Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
Cosimo puso una brazada de valiosos documentos en los brazos de Contessina y empezó a meterse todo lo que pudo en los bolsillos y bajo el cinto. Niccoli cogió un par de rollos y a continuación tiró de Cosimo para protegerlo tras la pila más alta de cajas. Al instante, dos de los bandoleros de Stasanor entraron atropelladamente en la sala.
Antes de que pudieran acercarse, Niccoli y Contessina salieron de su escondite de un salto. Niccoli llevaba la antorcha en una mano y su espada en la otra. La antorcha trazó un fiero arco en el aire y le abrasó la cara a uno de los hombres, que lanzó un alarido. Entonces, echándose hacia delante, colocó la espada en el cuello del bandido y se lo cortó con un solo movimiento. La sangre brotó en forma de gran chorro y el hombre se hincó de hinojos, tapándose el cuello con ambas manos. Contessina alcanzó rauda al otro guardián. La sorpresa le proporcionó una clara ventaja. Su asombrado contrincante apenas tuvo tiempo de esquivar el primer golpe de espada, pues ella le había pillado desprevenido. Antes de tocar el suelo ya estaba muerto.
Fuera, en el pasillo, les llegaron más voces de hombres que se acercaban. Niccoli apagó la antorcha. Se escondieron en la penumbra y retuvieron el aliento. Dos intrusos más pasaron por delante de ellos a todo correr y se metieron en el almacén, para volver a salir unos segundos después. No repararon en los tres florentinos, escondidos en un oscuro hueco.
—¿Y ahora qué? —dijo Contessina.
—Seguidme. —Niccoli comprobó que no hubiera nadie en el pasillo y se escabulló por él.
Pasados el almacén y el despacho de limosnas, cruzaron otra puerta y se encontraron dentro de la capilla. La bordearon y, sorteando las columnas de piedra, rápidamente llegaron al altar. Un joven monje, un muchacho de no más de trece o catorce años, saltó de detrás del altar con un crucifijo en las manos. Estaba pálido de espanto. Al ver a Niccoli, con la cara salpicada de sangre y la espada destellando en la mortecina luz, lanzó un grito, soltó el crucifijo y salió corriendo a toda velocidad. Niccoli salvó los escalones de piedra de un solo salto para llegar al rincón de la sala donde una angosta puerta comunicaba con un ancho pasillo. Divisaron a un grupo de bandidos que corría en dirección a la capilla.
—La torre debe de estar a la derecha —susurró Niccoli—. Creo que hay otra manera de salir de aquí.
Nadie les vio entrar en la sala de la torre. En el centro de la misma había un hombre, en pie, solo. Se asemejaba a un conejo, sorprendido por la luz de una tea, con el casco ladeado. Apenas había llegado a la pubertad, cual un gemelo del joven monje, pero en este caso se trataba de un muchacho que había llevado una vida totalmente diferente. Lanzó una mirada a su espada, tendida en un banco de madera a escasa distancia. Niccoli ladeó la cabeza y enarcó las cejas.
Necesitó sólo unos segundos para atarle al chico las manos y amordazarlo. Mientras Niccoli se ocupaba de esto, Contessina y Cosimo registraron la sala. En un baúl de madera arrimado a la curva pared exterior de la sala de la torre encontraron cuerda y un par de garfios, restos de las obras de reforma que había sufrido el monasterio unos años antes.
Una puerta entornada daba a una rampa que ascendía hasta un entresuelo. No les quedaba más opción que asir con fuerza la espada y lo que habían logrado salvar de la biblioteca y huir por aquella rampa. En lo alto había un antepecho y, más allá, la noche oscura. A su izquierda un pasillo conducía de vuelta al monasterio. Contessina echó un vistazo al otro lado del muro y distinguió el suelo a unos diez metros de distancia. La hierba se perdía de vista en la oscuridad.
Niccoli agarró un garfio mientras Cosimo lanzaba ya otro por la pared desde lo alto del parapeto. Arrojaron las cuerdas hasta abajo. Niccoli descendió en primer lugar. Cosimo ayudó a Contessina a superar el parapeto de mampostería y a deslizarse ágilmente hasta el suelo. Cosimo llegó unos segundos después. Al aterrizar, se le cayeron de la túnica un par de libros. Se agachó para recogerlos pero Contessina se le adelantó:
—¡No! —le espetó, al tiempo que dos flechas se clavaron con un sonido sordo en la tierra, a su lado.
Bajaron en zigzag por una accidentada pendiente. Cosimo lanzó un vistazo atrás y vio a un grupo de saqueadores espoleando a sus caballos para dirigirse a toda prisa a un puente de madera próximo a los muros, en un esfuerzo por cortarles el paso. Estaba exhausto y caminaba tan despacio que casi se detuvo, sin dejar de jadear, para recobrar el aliento.
—Vamos, Cosimo —le gritó Contessina y corrió hacia él. Le rodeó con un brazo—. Ya no estamos lejos, si podemos…
En ese instante el jinete que iba en cabeza emergió de entre las sombras del monasterio, dejándolos boquiabiertos por la velocidad con que había cubierto la distancia desde los muros. Levantó una lanza y la arrojó. Contessina dio un salto hacia delante y apartó a Cosimo de un empujón. Él se estrelló contra el suelo y el jinete se abrió paso; los cascos de su montura casi aplastan la cabeza de Cosimo.
Niccoli agarró a Cosimo por un brazo y Contessina por el otro, y avanzaron a trompicones por los últimos metros de campo abierto hasta adentrarse en la arboleda.
—No os paréis ahora —gritó Niccoli, apretando el paso y tirando del brazo de Cosimo.
—Soltadme —exclamó Cosimo, y se zafó bruscamente—. No soy un niño.
Con un último resto de energía que ni él sabía que le quedara dentro, envainó la espada y avanzó entre la maleza. Todavía les llegaban voces, pero cada vez más lejanas. Por el bien de las pocas obras de gran valor que habían rescatado no podía detenerse, no mientras le quedase un ápice de aliento.
La lluvia empezó a caer a raudales cuando Ambrogio llegó al punto de encuentro. Le dolía todo el cuerpo y llevaba las manos y la cara cubiertas de cortes, sangrando. Se detuvo un instante, sacó el frasco y lo sostuvo a la luz. Su resplandor verde parecía más intenso ahora. En su recipiente de cristal aquel misterioso líquido parecía casi dotado de vida, y Ambrogio pudo percibir su poder latente. No pudo evitar sonreír para sí. Su maestro sabía mucho más que él acerca de aquel objeto milagroso, pero él era quien lo tenía ahora en sus manos. Volvió a esconder el frasco debajo de la túnica y oyó el chasquido de una ramita. Desenvainó la espada y se metió sigilosamente bajo la poco densa arboleda.
El hombre estaba casi encima de él cuando de pronto le vio. Ahogó un grito y dio un salto hacia atrás.
—Ambrogio, soy yo.
—¡Niccolò! Gracias a Dios.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo. Ambrogio volvió a tensarse al ver que otras dos siluetas salían de la penumbra. Entonces, una gran sonrisa se dibujó en su cara al distinguir a Cosimo y Contessina avanzando a zancadas hacia él.
Venecia, en la actualidad
Vincent había corrido las pesadas cortinas y había bajado la intensidad de la luz eléctrica, permitiendo así que la estancia quedase iluminada sólo con el reconfortante resplandor de las llamas. Edie y Jeff estaban sentados en el sofá, cada uno acunando en sus manos una gran copa de coñac, mientras Rose daba cabezadas en un butacón de cuero, debajo de la ventana del otro lado de la biblioteca. El apartamento de Jeff estaba precintado, pues era aún objeto de investigación de la policía forense. Candotti les había informado de que una unidad de la policía había estado siguiéndoles, cosa que, evidentemente, les había salvado la vida. Roberto había insistido en que se quedasen en su casa y sólo había dejado de exigir que le trasladaran a él también allí cuando Edie le amenazó con hacer el petate y largarse, ella sola, en el tren nocturno a Florencia si seguía en sus trece.
Pese a que la policía había seguido todos sus movimientos desde que salieron de la habitación de Roberto en el hospital, Jeff y Edie habían sido interrogados largo y tendido por un par de agentes de rango superior y habían tenido que narrar varias veces toda la sucesión de acontecimientos que culminaba con los balazos: su visita a La Pietà simplemente como turistas para contemplar los célebres frescos; su salida del templo pasadas las cinco y media de la tarde y el regreso al apartamento. Cada uno hizo una pormenorizada descripción del pistolero y aclaró que había sido él quien los había perseguido la noche anterior, herido a Roberto y acabado con la vida de Dino. También confirmaron que ese asesino era el hombre que había secuestrado la motora de Roberto y que había matado al conductor, Antonio.
Una asesora había hablado con Rose aparte y, después, con Edie y Jeff. Pero Rose sólo logró tranquilizarse de verdad cuando se halló dentro del Palazzo Baglioni. Era como si tuviese una afinidad natural con aquel lugar, y se había creado un estrecho vínculo entre ella y Roberto. Se sentía a salvo entre las antiguas paredes de la residencia a orillas del canal. Se había tomado el remedio especial a base de alcohol que le había preparado Vincent siguiendo lo que él afirmó que era una receta secreta que había acompañado a su familia desde hacía generaciones, y se había quedado dormida oyendo el melifluo sonido del
Intermezzo en la Mayor
de Brahms. Cuando Jeff le dio un beso de buenas noches, lo último que salió de su boca fue: «No puedo creerlo, papá. Sólo estuve fuera del apartamento unos minutos».
Jeff contempló a su hija dormida.
—Los jóvenes poseen una asombrosa capacidad de recuperación —dijo Edie en voz baja.
—Supongo que esto debe de traerte a la memoria un puñado de malos recuerdos.
Ella sonrió.
—Años de terapia han cubierto de yeso las grietas. Sólo tenía ocho años, era mucho más pequeña que Rose cuando mataron a mis padres, lo que no quiere decir que no me acuerde. Lo recuerdo hasta el último detalle, como si hubiese sido ayer. —Parecía querer hablar, y Jeff estuvo encantado de dejar que lo hiciera—. He revivido la experiencia un montón de veces. Nunca pierde fuerza, pero he logrado asimilar el hecho de que realmente aquello sucedió. Que realmente yo entré en aquel laboratorio improvisado en mitad del desierto y encontré a mi madre y a mi padre nadando prácticamente en su propia sangre. Fue simplemente un asesinato oportunista: el asesino se largó con un puñado de dólares. Ocurrió hace tres décadas y los relojes siguen funcionando, el mundo no se detiene sobre su eje, por mucho que uno piense que debería detenerse.
—Y ahora tú trabajas con los difuntos.
—Oh, sí.
—De un modo curioso, tiene que servirte de ayuda.
—De eso no estoy segura, pero permite poner las cosas en perspectiva.
Jeff puso cara de no entender.
—Fíjate en Cosimo de’ Medici. Fue uno de los hombres más ricos de todos los tiempos. Dentro de las limitaciones de su época, podía hacerlo casi todo. Él inició el Renacimiento, por amor de Dios. ¿Y qué es ahora? Esté donde esté su auténtico cuerpo, en el mejor de los casos no será más que un montón de huesos desmenuzándose bajo una preciosa chaqueta de botones de oro macizo.
Jeff pensó en la pobre Maria, en su vida tan violenta e innecesariamente arrebatada. Y también en Dino, que había pagado el precio más alto por salvarles. Eso había ocurrido hacía tan sólo dos noches, pero parecía ya una eternidad. ¿Dónde estaba Dino ahora? ¿Realmente alguna parte de su ser habría encontrado a su mujer y a su hija? ¿Las agonías de la vida de aquella familia habían quedado finalmente eliminadas, o todo lo que Dino había sido antaño no era ahora más que un pedazo de carne en descomposición en algún depósito de cadáveres de las cercanías?
Jeff se encogió de hombros y alzó la vista al techo.
—Preguntas sin respuesta —musitó—. Supongo que sólo en momentos como éste nos paramos a considerar el verdadero significado de la vida. ¿Y a qué conclusión llegamos?
—Cada cual extrae una conclusión completamente diferente —dijo Edie.
—Pero hay unas cuantas verdades básicas, ¿no?
—Probablemente no —repuso Edie.
—Todo es humo y espejos, nada tiene sentido, ¿no crees? Tanto si crees en una vida después de la muerte como si no, lo único que de verdad cuenta es lo que dejas a los demás, ya sea en forma de grandes obras de arte, de música maravillosa que la gente escuchará siglos después de que hayas muerto o de algo tan sencillo como ser recordado como una buena persona, como alguien que dio más de lo que recibió.
—Tal vez. —Edie apuró su copa y se sirvió otra más—. Pero al margen de lo que hagas, al margen de lo que dejes al marchar, empieza a descomponerse gradualmente y acaba desapareciendo. Lo veo a diario en mi trabajo. Al final nada queda, nada en absoluto. Los huesos se deshacen y se convierten en polvo, y el polvo se lo lleva el viento. —Dio un trago largo a su coñac—. Y lo que hacemos también desaparece, ¿o no? —No esperó la respuesta de Jeff—. Un día la música de Mozart caerá en el olvido, las palabras de Jesús dejarán de tener sentido. Sea cual sea su aportación, se desvanecerá y nadie lo recordará. Como dijo el gran George Harrison: todas las cosas han de pasar.
—Más bien —dijo Jeff, y alzó la copa a modo de saludo burlón. Los dos se echaron a reír.
—Bueno, ¿y ahora? —dijo Edie, secándose los ojos.
—Obviamente, lo primero es partir a Florencia. Todos juntos.
Jeff lanzó una mirada a Rose, sintiendo una punzada de remordimiento por meter a su hija en aquel follón. A continuación, le sobrevino un sentimiento de ira, ira por su impotencia a la hora de protegerla del horror que había tenido que presenciar.
Toronto, en la actualidad
La llamada a cierto número de teléfono de Venecia la hizo uno de los ayudantes noveles de Luc Fournier, quien la pasó a la limusina que se dirigía a gran velocidad al aeropuerto.
—Buenas noches —dijo Fournier. Y oyó la aspiración que hizo el hombre del otro lado del hilo telefónico para disponerse a hablar—. No es necesario que diga nada —le interrumpió Fournier, cortante y preciso—. Hagámoslo lo más sencillo posible. Quiero que intervenga usted personalmente. ¿Me comprende? Bien. Eso es todo. No me falle.
Venecia, en la actualidad
Los dos hombres iban vestidos con idénticos trajes grises. Uno llevaba un par de gafas de aviador apoyadas en el puente nasal, pese a que eran las diez y media de la noche y estaba oscuro como la pez en el exterior de la comisaría de policía. El otro, más alto que el primero, tenía el pelo cortísimo de color rubio platino con la raíz negra. Mascaba un chicle. Se acercaron al escritorio principal y el oficial al cargo, Gabrielli Risso, los miró de hito en hito y un leve hormigueo de miedo le recorrió la columna vertebral.