Read El secreto de los Medici Online
Authors: Michael White
—¿Sí?
El hombre de las gafas de sol supervisó en silencio la sala. El otro sacó una cartera del bolsillo y la sostuvo en alto a poca distancia de la cara del agente. ROS: Raggruppamento Operativo Speciale, un cuerpo de elite dentro de los Carabinieri, una unidad antiterrorista.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó Risso.
Sin dejar de mascar el chicle, el rubio dijo:
—Hemos venido a recoger al prisionero.
—Si se refiere al sospechoso de asesinato que trajeron esta noche de San Marcos, todavía lo están procesando.
—Dígale a su jefe que venga aquí… ahora mismo.
Risso clavó la mirada en los ojos del hombre, gris pizarra, y decidió no discutir con él. Levantó el auricular y marcó tres números.
Al poco rato apareció un hombre de mediana edad vestido con el uniforme de vicecomandante provincial.
—Comandante Mantessi. —Hablaba con un fuerte acento napolitano—. Mi oficial de servicio me dice que está usted interesado en el asesino de San Marcos.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?
El comandante indicó una sala que daba al vestíbulo principal. Estaba vacía, salvo por una mesa de acero. Había unas barras metálicas en la única ventana cuadrada situada en la pared de enfrente de la puerta. El hombre de las gafas se colocó sin decir nada en la otra punta de la mesa. El rubio tomó asiento.
—Nos han enviado para trasladar al prisionero.
El comandante se sentó frente a él, apoyó los brazos en la mesa y entrelazó los dedos.
—Es la primera noticia que tengo.
—Nuestro comandante le envió un correo electrónico esta tarde.
—No he recibido ningún correo electrónico.
El agente del ROS extrajo un fajo de documentos de un bolsillo interior de la chaqueta sin quitarle los ojos de encima a Mantessi.
—Tenga.
Mantessi los miró y se levantó sin mediar palabra.
—Esperen aquí.
En menos de un minuto había regresado a la habitación.
—No hay constancia de esta petición, aparte del documento que me ha mostrado. No hay ningún mensaje de correo electrónico —dijo sin más.
—Me he adelantado a esa contingencia —dijo el agente del ROS—. No se puede uno fiar de las nuevas tecnologías, así que me he tomado la libertad de llamar a su superior, el subprefecto Aldo Candotti. —Pasó a Mantessi su propio móvil. El comandante lo cogió como si acabaran de ofrecerle un pescado rancio. Acercándoselo a la oreja, dijo—: Sí, subprefecto. Sí, es correcto. Pero, señor, no tenemos ninguna petición formal de… —Lanzó una mirada al agente del ROS, el cual mantenía la vista en sus zapatos y se balanceaba sobre los talones. El otro agente parecía estar observándole directamente a él, pero no resultaba fácil saberlo a ciencia cierta—. Correcto, señor. Sí, naturalmente. Entiendo… Muy bien… Buenas noches. —Simuló poner fin a la conversación, aun cuando Candotti ya había colgado.
El furgón del ROS aparcó junto a la entrada trasera de la comisaría. Habían esposado al prisionero con las manos detrás de la espalda. Cuatro agentes lo escoltaron hasta las puertas del furgón. El prisionero le dedicó una sonrisita a Mantessi, que observaba el proceso desde el umbral. Dos agentes uniformados le obligaron a meter la cabeza en su interior para poder cerrar las puertas y a continuación las aporrearon para indicar al conductor que estaba todo bien cerrado. El furgón se marchó. Un Alfa Romeo 159, con los dos agentes del ROS, le siguió rápidamente.
Los dos vehículos cruzaron el Ponte della Libertà y doblaron en dirección a Mestre, dejando las luces de Venecia a la espalda, hundiéndose en la línea del horizonte. La carretera viraba al norte y se perdía entre campos de cultivo bordeados de olivares, para estrecharse posteriormente y quedar convertida en una calle de doble sentido con humildes casas de piedra a ambos lados. La furgoneta y el coche se metieron por una calleja de acceso a una vivienda y apagaron el motor. Los dos hombres salieron rápidamente del Alfa Romeo y se reunieron con el conductor del furgón a medio camino entre los dos vehículos. La tierra estaba cubierta de nieve medio derretida. Hacía sólo una hora que había dejado de caer aguanieve. El aliento de los hombres entró en contacto con el aire helado y formó volutas de vaho alrededor de los rostros. Intercambiaron las llaves. El coche dio marcha atrás, giró sobre su eje y arrancó derrapando, mientras los dos agentes del ROS subían de un salto en la cabina de la furgoneta, arrancaban el motor y proseguían por aquella pista embarrada. A un kilómetro y medio de distancia divisaron unas faros en mitad de la noche. Ralentizaron y aparcaron debajo de las ramas de un árbol, cerca de un coche negro. Salieron, rodearon la furgoneta y abrieron las puertas traseras.
—Dios, me alegro de veros —exclamó el prisionero, y salió como pudo al aire gélido.
Uno de los hombres del ROS le dio unas palmadas en la espalda.
—Me alegro de verte también, Giulio.
El otro agente abrió rápidamente las esposas. Giulio se frotó las muñecas. Uno de los tipos le ofreció un cigarrillo. Él lo cogió, agradecido, y lo encendió, y fue detrás de ellos hasta el otro lado de la furgoneta.
Los faros se apagaron y un hombre corpulento salió del coche negro. Aldo Candotti llevaba las manos metidas en los bolsillos de un abrigo negro que le llegaba por debajo de las rodillas y cuyos faldones le golpeaban las piernas. Estrechó las manos a los tres hombres y dijo:
—Un trabajo excelente. —Su voz no denotaba sentimiento alguno—. Y ahora, caballeros… —Se volvió hacia los dos agentes del ROS—. Si pudieran esperarnos aquí un momento, me gustaría tener unas palabras en privado con Giulio.
Candotti rodeó los hombros del prisionero con uno de sus fornidos brazos y se alejó con él por la vereda cubierta de hojarasca, bajo los árboles.
—Le estoy realmente agradecido —dijo Giulio, dedicando a Candotti una amplia sonrisa—. En breve dispondré de la información que necesita.
—El problema —replicó el jefe de policía— es que pareces haber generado… ¿cómo lo diría? Mucho mal rollo, Giulio. Tu ocurrencia de ir a por la niña en el apartamento fue tal salvajada que tuve que intervenir personalmente.
Giulio se quitó el cigarrillo de los labios usando los dedos a modo de tenazas. Lo tiró al suelo, a un lado, y lo aplastó con la punta del zapato. Cuando volvió a levantar la vista, Candotti le puso una pistola a una pulgada de distancia de la frente. Giulio se tensó y retrocedió un paso.
—La ineficacia puede excusarse en el caso de muchas personas, Giulio —dijo Candotti en tono cansino—. La gente puede tolerar que una estrella del pop llegue tarde al concierto, o que un pintor necesite un poquito más de tiempo para acabar su obra maestra. ¿Pero los asesinos? Mira, así no funciona la cosa, ¿verdad que no? Seguro que te haces cargo.
La mente de Giulio trabajaba a toda velocidad. Ninguna situación era totalmente irreparable. Lanzó un vistazo a los vehículos y vio que los dos hombres les miraban directamente.
—Diría que lamento tener que hacer esto —dijo el jefe de policía—, pero odio tanto los tópicos… ¿Tú no? Bueno, ¿qué hago? ¿Te pido que te arrodilles y te disparo a la cabeza, o sería más amable de mi parte dejar que te vayas corriendo y dispararte por la espalda?
El arma se disparó y produjo un enorme boquete en el centro de la frente de Giulio.
—¿O qué tal si te pillo por sorpresa? —preguntó Candotti. Enfundándose el arma, regresó al coche procurando no mancharse de barro los zapatos. Estaba arrancando el motor cuando se le acercaron los dos policías. Candotti bajó la ventanilla.
—Enterradlo en el bosque —dijo mirando a los fríos ojos del agente rubio del ROS. Sin añadir más, aceleró por la pista de tierra, salió a la carretera principal y volvió a la Serenísima República.
Florencia, en la actualidad
Cuando llegaron a la Capilla Medici era ya noche cerrada. Sólo quedaban plazas en los trenes de la tarde procedentes de Venecia, por lo que habían alquilado un coche. Lo cual, unido a una visita a Roberto, otra incursión en el apartamento de Jeff para recoger dos o tres cosas más y una nueva cita en la comisaría para obtener permiso para viajar a Florencia, les había impedido salir finalmente de Piazzale Roma antes de las cuatro de la tarde.
Jack Cartwright salió a recibirles al pie de las escaleras que bajaban al panteón. Saludó a Jeff con un apretón de manos y dedicó a Edie una mirada contrita. Ella puso los ojos en blanco y se fue derecha al antiguo despacho de su tío.
La policía había devuelto todo lo que se había llevado para analizar, pero sólo una integrante del laboratorio, Sonia Stefani, se había incorporado al trabajo. Habían vuelto a instalar los ordenadores y a comprobar que estaban todos los archivos; todo estaba como debía ser. De hecho, resultaba escalofriante que todo se encontrase en un estado tan similar a como lo habían dejado una semana antes, prácticamente como si no hubiese pasado nada.
Jack señaló el techo.
—Cámaras de circuito cerrado de televisión —dijo—. Recomendación de la policía, y el seguro se empeñó en que las pusiéramos. En mi opinión, es una puñetera intrusión.
Edie se encogió de hombros.
—Qué bien que hayas vuelto tan pronto —le dijo a Sonia—. Jack y yo lo valoramos mucho.
—Para serte sincera, estaba más aburrida que una ostra. ¿Has estado en Venecia?
—Sí, necesitaba un respiro —mintió Edie—. Éste es mi amigo Jeff, y ella es su hija, Rose.
Todos se estrecharon la mano.
—Bueno, ¿qué está pasando? —preguntó Edie—. Sé lo del reportaje de la tele, por supuesto. —Lanzó una mirada a Jack Cartwright, que se había sentado en una silla giratoria ante el viejo escritorio de Carlin Mackenzie.
—¿Ves esto de aquí? —dijo Jack, señalando la imagen que aparecía en la pantalla de su ordenador: unas franjas de colores parecidas a las franjas de la cinta de un soldado—. Hace sólo dos días conseguí un programa recién salido al mercado que te permite secuenciar una cantidad de ADN con la que trabajar a partir de la fuente más minúscula. Esto implicó que podía analizar con mucha más precisión la naturaleza del ADN que extrajimos del cuerpo que creíamos pertenecía a Cosimo. Para que puedas comparar, aquí hay unas muestras de cuatro miembros de la familia Medici. —Pulsó varias teclas y aparecieron una serie de bandas de colores debajo de la primera—. Lo normal sería ver coincidencias en esta zona. —Desplazó el cursor por un tramo de bloques de colores—. Pero no hay absolutamente nada. —Levantó la vista hacia Edie—. Es imposible que el cuerpo que hemos estado estudiando pertenezca a un Medici.
—Entonces, ¿quién demonios es? —preguntó Jeff.
—Eso no te lo puedo decir. Pero he descubierto una serie de datos interesantes. Comparé la muestra con el HapMap Internacional.
—¿El qué? —dijo Jeff.
—Perdona. Desde que se trazó el mapa del genoma humano hace unos años, disponemos de una cosa que llamamos el Proyecto HapMap Internacional, un catálogo de SNP.
—¿Y eso qué es?
—Polimorfismos de nucleótido simple —le interrumpió Edie—. Diminutas cantidades de ADN humano que varían más comúnmente de una persona a otra; o sea, los fragmentos del genoma que contribuyen a que una persona tenga los ojos azules, por ejemplo. O el pelo negro.
—O una nariz como la de mi madre —intervino Rose.
Jeff le puso un brazo alrededor de los hombros.
—Lo que sea —dijo Cartwright—. La cuestión es que me encontraba en disposición de comparar el ADN de este cuerpo con los más de tres millones de SNP del catálogo y descubrí que el cadáver corresponde a un varón nacido en Escandinavia. Que nosotros sepamos, Cosimo de’ Medici jamás viajó a menos de mil leguas de Escandinavia, por lo que el cuerpo, definitivamente, no es de Cosimo. Mi sugerencia es que probablemente se trate del cuerpo de algún sirviente de la corte o de un esclavo.
—¿Y qué hay de la mujer? —preguntó Jeff.
Jack se puso en pie de repente.
—Vosotros dos ¿me vais a contar alguna vez qué demonios está pasando aquí?
Edie tragó saliva.
—¿Qué te hace…?
—Edie, ¿por qué has vuelto a toda velocidad? ¿Cómo es que de pronto Jeff está tan interesado en todo esto? —Respiró hondo—. Yo leo los periódicos, ¿sabes? Cuatro muertes en unos días y un famoso vizconde herido de bala, un tipo que resulta ser amigo tuyo, Jeff.
—Discúlpame, Jack —dijo Edie—. No era mi intención tenerte en la inopia. —Se fijó en que Rose abría cada vez más los ojos.
—Ni yo a ti —dijo Jeff a su hija.
Edie contó por encima toda la historia a Cartwright, sin mencionar la delicada información que habían descubierto por las pistas.
—Y evidentemente en La Pietà habéis encontrado algo que os ha traído hasta aquí, ¿no? —preguntó Jack cuando Edie hubo terminado.
Edie asintió en silencio.
—Claramente, no os habéis enterado de lo último.
—¿Qué quieres decir?
Cartwright guardó silencio unos segundos, saboreando la dramática reacción que había generado su observación.
—El supuesto asesino ha escapado de la policía.
—¡¿Qué?! —exclamaron Jeff y Edie al unísono.
—La noticia se ha dado a conocer esta noche, de hecho justo antes de que llegaseis. No hay ni rastro de él.
—¿Papá? —preguntó Rose con voz quejumbrosa.
—Espera un segundo, cariño —dijo Jeff—. No pasa nada.
—¿Qué encontrasteis exactamente en La Pietà? —quiso saber Jack Cartwright, con semblante adusto.
—Allí hay un fresco.
—Lo sé. ¡El templo está repleto de malditos frescos!
—En uno se veía una imagen de esta capilla. Y una leyenda: Sotto 400, 1000.
—¿Y eso qué se supone que quiere decir?
—«Debajo» en latín —dijo Edie.
—Eso ya lo sabía —murmuró Jack.
—Pues eso. No tengo ni idea de lo que quiere decir el resto.
Cartwright se volvió hacia Jeff.
—¿Y tú?
—Yo he pensado que podría tratarse de una combinación numérica o de un código, pero…
—Es evidente que lleváis demasiado tiempo enzarzados con todo esto —dijo Jack—. Los árboles no os dejan ver el bosque. ¿Para qué mezclar el latín con los números actuales? ¿Cuatrocientos, mil? Tiene que significar algo. Cambiad el cuatrocientos y el mil por los números romanos correspondientes y ¿qué obtenéis? CD, M.
—CD, M…
—¿Cosimo de’ Medici?
Jeff y Edie miraron a Cartwright como si acabara de desvelarles el secreto de la vida.