Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
—Querido Señor, toma a mi amigo Ambrogio, cuya vida acabó de manera tan cruel y a tan corta edad. Él cayó en la tentación, que acabó destruyéndole. Ha sufrido terriblemente por sus pecados. Rezo para que su alma descanse en paz eternamente, porque fue un hombre bueno, un amigo verdadero y fiel, un hombre, débil como todos nosotros. Yo le perdono y rezo para que en tu infinita sabiduría, Tú, Señor, puedas perdonarle también.
Hizo un gesto de asentimiento al capitán y el cuerpo amortajado de Ambrogio Tommasini se deslizó al mar.
Macedonia, en la actualidad
Mientras el
heli-jet
se acercaba volando bajo al aeropuerto de Skopje, Jeff pudo ver la ciudad a sus pies: una aglomeración no muy elevada de edificios blancos rodeada de unas montañas veteadas de verde. Una hora después él y Edie cruzaban la aduana y empezaban su periplo por la ciudad en un Toyota Landcruiser Sahara de color negro. El conductor y el guía los llevaron por la autovía que discurría en dirección al oeste; la carretera ascendía lentamente, al tiempo que el paisaje se volvía cada vez más montañoso. A última hora de la tarde alcanzaron el pie de la montaña de Golem Korab, el pico más alto de Macedonia y el emplazamiento de un antiguo monasterio hoy convertido en ruinas. El cenobio se elevaba junto a una ancha extensión de agua, el lago Angja. Mediante un programa informático denominado Google Earth —que permite ampliar las imágenes hasta ver cualquier punto del planeta a escasos metros de distancia— habían buscado el nombre de aquel lugar y habían podido localizar un cubo de piedra de grandes dimensiones, una construcción informe en lo alto de un islote próximo al centro del lago. No existía información disponible sobre el edificio pero, por lo que dejaban ver las imágenes ligeramente borrosas de Google Earth, parecía una especie de mausoleo de mármol. Curiosamente, tenía la misma forma que el contorno del edificio grabado en la llave.
Enseguida, la carretera principal dio paso a una empinada pista de tierra por la que ascendió el Toyota con su tracción a las cuatro ruedas. Pasados unos treinta minutos, llegaron a un campamento de montañeros llamado Refugio Karadjek. Desde ahí, les había dicho el guía, una agradable subida les llevaría hasta las ruinas.
Jeff y Edie iniciaron la escalada a la montaña en solitario. Cada uno llevaba un macuto, linternas, comida y walkie-talkies, dado que allí no había cobertura para sus teléfonos. Además, llevaban un encendedor, bengalas de emergencia y ropa de recambio. Jeff portaba asimismo un kayak hinchable hecho de fibra de carbono ultraligera.
Hacía un frío gélido, pero el lugar era increíblemente hermoso, de una belleza dura y frágil a la vez, como un Picasso de la época cubista o una mujer que hubiera dejado atrás el esplendor de la vida pero que siguiera radiante, con unos pómulos cincelados en el hielo. A Edie le recordaba las vacaciones de su infancia en Escocia, los paseos por los Grampianos. En aquel entonces no había sabido apreciar los espectaculares rascacielos de roca o los largos y estrechos lagos, apretujados hasta casi desaparecer por el movimiento de pinza de las antiguas rocas, pero ahora percibía la grandiosidad de todo aquello.
El monasterio se alzaba como los restos de un bosque fosilizado, con unas magníficas columnas de piedra, desmochadas e irregulares, que se elevaban hacia el cielo. Al contemplarlo, Jeff pudo visualizar la majestuosa imagen que tuvo antaño, tiempo atrás: era un monumento tanto al ingenio como a la devoción humanos, pues había sido un lugar de adoración y también un santuario en el que unas almas tenaces habían dedicado su vida a Dios. Y ahí, inmediatamente detrás del monasterio, a quizá treinta metros por la otra vertiente de la montaña, se encontraba el lago Angja, entre las sombras de los montes. Los rayos del sol se abrían paso entre las nubes y creaban unas zonas resplandecientes en los montes que rodeaban el agua. Pero el lago tenía el aspecto de un espejo negro, absolutamente en calma y adusto, casi como si fuera de otro mundo.
—¿Me dejas ver la hoja impresa? —preguntó Jeff. Había empezado a soplar el viento y los dos se habían puesto la capucha forrada de piel. Jeff comparó la imagen de Google Earth con la copia que habían sacado del esquemático grabado de la llave—. La isla debe de estar detrás de ese promontorio —dijo, señalando vagamente hacia el nordeste.
Al pasar cerca de las ruinas de las torres, encontraron una especie de sendero entre las rocas que bajaba hasta la orilla del lago. A unos cien metros, en medio de las inmóviles aguas negras, se veía un islote. Los árboles tapaban gran parte de la orilla, pero lograron distinguir los costados de un edificio chato, de muros rectos y desprovistos de adornos.
Dejaron los macutos en el suelo, Jeff quitó la funda protectora del kayak y esperó a que se desplegase en el suelo de guijarros. Presionó una palanquita en el lateral y se abrió un bote de gas que infló el kayak. Juntos, llevaron el bote al agua y se subieron a él.
No había corriente, por lo que les resultó fácil cruzar el lago. Cuando se bajaron en un saliente rocoso de la isla, les llamó la atención la quietud del lugar, el silencio casi absoluto que los rodeaba. La construcción dominaba la isla, como una especie de gigantesco bloque de mármol, sin ningún rasgo distintivo y de aspecto funesto. Los muros eran lisos, tallados sin mácula alguna hasta rayar en lo absolutamente anodino, dejando sólo las propias vetas de la piedra para ofrecer una textura o para romper su uniformidad. Les recordó a algo que Albert Speer habría podido soñar para las fantasías del Tercer Reich de Adolf Hitler.
Dieron dos vueltas al edificio antes de dar con la puerta: se trataba de un angosto rectángulo de mármol hecho con el mismo trozo de piedra que el muro. La veta recorría el mármol desde la puerta y seguía por el muro. Cerrada, habría resultado prácticamente imposible de ver, pero ahora estaba ligeramente entornada. Alguien había forzado el cerrojo recientemente, y aún podían verse los restos de un aceite lubricante. Jeff notó un escalofrío de emoción bajando por su espalda.
—No hace falta que sigas, Edie —dijo, mientras sacaba una linterna de su bolsa.
—No seas ridículo, por favor.
—A lo mejor uno de los dos debería quedarse aquí, por si acaso.
—Vete al cuerno, Jeff. Por si acaso, ¿qué? ¿No te parece un poco tarde para pensar así?
—Vale —dijo él, metiéndose bajo el dintel y encendiendo la linterna.
Sus pisadas resonaron contra el suelo de mármol de un estrecho pasillo. Los haces de sus linternas recortaban unos espectrales tubos de luz en la oscuridad, y lo único que podían distinguir era la pared del fondo, otra barrera de piedra desnuda. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudieron diferenciar una tenue luz y la uniformidad del espacio vacío dio paso a un contorno, una abertura rectangular con un pasillo detrás.
La luz que había a lo lejos era suficiente para poder ver, así que apagaron las linternas. Las paredes de piedra eran tan lisas y austeras como el resto del mausoleo: un mármol frío y desangelado que brillaba ligeramente. Guiados por el instinto, se arrimaron a la pared del pasillo, avanzando pegados a ella a un paso más lento. Al acercarse al final del pasadizo, pudieron ver otra abertura rectangular practicada en la piedra: una enorme puerta metálica comunicaba con otro pasillo más y, al cruzarla, se encontraron en una cámara con un techo muy alto. Las paredes estaban salpicadas de luz anaranjada, que danzaba y temblaba sobre la piedra. Edie se deslizó pegada a la pared y se adentró en la sala hasta donde se atrevió.
Se trataba de una inmensa cámara de planta circular con el techo abovedado, que casi formaba una semiesfera, y un remate puntiagudo en el centro, como las cúpulas de la catedral de San Basilio en la Plaza Roja. Las paredes y el suelo estaban hechos con una piedra de un blanco inmaculado, y en el centro había un enorme bloque de mármol negro.
En un primer momento Edie no comprendía cómo se iluminaba la sala, pues no había antorchas en las paredes. Pero a lo largo de todo el perímetro de la sala corría un canal de unos sesenta centímetros de ancho, donde las llamas lamían el aire mientras tenían su raíz inserta en un líquido negro y viscoso. Evidentemente, hacía muy poco que alguien había estado allí.
«Esto no pinta bien», pensó Jeff, pero era demasiado tarde para que ahora se volvieran atrás.
Dejaron los macutos junto a la entrada y se acercaron al bloque negro, que quedaba justo bajo el vértice del techo. A lo largo de uno de los vértices había tres escalones altos, que subieron lentamente. Una vez arriba, Edie abrió la boca, asombrada, y estuvo a punto de perder el equilibrio.
—¡Dios mío! —exclamó.
Debajo de una cubierta de cristal se veían dos enormes sarcófagos, colocados uno al lado del otro. Uno de ellos contenía el cuerpo de una mujer, vestida con lo que parecía ser un traje de novia, sólo que de color beis y cubierto por encaje de color azul claro; además, un velo de gasa le cubría la cara. El hombre del otro ataúd llevaba un largo manto de terciopelo azul real con brocado de oro. Ambos tenían la cara deshecha, con la piel agrietada en la zona de la barbilla y de las mejillas. Las manos reposaban sobre la seda color beis, aunque estaban totalmente descarnadas, por lo que los anillos gemelos de oro blanco y amatista parecían varias tallas mayores. Junto al ataúd más próximo había dos columnas de mármol y encima del pedestal de la izquierda, descansaba una caja de madera rectangular, sin ningún tipo de adorno, de unos treinta centímetros de largo. Sobre la columna de la derecha se veía una placa de oro con una inscripción latina grabada en ella. Lo único que fueron capaces de entender de inmediato fueron las palabras: Cosimo et Contessina de’ Medici.
—Bastante espectacular, ¿no les parece? —La voz provenía de la entrada.
Se dieron la vuelta.
—Deben de estar preguntándose dónde nos encontrábamos, ¿no? Créanme, este lugar es una madriguera de conejos.
Un hombre alto y delgado, con un traje negro y el pelo teñido de negro repeinado detrás de las orejas, emergió a la luz. Junto a él entró Aldo Candotti, llevando una pistola en el costado con toda la naturalidad del mundo. Y detrás de ellos hizo su entrada Jack Cartwright, que llevaba a una joven con él: Rose. Cartwright le sujetaba el brazo derecho a la espalda, retorcido hacia arriba, y le había tapado la boca con una mordaza de tela negra.
Jeff bajó los escalones a toda velocidad, emitiendo un gruñido inhumano que le salió de lo más hondo del pecho. Candotti agarró a Rose y le puso bruscamente el arma en la frente.
—Y ahora todos procuraremos mantener la calma, ¿entendido? —declaró con un amago de sonrisa el tipo alto vestido de negro.
—¿Quién demonios es usted? —le espetó Jeff—. ¿Y qué está haciendo con mi hija? —Dio un paso hacia Candotti, que presionó aún más el cañón del arma contra la cabeza de Rose, provocándole un gemido de dolor.
—Me llamo Luc Fournier. —Con una señal, ordenó a Candotti que aminorara la presión.
—Y tú —soltó Edie—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—El
signor
Cartwright lleva un tiempo trabajando a mi servicio —explicó Fournier—. Parece sorprendida,
signorina.
Edie se volvió contra Cartwright con los ojos echando chispas.
—¡Fuiste tú! Mataste a tu propio padrastro.
La expresión de negación de Cartwright parecía una mueca pintada en su cara.
—Pobre Jack —terció Fournier—. El pobrecito era siempre el segundo violín, siempre a la sombra del excelso Carlin Mackenzie. Me resultó fácil encontrar un aliado y enseguida aprovechó la oportunidad de contarme todo lo que estaba ocurriendo. Fui yo quien se apoderó del diario Medici en 1966 y parecía bastante posible que hubiese más tesoros enterrados en la cripta. No iba a permitir que otras personas diesen con ellos, ¿no creen?
—Entonces, ¿se enteró de la existencia del objeto en cuanto lo encontramos y mató a mi tío para robarlo?
—Fue una lástima.
Edie lanzó una mirada a Cartwright.
—Eres un cabrón —le espetó con rabia.
—No hemos venido aquí a arreglar disputas familiares. —Saltaba a la vista que Fournier estaba disfrutando con el papel de maestro de ceremonias—. Tenemos asuntos mucho más urgentes que atender. Esta cámara fue diseñada por Contessina de’ Medici y construida unos años después de su fallecimiento, un mausoleo en el que ella y su amado esposo pudieran descansar juntos por toda la eternidad. Todo muy conmovedor, pero lo único que me interesa es el contenido de esa humilde cajita de ahí. —Señaló el pedestal que había junto a las tumbas.
»Como sin duda sabrán ya, Cosimo de’ Medici y su futura esposa Contessina viajaron hasta este lugar hace casi exactamente seiscientos años. En aquel viaje los acompañaban dos hombres: Niccolò Niccoli y Ambrogio Tommasini. Habían salido de Florencia auspiciados por un místico y filósofo viajero llamado Francesco Valiani, quien los guió hasta la biblioteca del monasterio, donde se creía que se ocultaban importantes documentos de la Antigüedad. Pero ellos, o más bien Ambrogio, encontraron mucho más. Él descubrió una extraña sustancia capaz de proteger a la gente de las enfermedades, pero que a la vez podía resultar letal, un agente bioquímico.
—¿Qué tiene que ver todo eso con nosotros? —preguntó Jeff a bocajarro—. Por amor de Dios, suelte a mi hija.
Candotti ignoró la súplica.
—El contenido de esa caja tiene muchísimo que ver con usted,
signor
Martin —continuó Fournier—, y Rose es mi pequeña póliza de seguros. Usted y la
signorina
Granger forman un tándem magnífico; sabía que encontrarían la manera de llegar hasta aquí, después de todo lo que han tenido que pasar. De hecho, contaba con que lo conseguirían, porque ustedes poseen una información que yo necesito.
—¿Ah, sí?
—Necesito cuatro números —dijo Fournier—. Cuatro números romanos, para ser exactos. Y yo sólo tengo dos, los que aparecen grabados en la llave que nos llevamos de la Capilla Medici, los números D y M. Eso me plantea un problema.
Jeff se encogió de hombros.
—Pero también se lo plantea a usted,
signor
Martin. —Fournier sonrió de manera siniestra—. Durante sus idas y venidas han descubierto dos números romanos más que mi gente no ha sabido encontrar. Habríamos podido ahorrarnos muchas preocupaciones esta tarde si alguien hubiese tenido más iniciativa. Ahora me entregará esos dos números.