El secreto de los Medici (29 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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—Gracias —dijo Jeff, y pasó a zancadas por delante de Aldo Candotti, que no movió un dedo para impedirle el paso.

Al final del pasillo había una pequeña habitación. Nada más cruzar la puerta podía verse el leve dibujo de una puerta y un diminuto picaporte empotrado en la pared. El escondrijo secreto de Rose. Jeff asió el picaporte y tiró, rezando por que su hija se encontrara a salvo. Apretó el interruptor de la luz. La bombilla se había roto, pero la claridad que entraba le bastaba para ver el interior del escondrijo. Se trataba de un cuarto largo y estrecho provisto de un sofá en miniatura, una mesa baja y un armarito achaparrado en el que había unos cuantos libros.

—¿Rose?

No hubo respuesta.

—¿Rose? Soy papá. Todo está bien. Puedes salir.

Edie y dos agentes de la policía se acercaron.

—Jeff, ¿qué…?

—Creí que ella habría… —Edie le abrazó y él hundió la cara entre sus cabellos.

Se oyó un grito procedente del salón. Echaron a correr a toda velocidad hacia allí y vieron a Rose, con la cara color blanco alabastro.

Capítulo 24

Macedonia, junio de 1410

Guiados por el abad Kostov, Cosimo y los demás cruzaron el refectorio, recorrieron un lúgubre pasillo gris y descendieron por una escalera que bajaba a la cripta. Iban en silencio y el abad alumbraba el camino con una única antorcha titilante, hasta que llegaron a una sala circular con el techo bajo y abovedado. En el centro había un pilar de piedra que sostenía un recipiente de cristal del tamaño de la mano de un hombre aproximadamente. Dentro se veía un frasco cilíndrico, fino, de varios centímetros de largo, cerrado por cada extremo con sendas tapas de latón. Un extraño líquido de un repugnante color verdoso llenaba tres cuartos del frasco.

Cosimo avanzó unos pasos, pero el brazo del abad se levantó rápidamente para detenerlo.

—Amigo mío, no deis un paso más —dijo con voz firme.

Cosimo obedeció.

—Éste es nuestro recinto más sagrado —explicó el abad—. Hemos sido los guardianes de este objeto durante más de cien años. Llegó de la aldea de Adapolin, en la región de Sunun, lejos de aquí. Las aldeas del lugar sufrieron una terrible plaga que aniquiló a las gentes sin hacer distinciones, pero Adapolin se salvó. Ni uno solo de sus habitantes cayó enfermo.

»Un hombre llamado Jacobo, un simple campesino, poseía el objeto que tenéis ante vuestros ojos, este frasco sagrado. Mientras sus vecinos perecían, Jacobo indicó a los ancianos de Adapolin que erigiesen un pilar en la plaza del pueblo y levantaran una tapia a su alrededor. A continuación depositó el frasco en lo alto del pedestal y todos los habitantes de la aldea, mujeres, niños, viejos y jóvenes, desfilaron por delante del muro bajo. Todos y cada uno tuvieron que arrodillarse para rezar una breve oración y santiguarse.

»En el otoño de aquel año Adapolin se había hecho famosa y todos la conocían como la aldea del milagro. Llegaban multitud de enfermos y tullidos en busca de sanación. Muchos volvían a casa contando historias sobre curaciones milagrosas y sobre las cualidades protectoras del frasco de Jacobo. Pero el propio Jacobo se encontraba gravemente enfermo. Casi parecía que hubiese absorbido los negros humores y hubiese accedido a convertirse en el vasallo del Diablo. Se le llenó la piel de pústulas, tenía los ojos casi cerrados por las ampollas y se le cayó el pelo.

»Un día los aldeanos se despertaron con la sorpresa de que el frasco y Jacobo habían desaparecido. Fue el abad Andanov, cinco generaciones antes que la mía, quien acogió a aquel enfermo desconocido. Jacobo falleció dos días después de llegar aquí y fue enterrado en los cimientos de este monasterio. Mis antecesores han conservado el frasco a buen recaudo todo este tiempo.

Se produjo entonces el repentino y fortísimo sonido de una explosión, procedente de arriba, y la sala entera tembló. A continuación se oyeron gritos y el barullo de gente corriendo.

El abad se aferró al brazo de Cosimo.

—Ha empezado —dijo con voz ronca—. Nos atacan.

Un joven monje entró a tumbos en la sala. Tenía la cara manchada con hilos de sangre.

—Padre —dijo, jadeando—. Stasanor… —Se desplomó en el frío suelo de piedra y se quedó inmóvil.

—Deprisa, venid conmigo. —El abad Kostov dio un portazo al salir con ellos y cerró con llave. Luego, les hizo un gesto para que le siguieran por las escaleras. El refectorio estaba desierto, pero podían oír el estrépito del acero, gritos y rugidos de hombres a escasa distancia. Y les llegó el olor a algo que se quemaba.

—Ahora no puede ayudarnos.

Cosimo le cogió por las manos.

—Padre…

—Marchaos, amigos míos. Dios nos guiará. Debo dejaros.

—Cosimo, nuestras armas están en los aposentos —dijo Niccoli de pronto—. Demasiado lejos. Tendremos que dividirnos.

Tres hombres aparecieron al final del pasillo. Dos de ellos blandían espadas anchas y el tercero una maza.

Niccoli cogió una antorcha de un soporte y avanzó hacia ellos. Al salir a un espacio abierto, un claustro inserto en el mismo centro del monasterio, les llegaron unos gritos y el chisporroteo de la madera y la paja al arder. El aire estaba cargado del hedor de la carne quemada y de la sangre.

—Tenemos que disgregarnos —exclamó Tommasini por encima del clamor.

—Conformes. Hay que salir de aquí. Dirigirnos al lago. Hay una arboleda en la orilla del otro lado.

Cosimo dio media vuelta y notó que Contessina le agarraba el brazo.

—No pienso perderte de vista —dijo ella.

Jadeando, Tommasini consiguió volver a su cuarto. Se echó un fardo al hombro, desenvainó la espada y regresó al pasillo como una centella. Estaba llenándose de humo. Empezó a ahogarse y se dio cuenta de que no tenía ni la menor idea de cómo iba a escapar. Alguien apareció corriendo y él se apartó, pegándose a la pared. El hombre pasó por delante de él, corriendo hacia la oscuridad. A continuación, notó que alguien le agarraba por el hombro. Gritó y una voz susurró a su oído:

—Maestro Ambrogio.

A duras penas logró reconocer a uno de los monjes, el padre Daron, el bibliotecario.

—Debemos rescatar el frasco sagrado —susurró entre dientes—. Seguidme.

Las escaleras que bajaban a la cripta quedaban al otro lado de un patio. Una flecha pasó rozando la oreja de Tommasini. No tenía ni idea de dónde había venido y se limitó a seguir corriendo por aquellas losas irregulares. El monje se hallaba a sólo un par de pasos por delante de él, doblado por la cintura casi hasta tocar el suelo. Cuando llegaron a las escaleras, un hombre alto emergió por el umbral de una puerta, a la izquierda. Cargó contra ellos con la espada en alto.

El monje retrocedió y utilizó a Tommasini a modo de escudo. Pero el florentino estaba preparado, con los cinco sentidos en estado de alerta. Antes de que el asaltante pudiese asestarles un golpe, Tommasini clavó la espada al frente. Al hacerse a un lado para esquivar el cuerpo que se desplomaba, Tommasini perdió la espada, pero tuvo presencia de ánimo para asir el arma del muerto.

Una vez abajo, el padre Daron buscó nervioso la llave y finalmente logró abrir la cerradura. Entraron y el monje cerró de golpe la puerta; los dos hombres se hallaron de pronto en medio de una oscuridad escalofriante.

Se abrieron paso por el pasillo, a tientas, y atisbaron una tenue luz. En cuestión de segundos se encontraron de nuevo en la sala circular.

Tommasini siguió con la mirada los dedos del monje, que palpaban a toda prisa la superficie de la caja de cristal. Uno de los paneles se deslizó; el padre Daron metió la mano y cogió con sumo cuidado el frasco. A su espalda pudieron oír que alguien aporreaba la puerta para derribarla.

—¡Deprisa! Debéis llevaros esto.

El padre Daron puso el cilindro de cristal en las manos de Tommasini. Por un segundo, Ambrogio se permitió el lujo de observar detenidamente aquel objeto a la mortecina luz, maravillándose una vez más ante la intensidad de su color y del gran peso del líquido que contenía el tubo. Por su cabeza pasaron a toda velocidad imágenes del pasado. Las manos del santo Jacobo sosteniendo aquel mismo objeto, aquella cosa milagrosa.

Se oyeron unas pisadas de botas contra la piedra.

—Yo me pondré en manos del Señor —dijo el padre Daron—. Vos debéis escapar.

El monje entregó a Tommasini una de las antorchas de la pared y le empujó toscamente hacia la otra punta de la sala, donde retiró una alfombra que había en el suelo. Se apreciaba el difuso contorno de una puerta en la piedra. El padre Daron sacó del bolsillo una llave y la introdujo en una diminuta abertura; Tommasini le ayudó a levantar la tapa. Una escala se perdía en las negras profundidades. Tommasini se subió al primer travesaño justo cuando tres hombres arremetían en la sala. El monje le empujó la cabeza hacia abajo y el florentino a punto estuvo de caerse. La portezuela se cerró de golpe encima de él.

Tommasini se encontró entonces en el interior de un túnel de apenas su altura con una anchura algo mayor que sus hombros. Avanzó a trompicones hasta una bifurcación y siguió por el ramal izquierdo, por puro instinto. Le costaba respirar en aquel aire fétido y estaba empapado en sudor. Aguzó el oído para tratar de percibir si alguien le seguía y procuró apaciguar los latidos de su corazón. Resultaba imposible detectar nada en medio del rugido de las llamas, las explosiones y el retumbar de la mampostería. Siguió por otro túnel. Sólo contaba con su intuición como guía. Al cabo de treinta pasos, dobló una esquina y vio un muro de piedra maciza justo delante. Por allí no había salida.

Otra explosión justo encima de su cabeza hizo temblar los muros y parte del techo empezó a desmoronarse. Siguió una lluvia de fragmentos de piedra y pizarra, y un trozo enorme de roca estuvo a punto de caerle encima. Tommasini mantuvo el equilibrio, pero se le había apagado la antorcha. Palpó con la mano izquierda por debajo de la túnica para comprobar que el frasco estuviera intacto y entonces, aferrándose a la espada, se dirigió lentamente, arrastrando los pies, hacia un diminuto resquicio de luz.

—Debo salvar todo lo que pueda de la biblioteca —susurró Cosimo—. Para eso vinimos aquí. No podemos permitir que quede todo completamente destruido por este Stasanor.

Contessina le cogió la mano con fuerza.

—Crucemos el patio —insistió Cosimo, y señaló una puerta en el muro del otro lado.

A su derecha había un gallinero y, junto a éste, un huerto bien provisto dividido por un caminito estrecho. A su izquierda una puerta abierta comunicaba con una lavandería vacía. Contessina estuvo a punto de tropezar con el cuerpo de un hombre ataviado con una túnica de piel de color negro. Se adueñó de su espada y trazó con ella un círculo en el aire cuando Niccolò Niccoli, armado en ese momento con un sable, apareció andando de espaldas en dirección a ellos, combatiendo contra dos hombres.

Contessina brincó hacia delante para echarle una mano. El bandido cargó contra ella con la maza, que por poco no le da en la cabeza. El hombre no tenía experiencia con aquella arma y tardó en recuperar el equilibrio. A la velocidad del rayo, Contessina acuchilló a su atacante desde el cuello hasta la ingle. Entonces, recogió la maza del suelo de tierra y se la lanzó a Cosimo. El atacante de Niccoli se distrajo un momento y Niccoli se abalanzó contra él y le clavó el acero en la boca. La hoja salió por la nuca del bandido, justo debajo de la base del cráneo. Niccoli la dejó ahí y corrió hacia la puerta del otro lado del patio.

Niccoli asió el picaporte y abrió la puerta con muchísimo cuidado. Daba a otro pasillo, corto y estrecho, que terminaba en unas escaleras. La puerta de la biblioteca quedaba a la derecha. Estaba cerrada con llave.

Cosimo dibujó un arco con la maza, con todas sus fuerzas, y el cerrojo saltó hecho pedazos por el impacto del golpe. Justo al otro lado había una antorcha en un soporte. Niccoli extrajo de su bolsillo un pequeño trozo de pedernal y un eslabón que guardaba en una caja de ébano. Chascando el eslabón contra el pedernal, consiguió hacer chispa para prender una astilla. Acercó a la llamita la antorcha empapada en aceite y ésta prendió de inmediato.

Muchas de las estanterías de la biblioteca estaban ya vacías. Cosimo acudió a toda prisa a la sala contigua. El suelo en toda su extensión estaba cubierto de cajones de embalar, algunos formando torres de tres pisos. Esa misma noche el abad había empezado a guardar algunos de los ejemplares más valiosos del monasterio para almacenarlos en un laberinto de catacumbas horadadas bajo el suelo del edificio. Prácticamente todas las cajas estaban atadas con cordel, y algunas de ellas selladas con alambre y con una sustancia densa de color amarillento. Junto a las cajas había un par de canastas. Una de ellas estaba llena de copas, fuentes y varios objetos de plata; la otra contenía un montón de iconos religiosos, cuadros pintados en tablas de madera, crucifijos de oro y de plata, cálices e incensarios con cadenas que todavía emanaban intensos perfumes.

Cosimo levantó la tapa de la caja más próxima y sacó con sumo cuidado los documentos más fáciles de coger. Abrió una cubierta polvorienta, sopló sobre la página inicial y leyó las palabras escritas en griego. Se trataba de un manual para diseñadores de acueductos, escrito por un tal Umenicles. Luego, sostuvo entre los dedos un pergamino ajado que parecía cubierto de marcas de quemadura de color ámbar.

—Esto está escrito de puño y letra del mismísimo Herodoto —dijo, apenas capaz de creer lo que veían sus ojos. El siguiente volumen contenía páginas de diagramas geométricos y fórmulas matemáticas. Era la obra de un discípulo griego de Euclides.

—Se me parte el corazón al contemplar estas maravillas —dijo Contessina suspirando—. ¿Qué podemos hacer?

—Propongo que nos apresuremos —murmuró Niccoli.

Pero Cosimo estaba en otro planeta. Se sentía hastiado y eufórico al mismo tiempo. Casi era demasiado, no podía entenderlo.

—¿Qué podemos hacer? —dijo finalmente.

—No mucho, me temo.

—Niccolò, no podemos dejar aquí estos libros; ¿cómo podemos plantearnos otra cosa?

Contessina se acuclilló y colocó dulcemente su mano en el hombro de Cosimo. Pero era demasiado tarde. Los saqueadores estaban ya en camino. Sus voces resonaban por el pasillo.

—¡Deprisa! —dijo Contessina entre dientes, y agarró a Cosimo.

—¡Debemos salvar todo lo que podamos!

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