El secreto de los Medici (11 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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Clifton pasó la carpeta a McNeill.

—Se trata de copias, por supuesto.

Sus nervios contradecían la frialdad que había precisado para pasar por delante del vigilante en la cámara de seguridad de Sotheby’s dos semanas antes.

McNeill sacó las fotocopias de la carpeta. Había unas cuarenta hojas, impresas por las dos caras, escritas a mano. Leyó las primeras páginas en silencio, fascinado.

—¿Y su familia heredó estos documentos recientemente?

Clifton asintió y fue hacia la ventana, desde donde observó la calle con recelo. Se dio la vuelta hacia la sala y encendió un cigarrillo.

—Obviamente, necesitaré algo de tiempo para leerlo todo… —dijo Rossiter.

—Diez minutos —repuso Clifton, entornando los ojos por el humo—. Tiene diez minutos.

McNeill dirigió a Rossiter una mirada divertida.

—Más le vale ponerse las pilas —dijo, y se acomodó en un sofá.

Rossiter tomó asiento delante de una mesa, cerca de la puerta, y se puso a leer.

—Le sugiero que eche un vistazo a las páginas marcadas —dijo Clifton.

Rossiter pasó las hojas despacio y su entusiasmo fue en aumento. Nunca había visto ese documento, pero en el mundo académico hacía tiempo que venía debatiéndose sobre la posibilidad de su existencia. Sabía que los originales se habían perdido supuestamente hacía unos años, pero corría el rumor de que tal vez se conservasen aún unas copias de fragmentos, desaparecidas quizás en el desván de personas que ni se imaginaban que los tenían o bien al fondo de alacenas en bodegas cubiertas de polvo. Como consecuencia, eran muy pocos los que habían visto este documento desde la época en que se redactó, seis siglos antes. Conforme iba leyendo, empezó a entender por qué Sean Clifton estaba tan interesado en cerrar un trato con Fournier: uno de los pocos aspectos que habían trascendido a los medios de comunicación sobre el dueño de Fournier Holdings era que se trataba del coleccionista más acaudalado y entusiasta de documentos y artículos de los principios del Renacimiento. Y el que ahora estaba consultando constituía un hallazgo sumamente extraordinario.

Clifton se acercó a la mesa y empezó a recoger las páginas fotocopiadas.

—Se acabó el tiempo.

Rossiter hizo amago de protestar, pero McNeill le hizo callar con un ademán.

—¿Hemos perdido el tiempo, profesor? —le preguntó.

—No. Estas copias corresponden a un manuscrito auténtico de puño y letra de Niccolò Niccoli.

—Gracias. Eso era todo lo que quería saber. Ahora, me pregunto si sería usted tan amable de dejarnos a solas.

Rossiter pareció sorprendido unos segundos, pero entonces se dio la vuelta y salió de la habitación.

—Bueno —dijo McNeill cuando se cerró la puerta—. Usted quiere diez millones de libras, ¿es correcto?

—Correcto.

—Entonces no va a poder ser.

Por un segundo, Clifton pareció desinflarse.

—¿Por qué?

—Porque mi jefe ofrece cuatro millones. Cien mil ahora y el resto en dos pagos cuando… se hayan cumplido otros requisitos.

—¡Absurdo!

—En ese caso, me temo que no podemos llegar a un acuerdo.

Se dio la vuelta para marcharse.

McNeill no había dado más que dos pasos y estaba estirando el brazo para coger el picaporte, cuando Clifton dijo:

—Vale, vale. Ocho, con un millón por delante.

McNeill ni siquiera interrumpió el movimiento de su pierna al dar otro paso, y se dispuso a abrir la puerta.

Clifton suspiró y dio un par de pasos hacia él.

—De acuerdo… seis.

McNeill se detuvo y volvió a la habitación. Colocándose tan cerca de Clifton como para asegurarse de que éste pudiera notar su aliento en la cara, dijo lenta e intencionadamente:

—Cuatro y medio, con doscientos cincuenta por anticipado. Es nuestra última oferta.

Clifton retrocedió un paso y encendió otro cigarrillo.

—Cinco millones, y es suyo.

McNeill dirigió la mirada a la ventana, al otro lado de la habitación. El único sonido que se oía era el ruido del tráfico, abajo.

—Muy bien. Cinco millones. Pero éstas son nuestras condiciones.

Clifton dio una calada honda a su cigarrillo.

—A cambio de doscientas cincuenta mil libras esterlinas, nos quedaremos con las copias durante dos semanas. Si a mi jefe le gusta lo que ve, uno de los nuestros recogerá los originales en la cámara de Sotheby. Sólo entonces recibirá el resto del dinero —explicó McNeill.

—¡No!

—Entonces lléveselas a otra parte.

Clifton se mordió el labio.

—¿Y el dinero?

—A mediodía del lunes se depositarán doscientas cincuenta mil libras en una cuenta en Suiza. Usted deberá entregar los documentos a las diez de la mañana de ese mismo día en una caja de seguridad que le especificaremos. La transferencia de fondos a su cuenta descodificará automáticamente una secuencia de seis dígitos elegida por usted que deberá transmitir vía Internet a mi representante. Ese código nos permitirá acceder al documento. Sin dinero, no hay código, y viceversa. Mi gente le enviará los detalles por correo electrónico.

Capítulo 10

Venecia, en la actualidad

—Por mucho que contemple estas vistas, siempre me parecen impresionantes —dijo Edie mientras miraba por las ventanas del salón de Jeff. Él estaba de pie a su lado, con una mano sobre su hombro. Habían llegado a Venecia hacía apenas una hora. Se acercaba la hora de comer y la muchedumbre llenaba ya San Marcos. Al otro lado de la plaza una pequeña agrupación de músicos tocaba encima de un escenario elevado unas piezas de Vivaldi y de Mozart. Más cerca del Palacio Ducal varios payasos subidos en zancos iban de acá para allá por las irregulares losas del suelo repartiendo globos a los niños y grupitos de transeúntes ataviados con máscaras desfilaban por la plaza, algunos de ellos vestidos con ornados trajes. El carnaval se encontraba en plena efervescencia.

Se oyeron unos ruidos en la puerta del piso. Al darse la vuelta, vieron a Rose y a Maria cargadas de bolsas.

Edie levantó una ceja.

—Le dejé mi tarjeta de crédito —explicó Jeff—. Me sentía mal por haberla abandonado ayer.

Edie le dedicó una mirada de escepticismo.

—¿Y no crees que eso es compensar en exceso? —Miró entonces a Rose con una gran sonrisa—. ¿Cómo está usted, señorita? Hacía que no te veía… Santo cielo, ¿cuánto tiempo?

Rose dejó las bolsas que traía y dirigió una fría mirada a Edie. Jeff, desconcertado, estaba a punto de decir algo cuando oyeron una tos y vieron a un hombre alto, vestido de negro de arriba abajo, apoyado en la puerta del apartamento con una sonrisa juguetona en los labios.

—Nosotras encontramos
signor
Roberto en entrar al edificio —anunció Maria con su inglés defectuoso, y pasó por delante de Roberto con su trajín de bolsas, obligándole a pegarse a la puerta para dejarla pasar. Se fue andando como un pato por el pasillo en dirección a los dormitorios, sin parar de menear la cabeza ni de chasquear la lengua en señal de desaprobación.

Roberto entró en el piso, tomó la mano de Edie y la besó con ademán teatral. Ella se ruborizó.

Jeff vio a Rose detrás de Roberto, con cara de muy malas pulgas.

—Id conociéndoos, vosotros dos —dijo, y fue hacia su hija.

La llevó al vestíbulo.

—¿Qué demonios te pasa?

Ella bajó la vista al suelo.

—¿Y bien?

—Realmente no lo sabes, ¿verdad? —dijo Rose. Los ojos se le estaban llenando de lágrimas. Jeff dio unos pasos hacia ella para abrazarla, pero ella dio media vuelta sobre sus talones y echó a correr por el pasillo.

—Rose… —dijo él. Pero la puerta de la habitación de la chica se cerró de un portazo. Tendría que ocuparse de eso más tarde. Sintiéndose fatal, regresó al salón.

Sin apartar los ojos de Edie, Roberto dijo a Jeff:

—¿Cómo te las has ingeniado para que no nos conociéramos hasta ahora?

—Oh, lo tenía todo bastante calculado —respondió Jeff tratando de decirlo en tono alegre. Edie parecía perfectamente a gusto con tantas atenciones hacia ella y evaluaba a Roberto con igual falta de disimulo—. En cualquier caso, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Jeff.

—Tenemos mesa en el Gritti, ¿no te acuerdas?

—Es cierto. Lo había olvidado por completo.

—Pero si vosotros…

—Roberto, ven conmigo. —Con los ojos ligeramente enrojecidos, Rose aguardaba en el vano de la puerta que comunicaba con el vestíbulo. Sostenía hacia el frente una bolsa—. Quiero que me des tu sincera opinión sobre esta chaqueta. —Caminó hacia el salón y tiró de la mano de Roberto, mientras lanzaba puñales con la mirada en dirección a Edie.

Cuando hubieron salido del salón, Jeff soltó un suspiro.

—Lo siento —dijo.

Edie se encogió de hombros.

—Son cosas de la edad, supongo, pero es evidente que he hecho algo para ofenderla, aunque haga más de un año que no la veía.

—Y Roberto no ha hecho sino empeorar la cosa. Rose está locamente enamorada de él.

—Por cierto, ¿quién es? —Los ojos de Edie lanzaban destellos.

—¿Roberto? Es como si fuera mi mejor amigo aquí, un tío alucinante. De hecho, creo que podría echarnos un cable. ¿Te importa si le cuento lo que ha pasado?

—¿Por qué crees que podría ayudarnos?

—Roberto es lo más parecido a un genio que he conocido en mi vida. Y confío en él incondicionalmente.

Edie se encogió de hombros.

—De acuerdo.

Se dieron la vuelta y vieron a Rose con su chaqueta nueva, cogida de la mano de Roberto.

—Preciosa —dijo Jeff.

—¿A que sí? —replicó Rose hoscamente, y se sentó en la otra punta del sofá a revisar el resto de sus compras.

—Roberto, eres la persona a la que necesitaba ver.

Jeff lo llevó a una mesa y le entregó una transcripción del mensaje de voz de Mackenzie. Mientras lo leía, Edie le contó lo del hallazgo de la tablilla y lo de la llamada telefónica de su tío la noche en que lo asesinaron.

—Así pues, ¿crees que lo asesinaron debido a lo que encontrasteis?

—Parece probable, sí —respondió Edie.

—Bueno, es evidente por qué habéis venido a Venecia —dijo Roberto—. Pero lo que lo hace más interesante son las tres líneas onduladas. Cuando aparecen junto con el león, forman el símbolo de
I Seguicamme.

—¿Lo cual significa…?

—De manera más o menos literal significa «Los Seguidores». Fueron un grupo que se escindió de los Rosacruces. Se reunían en Venecia con regularidad, sus integrantes acudían aquí desde todos los rincones de Europa. Surgieron por primera vez en algún momento de mediados del siglo XV. La última vez que se supo de ellos fue a finales del XVIII.

—¿Y a qué se dedicaban estos seguidores?

—Nadie lo sabe con exactitud. Marsilio Ficino los menciona en su
De vita libri tres
, y Giordano Bruno alude al grupo en su obra
La cena de las cenizas
, pero estas referencias son principalmente místicas, apenas comprensibles.

—¿Ficino? —dijo Jeff—. ¿El místico? Trabajó al servicio de Cosimo de’ Medici, ¿no es cierto?

—Tradujo un manuscrito para él justo antes de que Cosimo muriera, el
Corpus hermeticum
, una famosa recopilación en la que se describían los antiguos fundamentos de la magia.

—Pero ¿qué tiene esto que ver con el poema? —preguntó Edie.

—Bueno, ¿ése es el enigma, no? Jeff, esta traducción… ¿es correcta?

Edie reprodujo el mensaje nuevamente para que Roberto pudiera oírlo.

—Pero ¿cómo traducís el «
geographus incomparabilis
»? —preguntó.

Rose se acercó a la mesa y se puso al lado de Roberto.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. ¿Habláis del
geographus incomparabilis
?

—Efectivamente —respondió Roberto.

—Así era como apodaban al padre Mauro, el gran cartógrafo. Acabo de hacer un trabajo sobre él para el colegio.

—Pues muchas gracias, Rose —dijo Roberto—. Un gusto exquisito y una estudiante aplicada.

Rose no cabía en sí de gozo.

—El padre Mauro fue un veneciano; bueno, para ser exactos, nació en Murano. Trabajó en el convento de San Michele… —empezó a explicar Roberto.

—En la Isla de los Muertos —exclamó Jeff—. ¡Pues claro!

Tanto él como Roberto se dieron cuenta de que Edie los miraba sin entender.

—San Michele es el cementerio de Venecia.

—Y el verso dice que lo que diseñó Mauro, fuera lo que fuese, se encuentra todavía allí.

—Yo no sé mucho sobre Mauro, pero su fama le vino por su mapamundi. Lo terminó justo antes de morir, en… ¿cuándo fue? ¿1465, 1470?

—1459 —le corrigió Roberto.

—Pero el mapa se encuentra en la Biblioteca Marciana, aquí al lado —añadió Jeff, señalando hacia la Piazetta.

—Bueno, sea lo que sea a lo que se refiere el verso, no se trata del mapa de Mauro que está en el museo —puntualizó Edie.

—Tal vez, aunque desconocemos cuándo se hizo la inscripción que aparece en la tablilla, ¿no? Es decir, podría referirse a algo que se encontraba en la Isla de los Muertos hace cinco siglos pero que después cambió de ubicación.

—Buena observación. ¿Alguien había manipulado el cuerpo del panteón en algún momento? —preguntó Roberto.

—Si te refieres a si lo habían diseccionado antes de que nosotros lo exhumáramos, la respuesta es no —dijo Edie.

—Así pues, la tablilla que encontrasteis debieron de colocarla allí cuando lo enterraron o justo antes.

—Sin lugar a dudas.

—En ese caso, Jeff tiene razón. Si el autor del poema está haciendo referencia al famoso mapa de Mauro, entonces podría encontrarse en la Biblioteca Marciana y sería prácticamente imposible conseguir echarle un vistazo de cerca.

—¿Es fácil llegar a San Michele? —preguntó Edie—. ¿Podemos ir en
vaporetto
?

Roberto sonrió.

—No digas tonterías.

El chófer de librea de Roberto, Antonio, un hombre de una belleza fuera de lo normal, con su pelo negro azabache y sus rasgos bellamente cincelados, se encontró con ellos en el embarcadero próximo a los Jardines Reales. Los escoltó hasta la lancha de Roberto, una preciosa motora azul de acero y teca, restaurada alrededor de 1930. Jeff y Edie recibieron ayuda para subir a bordo, mientras Roberto permanecía unos instantes en la proa explicándole a Antonio adónde tenía que llevarlos. Cuando regresó a popa, llevaba en las manos una canastilla de mimbre.

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