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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (28 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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La llanura se extendía monótonamente, igual a mi derecha que a mi izquierda. No había a la vista más que un infinito resplandor blanquecino. Quería ver el suelo que pisaba, pero no podía bajar los ojos. Alcé la cabeza para mirar al cielo; vi otra superficie ilimitada y blanquecina, que parecía unida a aquélla sobre la cual me hallaba. Experimenté una súbita aprensión e intuí que algo estaba a punto de serme revelado. Pero el re­pentino y devastador asalto de la desintegración lo im­pidió. Cierta fuerza me arrastró hacia abajo. Fue como si aquella superficie me tragase.

Néstor sostuvo que el haber visto una cúpula era de tremenda importancia porque esa forma en particular había sido referida por el Nagual y por Genaro como imagen del lugar en que se suponía que todos nos íba­mos a reunir algún día con ellos.

Llegados a ese punto, Benigno se dirigió a mí, di­ciendo que había oído las instrucciones recibidas por Eligio en el sentido de dar con esa cúpula. Agregó que el Nagual y Genaro habían insistido en la cuestión, de modo que Eligio la entendiese cabalmente. Ellos siem­pre habían considerado a Eligio el mejor; por lo tanto, le prepararon para hallar esa cúpula y entrar a su bóveda blanquecina una y otra vez.

Pablito dijo que los tres habían sido instruidos para encontrar esa cúpula, si les resultaba posible, pero nin­guno lo había logrado. Comenté en tono de queja que ni don Juan ni don Genaro me habían mencionado jamás nada semejante. Yo no había recibido enseñanza alguna relacionada con una cúpula.

Benigno, que se encontraba sentado a la mesa frente a mí, se puso de pie y vino a mi lado. Se situó a mi iz­quierda y me susurró al oído que tal vez los dos viejos me hubiesen instruido y yo no lo recordara, aunque tam­bién era probable que no me hubieran dicho nada para que no fijase mi atención en ella una vez encontrada.

—¿Cuál era la importancia de la cúpula? —pregunté a Néstor.

—Allí es donde están el Nagual y Genaro —replicó.

—¿Y dónde se encuentra esa cúpula? —inquirí.

—En alguna parte, sobre esta tierra —dijo.

Tuve que explicarle detenidamente la imposibilidad de que una estructura de esas dimensiones existiese en nuestro planeta. Le dije que mi visión había sido algo muy semejante a un sueño y que cúpulas de esa altura sólo eran concebibles como producto de la fantasía. Rió y me palmeó delicadamente la espalda, como si le si­guiese la corriente a un niño.

—Tú quieres saber dónde está Eligio —dijo Néstor de pronto—. Pues bien: está en la bóveda blanquecina de esa cúpula con el Nagual y Genaro.

—Pero esa cúpula fue una visión —protesté.

—Entonces Eligio está en una visión —dijo Néstor—. Recuerda lo que Benigno acaba de decirte. Ni el Nagual ni Genaro te ordenaron hallar esa cúpula y regresar a ella. Si lo hubieran hecho, no estarías aquí. Estarías donde Eligio, en la cúpula de esa visión. Como ves, Eli­gio no murió como muere un hombre en las calles. Sim­plemente, no regresó de su salto.

Su declaración me resultó asombrosa. No podía apartar de mi memoria la intensidad de las visiones que había tenido, pero por alguna razón desconocida de­seaba discutir con él. Néstor, antes de que me fuese po­sible decir nada, llevó la cosa aún más allá. Me recordó una de mis visiones: la penúltima. Había sido la más angustiosa de todas. En ella me perseguía una extraña criatura oculta. Sabía que estaba allí, pero no alcanza­ba a verla, no porque fuese invisible, sino porque el mundo en que me encontraba era tan increíblemente nuevo que no podía determinar qué era cada cosa en él. Fueran lo que fueran los elementos que tenía a la vista, ciertamente no eran de esta tierra. La angustia que ex­perimenté al saberme perdido en un lugar así estuvo a punto de superar mi capacidad emocional. En cierto momento, la superficie sobre la cual estaba parado co­menzó a sacudirse. Percibí que cedía bajo mis pies y me aferré a una especie de rama, o un apéndice de algo que me hacía pensar en un árbol, que colgaba, exactamente sobre mi cabeza, en un plano horizontal. En el instante en que la toqué, la cosa me rodeó la muñeca, como si hubiese estado llena de nervios que lo captaran todo. Fui alzado a una tremenda altura. Miré hacia abajo y vi un animal increíble; comprendí que se trataba de la criatura que me había estado persiguiendo. Surgía de una superficie que parecía ser suelo. Distinguí su enorme boca, abierta como una caverna. Oí un rugido estremecedor, completamente sobrenatural, algo seme­jante a un grito estridente, metálico, sofocado, y el ten­táculo que me había cogido me soltó para dejarme caer en aquella boca de aspecto cavernoso. La vi en todos sus detalles en el curso de la caída. Entonces se cerró, con­migo dentro. Inmediatamente, la presión redujo mi cuerpo a una pasta.

—Ya has muerto —dijo Néstor—. Ese animal te co­mió. Te aventuraste más allá de este mundo y diste con el horror mismo. Nuestra vida y nuestra muerte no son más ni menos reales que tu corta vida en ese lugar y tu muerte en la boca de ese monstruo. Esta vida que tene­mos no es sino una larga visión. ¿Te das cuenta?

Espasmos nerviosos recorrieron mi cuerpo.

—No fui más allá de este mundo —prosiguió—, pero sé de qué hablo. No protagonicé cuentos de horror, como ustedes. Lo único que hice fue visitar a Porfirio diez ve­ces. Si hubiese dependido de mí, habría vuelto allí siem­pre que me fuera posible; pero mi undécimo rebote fue tan violento que cambió mi dirección. Percibí que dejaba atrás la cabaña de Porfirio. En lugar de encontrarme ante su puerta, me hallé en la ciudad, muy cerca de la casa de un amigo mío. Me pareció divertido. Sabía que estaba viajando entre el tonal y el nagual. Nadie me ha­bía dicho que los viajes debían serlo de una clase espe­cial. Así que sentí ganas de ver a mi amigo y decidí ha­cerlo. Comencé a preguntarme si realmente lograría verlo. Llegué a su casa y golpeé la puerta, tal como lo había hecho numerosas veces. Su mujer me hizo pasar como siempre; en efecto, mi amigo estaba en casa. Le dije que había ido a la ciudad por cuestiones de trabajo, e incluso me pagó un dinero que me debía. Me lo puse en el bolsillo. No ignoraba que mi amigo, y su esposa, y el dinero, y su casa, eran una visión, como la cabaña del Porfirio. No ignoraba que una fuerza superior a mí me iba a desintegrar en cualquier momento. De modo que me senté para pasarlo bien con él. Reímos y bromeamos. Y me atrevo a decir que estuve gracioso y brillante y en­cantador. Pasé allí un largo rato, esperando la sacudida. Como no se producía, decidí marchar. Me despedí y le agradecí el dinero y la hospitalidad. Me fui. Quería ver la ciudad antes de que la fuerza me llevara de allí. Va­gué toda la noche. Recorrí el camino que llevaba a las co­linas que dominaban la ciudad; en el momento en que el sol se alzó, caí en la cuenta de algo cuya realidad me gol­peó como un rayo. Estaba de regreso en el mundo y la fuerza que me iba a desintegrar se había disipado y me permitía quedarme. Iba a ver mi maravillosa tierra na­tal por mucho tiempo. ¡Qué gran alegría, Maestro! No obstante, no podría decir que la amistad de Porfirio no me haya agradado. Ambas visiones tienen un mismo va­lor, pero yo prefiero la de mi forma y mi tierra. Tal vez ello se deba a mi tendencia a la comodidad.

Néstor calló y todos me miraron. Me sentí amenaza­do como nunca lo había estado. Una parte de mí experi­mentaba un temor reverencial por lo que había dicho; otra deseaba enfrentarse a él. Comencé una discusión sin sentido alguno. Ese absurdo estado de ánimo me duró poco; entonces tomé conciencia de que Benigno me ob­servaba con expresión vil. Unía los ojos fijos en mi pe­cho. Algo espantoso empezó de pronto a pesar sobre mi corazón. El sudor me corría por el rostro como si tuviese una estufa delante de mí. Los oídos me zumbaban.

La Gorda se acercó a mí en ese preciso momento. Su presencia era completamente inesperada para mí. Es­toy seguro de que también lo era para los Genaros. Dejaron de lado lo que estaban haciendo para mirarla. Pa­blito fue el primero en sobreponerse a la sorpresa.

—¿Por qué tienes que entrar así? —preguntó en tono plañidero—. Estabas escuchando en la otra habita­ción, ¿no?

Ella afirmó que había permanecido en la casa tan sólo unos minutos y luego había salido a la cocina. Y la razón por la que se había quedado en silencio nada te­nía que ver con el fisgoneo; su actitud obedecía a un de­seo de ejercitar su capacidad para pasar inadvertida.

Su presencia había dado lugar a una extraña tregua. Quise volver a seguir el curso de las revelaciones de Nés­tor; pero, antes de que me fuera posible decir nada, la Gorda aclaró que las hermanitas estaban en camino a la casa y traspondrían el umbral en cualquier momento. Los Genaros se pusieron de pie a la vez, como si hubie­ran sido levantados por una misma cuerda. Pablito car­gó con su silla a la espalda.

—Vamos a caminar en la oscuridad, Maestro —me dijo Pablito.

La Gorda aseveró, en tono imperativo, que yo no po­día ir con ellos porque no había terminado de decirme todo lo que el Nagual le había encargado comunicarme.

Pablito se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

—Te lo he dicho —dijo—. Son brujas tiránicas, tenebro­sas. Espero sinceramente que tú no seas así, Maestro.

Néstor y Benigno se despidieron y me abrazaron. Pablito salió con su silla a hombros, como si fuese una mochila. Salieron por la puerta trasera.

Unos pocos segundos más tarde, un golpe horrible­mente fuerte en la puerta delantera hizo que la Gorda y yo nos pusiéramos de pie de un salto. Pablito volvió a entrar, cargando su silla.

—Pensaste que no me iba a despedir, ¿verdad? —co­mentó, y se alejó riendo.

C
APÍTULO
Q
UINTO

EL ARTE DEL SOÑAR

Pasé a solas toda la mañana del día siguiente. Trabajé en mis notas. Por la tarde ayudé a la Gorda y a las her­manitas, con mi coche, a transportar los muebles de la casa de doña Soledad a la suya.

Al atardecer, la Gorda y yo nos sentamos en la zona destinada a comedor, a solas. Estuvimos un rato en si­lencio. Me encontraba muy cansado.

La Gorda rompió el silencio para decir que todos ha­bían estado demasiado satisfechos de sí mismos desde la partida del Nagual y de Genaro. Se habían dedicado ex­clusivamente a sus tareas particulares. Me hizo saber que el Nagual le había recomendado ser un guerrero vehemen­te y seguir cualquiera de los caminos que su destino le tra­zara. Si Soledad hubiese robado mi poder, la Gorda debía huir y tratar de salvar a las hermanitas, uniéndose a Benigno y a Néstor, los únicos dos Genaros que habrían so­brevivido. Si las hermanitas me hubiesen asesinado, su de­ber consistía en sumarse a los Genaros: las hermanitas ya no necesitarían de ella. Si yo no hubiese sobrevivido al ata­que de los aliados, tendría que haberse alejado de la zona y vivir a solas. Me comentó, con los ojos brillantes, que había estado convencida de que ninguno de los dos iba a salvar la vida, y que esa era la razón por la cual se había despe­dido de las hermanas, la casa y las colinas.

—El Nagual me dijo que en caso de que sobrevivié­ramos al enfrentamiento con los aliados —prosiguió­— debía hacer cualquier cosa por ti, porque ese era mi ca­mino como guerrero. Fue por eso que intervine anoche ante lo que Benigno te estaba haciendo. Estaba apre­tándote el pecho con los ojos. Ese es su arte como ace­chador. Tú
viste
la mano de Pablito ayer; eso también forma parte del mismo arte.

—¿En qué consiste ese arte, Gorda?

—El arte del acechador. Era la actividad predilecta del Nagual, y los Genaros son sus verdaderos hijos en ese sentido. Nosotros, por otra parte, somos soñadores. Tu doble está en el
soñar
.

Lo que me refería era enteramente nuevo para mí. Deseaba que aclarara sus afirmaciones. Me detuve un momento para leer lo que tenía escrito y escoger la pre­gunta más adecuada. Le comuniqué que lo que más me interesaba averiguar era lo que ella sabía de mi doble, y en segundo término, me preocupaba el arte del acecho.

—El Nagual me dijo que tu doble era algo que requería muchísimo desgaste de poder para manifestarse —explicó—. Él suponía que tu energía alcanzaba para hacerlo surgir dos veces. Fue por eso que preparó a So­ledad y a las hermanitas para matarte o para ayudarte.

La Gorda afirmó que yo había tenido más energía de lo que el Nagual creía, y que mi doble había salido tres veces. Aparentemente, el ataque de Rosa no había sido acción irreflexiva; por el contrario, había calculado con inteligencia que, si me hería, mis posibilidades de defensa serían nulas: la misma treta de doña Soledad en relación con su perro. Le había dado a Rosa una oportunidad de golpearme al gritarle, pero su tentativa de lastimarme había fracasado. En cambio, mi doble había salido para dañarla a ella. La Gorda aseveró que Lidia le había dicho que Rosa no quería despertar en el momento en que debimos huir de la casa de Soledad y por eso le había estrujado la mano lesionada. Rosa no sintió ningún dolor y comprendió instantáneamente que la había curado, lo cual significaba para ellas que mi poder se encontraba mermado. La Gorda sostuvo que las hermanitas eran muy inteligentes y tenían pro­yectado disminuir mi poder; a ese efecto habían insisti­do en que curase a Soledad. Tan pronto como Rosa com­prendió que también la había curado a ella, pensó que ­mi debilidad superaba los límites de lo tolerable para mí. Todo lo que debían hacer era esperar a Josefina para acabar conmigo.

—Las hermanitas ignoraban que al sanar a Rosa y a soledad lo que habías hecho era recuperar energía —dijo la Gorda, riendo como si se tratara de una broma—. Esa es la razón por la cual tu energía te sirvió para hacer surgir a tu doble por tercera vez en cuanto ellas intenta­ron arrancarte la luminosidad.

Le narré mi visión de doña Soledad acurrucada con­tra la pared de su habitación, comentándole el modo en que había unido mi imagen al sentido táctil y termina­do por arrancar una sustancia viscosa de su frente.

—Eso era, verdaderamente,
ver
—acotó la Gorda—. Viste a Soledad en su cuarto, a pesar de que ella estaba en la casa de Genaro conmigo y
viste
tu nagual en su frente.

Llegados a ese punto, me sentí obligado a relatarle los detalles de mi experiencia, en especial en todo lo re­lativo al modo en que me había hecho cargo de que esta­ba curando a doña Soledad y a Rosa mediante al contac­to con su sustancia viscosa, que intuía como parte de mí mismo.


Ver
aquello sobre la mano de Rosa era también
ver
en verdad —dijo—. Y tú tenías toda la razón: la sus­tancia era tú mismo. Salió del cuerpo; era tu nagual. Al tomar contacto con él, lo recobraste.

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