesor mío. Le debo mucho. Siempre fue noble y fiel y su corazón es puro. Respondería por él con mucho gusto.
Cosimo miró a su amigo a los ojos.
—Eso me basta —dijo—. Veamos ahora el mapa.
Niccoli lo desenrolló encima de la mesa, entre Cosimo y él. Se trataba de una copia bien dibujada, arrugada y manchada tras el largo viaje que lo había llevado a Florencia. Representaba una cordillera que cruzaba el pergamino en diagonal, con una maraña de topónimos a su alrededor. Entre las montañas se abría paso un sendero serpenteante pintado de rojo, el inicio de la ruta a Golem Korab y al remoto monasterio descrito por Valiani. En el centro había un agujero allí donde debían aparecer el monasterio y los montes circundantes, con lo cual el mapa resultaba poco menos que inútil.
—Es una tierra accidentada —comentó Niccoli—. Yo no he viajado tan al este, pero parece un camino de montaña peligroso, especialmente aquí. —Señaló el borde del agujero—. Sabe Dios cómo será el terreno en las inmediaciones del monasterio.
—Las grandes recompensas no se reservan para los débiles de corazón —repuso Cosimo.
—No, ciertamente no, amigo mío. Pero me temo que has de tener un corazón muy recio si estás pensando en visitar Golem Korab.
Mientras el sol color mandarina se alzaba sobre los montes lejanos, Cosimo y Ambrogio cruzaron en silencio la cancela de la propiedad de su amigo y tomaron la vereda de tierra que les llevaría de vuelta a la ciudad. Cosimo iba absorto en sus pensamientos, tratando de dar solución al conflicto de emociones que el misterioso invitado de Niccoli había desatado en su cabeza.
—Conozco ese silencio —dijo Ambrogio.
—¿Ah, sí?
—Es tu silencio ausente, el que te envuelve cuando intentas resolver un problema aparentemente irresoluble.
Cosimo se echó a reír.
—Bien expresado, amigo mío, pues ciertamente me envuelven los pensamientos.
—Valiani propone un reto tentador, eso no puedo negarlo.
—Es un sueño hecho realidad, ¿no te parece, Ambrogio?
—Casi demasiado bueno para ser cierto podría ser otra manera de describirlo.
Cosimo se volvió para mirar a su amigo, mientras se adentraban por un bosquecillo de píceas.
—¿No te fías del hombre?
—Oh, yo no he dicho eso. Es sólo que…
—¿Qué?
—Creo que ninguno de nosotros, a excepción de Niccolò, por supuesto, se hace una idea de los peligros que implica el aceptar el ofrecimiento de Valiani.
—Oh, vamos, Ambrogio, halagamos nuestro ego en el estudio de las ideas esotéricas y nos sentimos a gusto en presencia de pensamientos elevados, pero yo creo que todos nosotros estamos hechos de una pasta más resistente de lo que muchos pueden imaginar.
Ambrogio sonrió.
—No era mi intención insultarte, querido Cosi. Tal vez estaba pensando en mí mismo.
—Entonces te insultas a ti mismo, Ambrogio. Si yo soy capaz de plantearme la posibilidad de una fantástica aventura, entonces tú también puedes.
Dio una palmada a su amigo en la espalda y éste reaccionó teatralmente, tambaleándose hacia delante, fingiendo haber sido herido de muerte. Los dos se echaron a reír.
—Tal vez pueda —dijo Ambrogio—. Pero ¿es que te has olvidado? Hoy parto a Venecia.
—No, no me he olvidado, amigo mío, y si te digo la verdad, me apena. Seríamos dos estupendos compañeros de viaje.
—Lo seríamos, pero me temo que no será así. —Y rodeó fuertemente con el brazo los hombros de Cosimo.
Cuando llegó a casa, en la Piazza del Duomo, Cosimo estaba exhausto, pero no conseguía conciliar el sueño; su cabeza seguía trabajando a toda velocidad. Sin embargo, ahora ya sabía lo que tenía que hacer. Se lavó a toda prisa y su criado le afeitó y vistió. Entonces, a solas en su alcoba, con los sonidos de la calle de primera hora de la mañana subiendo hasta su ventana, se sentó ante su escritorio y trató de concentrarse lo suficiente para ponerse a escribir.
Se trataba de una sencilla nota, un mensaje para su amada, Contessina de’ Bardi, en el que le pedía que se reuniese con él esa noche. Necesitaba hablar con ella. Dobló la nota y la selló con el escudo de armas de los Medici. Luego, llamó a Olomo para indicarle lo que debía hacer.
El día transcurrió despacio. Jugó con su hermano pequeño, Lorenzo; escribió en su diario y deambuló por las calles de Florencia.
Llegó pronto al punto de encuentro propuesto por él mismo, el jardín de la casa de Niccoli, donde sabía que nadie les acecharía.
Cosimo le esperaba sentado en un banco de piedra debajo de una pérgola cubierta de flores, y antes de que ella se diese cuenta de su presencia, vio a Contessina bajando cuatro escalones, con el vestido de terciopelo verde acariciando la piedra. Alta y esbelta, sus cabellos negro azabache, sus altos pómulos y sus labios carnosos hacían de ella la encarnación misma de la perfección ateniense.
—Cosi, pareces atribulado —dijo ella, cogiendo las manos de él y sentándose a su vera en el banco.
Él contempló sus ojos de ébano.
—No puedo ocultarte nada, Contessina.
Ella no le interrumpió ni una sola vez mientras Cosimo le contaba la historia de Valiani.
—Así pues, sientes que debes ir a ver ese lugar y desentrañar esos misterios por ti mismo, ¿sí? —dijo cuando hubo terminado—. Pero, Cosimo, ¿y nosotros?
—No cambia nada, mi Contessina. Regresaré al cabo de unos meses y continuaremos con nuestros planes de boda. Te lo prometo.
—¿Y tu padre, Cosi? ¿No sabe nada de esto?
—Nada.
Ella le sostuvo la mirada.
—Quiero ir contigo.
Cosimo sonrió.
—Ésa sería una idea que podría valorar, amor mío, pero los dos sabemos que no es posible.
—¿Por qué? —preguntó Contessina—. He estudiado a los maestros tan a fondo como tú, y también yo albergo el ardiente deseo de saber más.
—Pero tu familia nunca permitiría que…
—Y supongo que la tuya sí.
Cosimo reconoció que tenía razón.
—Será tremendamente peligroso.
—Lo sé.
—Y me acusarán de haberte raptado. Destruirá la relación entre nuestras familias.
—Eso es ponerse un tanto melodramáticos, ¿no te parece, Cosi?
—No, no me lo parece, mi Contessina —replicó dulcemente Cosimo. Y añadió, ahora con acero en la voz—: Contessina, tendré que hacer esto sin ti.
Ella miró el cielo, cada vez más oscuro, por encima de la pérgola, y las rosas se recortaron contra el fulgor ámbar del anochecer.
—Está claro que has tomado la decisión. ¿No hay nada que yo pueda decir?
—Podrías desearme buena suerte.
Cosimo miró las manos de su amada, entrelazadas fuertemente sobre el regazo, y se fijó en la blancura de los nudillos. Entonces, ella clavó sus ojos negros en los de Cosimo y dijo:
—Cosimo, amor mío, me espanta la mera idea de que te embarques en este viaje, pero sé que cuando se te mete algo en la cabeza no hay vuelta atrás. Es una de las muchas cosas que adoro de ti. Te desearé buena suerte, por supuesto que sí; pero más que cualquier otra cosa, te ofrezco mi amor eterno.
Le besó tiernamente en la mejilla.
Florencia, 6 de mayo de 1410
A Su Santidad el papa Juan XIII, Pisa
Santo Padre: Como siempre, llevabais toda la razón y los años que he pasado aquí no han sido en balde, como temí que pudiera suceder. Esta noche ha llegado a mis oídos la noticia más extraordinaria; un emisario de Oriente ha relatado un descubrimiento que considero podría dar un importante fruto. Existe cierto mapa en el que se describe la ruta a un recóndito monasterio de las montañas de Macedonia.
Creo que podría tratarse del lugar del que hemos oído hablar, puesto que la noticia sobre su existencia ha venido de un conocido erudito llamado Francesco Valiani. El hombre no ha podido viajar en persona al monasterio, pero está convencido de que se halla allí un gran tesoro. No hizo mención alguna del objeto concreto que está buscando Su Santidad, pero albergo esperanzas.
Santo Padre, estoy listo para escuchar vuestro parecer y aguardo las indicaciones que deseéis dar a vuestro más afectuoso y humilde servidor…
Londres, junio de 2003
Habían reservado y luego rechazado buen número de lugares en los que celebrar la reunión, hasta que finalmente tuvo lugar en un hotelito de Bayswater. En la habitación había tres hombres: Sean Clifton; Arnold Rossiter, profesor universitario de Oxford y experto asesor; y Patrick McNeill, vicepresidente primero de Vitax, una división de Fournier Holdings Inc., gigantesca empresa propiedad de un multimillonario franco-canadiense coleccionista de arte, de nombre Luc Fournier. McNeill era la mano derecha de Fournier, y Rossiter, asesor a sueldo, había sido personalmente seleccionado por el empresario porque sabía tanto sobre la turbia vida privada del profesor que podía confiar casi incondicionalmente en él.
Hacía calor y el hotel no disponía de aire acondicionado. Clifton estaba nervioso y sudaba tan profusamente que se le habían formado unos oscuros círculos alrededor de las sisas de la camisa. Enjugándose la frente con un pañuelo de algodón que había perdido su blancura, miró a los otros dos en silencio y extrajo de su maletín una carpeta rectangular de plástico translúcido. Era la primera vez que veía a Rossiter, pero conocía su reputación. El profesor rondaba los setenta años, tenía la tez cubierta de manchas y se le veían perfectamente las venas a través de la pálida piel de su cabeza calva. Medía poco más de un metro setenta y su traje de lino sin costuras completaba la imagen del intelectual desaliñado.