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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (29 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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La Gorda me dijo entonces, como si me estuviese re­velando un misterio, que el Nagual le había ordenado no comunicar el hecho de que, puesto que todos poseía­mos una luminosidad semejante, el contacto de mi na­gual con cualquiera de ellos no me debilitaría, como hu­biera sucedido en el caso de un hombre corriente.

—Si tu nagual nos toca —comentó, dándome una palmadita cariñosa en la frente—, tu luminosidad per­manece en la superficie. Puedes recuperarla sin que nada se pierda.

Le hice saber que me resultaba imposible creer el contenido de su explicación. Se encogió de hombros, como para comunicarme que eso no era de su interés. Le pre­gunté entonces por el uso de la palabra «nagual». Men­cioné el hecho de que don Juan me había expuesto que el nagual era el principio indescriptible, la fuente de todo.

—Claro —dijo sonriendo—. Sé lo que quería decir. El nagual se halla en todo.

Le señalé, en un tono un tanto despectivo, que tam­bién se podía aseverar lo contrario: que el tonal está en todo. Me explicó detalladamente que no existía oposi­ción alguna y que mi declaración era correcta; que el to­nal también se encuentra en todo. Que el tonal es sus­ceptible de ser fácilmente aprehendido por nuestros sentidos, en tanto el nagual sólo puede ser captado por el ojo del brujo. Agregó que nos podíamos tropezar con las más extravagantes visiones del tonal, y asustarnos o aterrorizarnos ante ellas, o serles indiferentes, puesto que eran accesibles a todos. Una visión del nagual, por otro lado, requería de los sentidos especializados de un brujo para ser contemplada por entero. Y, sin embargo, tanto el tonal como el nagual estaban presentes en todo siempre. Por tanto, correspondía a un brujo decir que «mirar» consistía en contemplar el tonal presente en to­das las cosas, mientras que «ver» suponía, por su parte, el percibir el nagual, también presente en todas las co­sas. Según ello, si un guerrero contemplaba el mundo como ser humano, estaba mirando; pero si lo hacía como brujo, estaba «viendo», y lo que «veía» debía lla­marse con propiedad «nagual».

Reiteró luego las razones, que ya Néstor me había dado poco antes, por las cuales se llamaba a don Juan «el Nagual», y me confirmó que yo también era el Na­gual debido a la forma que había surgido de mi cabeza.

Quise averiguar por qué habían denominado «doble» a la forma surgida de mi cabeza. Me dijo que habían creído compartir conmigo un chiste que solían hacer. Ellas siempre habían llamado «doble» a la forma, fundándose en que su tamaño doblaba el de la persona que la poseía.

—Néstor me dijo que no era demasiado conveniente disponer de esa forma —dije.

—No es bueno ni malo —replicó—. La tienes y eso te lleva a ser el Nagual. Eso es todo. Uno de nosotros debe ser el Nagual, y te ha correspondido a ti. Podía haber sido Pablito, o yo, o cualquier otro.

—Explícame ahora en qué consiste el arte del acecho.

—El Nagual era un acechador —comenzó, con los ojos clavados en mí—. Ya debes saberlo. Él te enseñó a acechar desde el comienzo.

Se me ocurrió que se refería a lo que don Juan deno­minaba «la caza». Era cierto que me había enseñado a ser cazador. Le comenté que me había indicado cómo cazar y tender trampas. El empleo del término «ace­cho», no obstante, era más apropiado.

—Un cazador se limita a cazar —dijo—. Un acecha­dor lo acecha todo, inclusive a sí mismo.

—¿Cómo lo hace?

—Un acechador impecable lo convierte todo en pre­sa. El Nagual me dijo que es posible llegar a acechar nuestras propias debilidades.

Dejé de escribir y traté de recordar si en alguna opor­tunidad don Juan me había expuesto tan insólita proba­bilidad: la de acechar mis propias debilidades. Nunca le había oído expresarlo en semejantes términos.

—¿Cómo es posible acechar las propias debilidades, Gorda?

—Del mismo modo en que se acecha una presa. Des­cifras tus costumbres hasta conocer todas las conse­cuencias de tu debilidad y te abalanzas sobre ellas y las coges como a conejos en una jaula.

Don Juan me había enseñado lo mismo acerca de los hábitos, pero más como un principio general del cual los cazadores deben ser conscientes. En cambio, la Gor­da lo comprendía y aplicaba en una forma más pragmática que la mía.

Había afirmado que todo hábito era, en esencia, un «hacer»; y un hacer requería todas sus partes para fun­cionar. Si una de ellas faltaba, el hacer resultaba imposible. Para él, cualquier serie coherente y significativa de acciones era un hacer. Dicho en otros términos, una costumbre requería, para constituir una actividad vital, todas sus acciones componentes.

La Gorda narró entonces el acecho que ella misma había realizado a su costumbre de comer en exceso. El Nagual le había sugerido comenzar el ataque a la parte más importante de tal hábito, relacionado con su trabajo de lavandera, pues ingería todo aquello que le ofrecían los clientes al hacer su recorrido, casa por casa, recogien­do la ropa sucia. Confiaba en que el Nagual le dijese qué hacer; pero él se limitó a reír y hacerle burla, afirmando que tan pronto como él le propusiera hacer algo, ella se esforzaría por no hacerlo. Insistió en que así eran los se­res humanos: les encanta que se les diga lo que deben hacer, pero les gusta mucho más resistirse a hacerlo, de modo que llegan a aborrecer a quien los ha aconsejado.

Tardó años en dar con una manera de acechar su de­bilidad. Cierto día, no obstante, se sintió tan harta y as­queada de verse gorda que se negó a comer durante veintitrés días. Tal fue la acción inicial conducente a rom­per con su fijación. Luego se le ocurrió la idea de llenarse la boca con una esponja para que sus clientes creyeran que tenía una muela infectada y no podía comer. El sub­terfugio resultó, no sólo con los clientes, que dejaron de darle comida, sino también con ella misma, por cuanto el mordisquear la esponja le proporcionaba la impresión de comer. La Gorda no podía dejar de reír al contarme cómo, para quitarse la costumbre de comer en exceso, había pasado años con una esponja metida en la boca.

—¿Fue eso todo lo que necesitaste para dejarlo? —pre­gunté.

—No. También tuve que aprender a comer como un guerrero.

—¿Y cómo come un guerrero?

—Un guerrero come en silencio, y lentamente, y muy poco cada vez. Yo solía hablar mientras comía, y co­mía muy rápido, y devoraba montones y montones de alimentos en una sentada. El Nagual me explicó que un guerrero ingería cuatro bocados seguidos; recién pasado un rato tragaba otros cuatro, y así.

—Por otra parte, un guerrero camina kilómetros y ki­lómetros cada día. Mi afición a comer me impedía cami­nar. Acabé con ella ingiriendo cuatro bocados por hora y andando. A veces lo hacía durante todo el día y toda la noche. Así me deshice de la gordura de mis nalgas.

Se echó a reír al recordar el mote que le había pues­to don Juan.

—Pero acechar las propias debilidades no implica estrictamente el deshacerse de ellas —dijo—. Puedes estar acechándolas desde ahora hasta el día del juicio final sin que nada varíe un ápice. Por eso el Nagual se negaba a precisar lo que se debía hacer. En realidad, lo que un guerrero necesita para ser un acechador impeca­ble es tener un propósito.

La Gorda me contó cómo, antes de conocer al Nagual, vivía de día en día sin aspirar a nada. No tenía esperan­zas, ni sueños, ni deseo de cosa alguna. La oportunidad de comer, en cambio estaba siempre a su alcance. Por al­guna razón misteriosa que le era imposible desentrañar, siempre, en todos y cada uno de los momentos de su existencia, había dispuesto de buena cantidad de ali­mentos. Tantos, a decir verdad, que llegó a pesar ciento veinte kilos.

—Comer era la única alegría de mi vida —comen­tó—. Además, nunca me veía gorda. Me creía más bien bonita y pensaba que la gente gustaba de mí tal como era. Todo el mundo decía que mi aspecto era saludable.

—El Nagual me dijo algo muy extraño: Afirmó que yo poseía un enorme poder personal y, debido a ello, siempre me las había arreglado para que los amigos me pro­veyeran de comida mientras mi propia familia pasaba hambre. Todos disponemos de poder personal para algo. En mi caso, el problema radicaba en desviar ese poder, dedicado a la obtención de alimentos, de modo de emplearlo para mi propósito de guerrero.

—¿Y cuál es ese propósito, Gorda? —pregunté, no muy en serio.

—Entrar en el otro mundo —replicó con una sonri­sa, a la vez que fingía golpearme la coronilla con los nu­dillos, tal como solía hacer don Juan cuando creía que yo sólo estaba satisfaciendo mis deseos.

La luz ya no permitía escribir. La pedí que fuese a buscar una lámpara, pero adujo que se hallaba dema­siado cansada y tenía que dormir un poco antes de que llegasen las hermanitas.

Fuimos a la habitación de delante. Me tendió una manta, se envolvió en otra y se durmió instantánea­mente. Yo me senté con la espalda apoyada en la pared. La base de ladrillos de la cama resultaba dura a pesar de los cuatro colchones de paja. Era más cómodo estar echado. En el momento en que lo hice, me dormí.

Desperté súbitamente, con una sed insoportable. De­seaba ir a la cocina a buscar agua, pero no lograba orien­tarme en la oscuridad. Percibía a la Gorda, cubierta por su manta, cerca de mí. La sacudí dos o tres veces, para pedirle que me ayudase a conseguir agua. Gruñó algu­nas palabras ininteligibles. A juzgar por las apariencias, se encontraba tan profundamente dormida que se resis­tía a despertar. Volví a agitarla y despertó de pronto; pero no era la Gorda. Fuese quien fuese la persona a la que había importunado, me aulló con una voz masculi­na, bronca, que callara. ¡Había un hombre en lugar de la Gorda! El miedo hizo presa en mí en forma instantánea e incontrolable. Salté del lecho y me precipité hacia la puerta delantera. Pero mi sentido de la orientación falló y terminé en la cocina. Cogí una lámpara y la encendí tan pronto como me fue posible. La Gorda llegó en ese momento, procedente del cobertizo exterior, y me pre­guntó qué sucedía. Le conté nerviosamente los hechos. También ella se mostró un tanto sorprendida. Tenía la boca abierta y sus ojos habían perdido el brillo habitual. Sacudió la cabeza vigorosamente, con lo cual, al parecer, se despabiló. Con la lámpara en la mano, fue hacia la habitación de la entrada.

No había nadie en la cama. La Gorda encendió tres lámparas más. Se la veía preocupada. Me ordenó que­darme en donde estaba y abrió la puerta de la habita­ción de las hermanas. Advertí que en el interior había luz. Cerró y me dijo en un tono que no admitía réplica que no me inquietase, que no era nada y que iba a hacer algo de comer. Con la rapidez y eficiencia de un coci­nero de restaurante a la carta, preparó algunos alimen­tos. También me sirvió una bebida caliente a base de chocolate y harina de maíz. Nos sentamos el uno frente al otro y comimos en absoluto silencio.

La noche era fría. Todo hacía pensar que iba a llo­ver. Las tres lámparas de petróleo que ella había lleva­do al lugar de la cena arrojaban una luz amarillenta y tranquilizadora. Cogió algunas tablas que se hallaban apiladas contra el muro, y las colocó verticalmente, in­sertándolas en una profunda acanaladura practicada en el madero de sostén del techo. Había en el piso una lar­ga hendedura paralela a la viga, que contribuía a man­tener los tablones en su sitio. De todo lo cual resultaba una pared portátil que cerraba el espacio destinado a comedor.

—¿Quién había en la cama? —pregunté.

—En la cama, a tu lado, estaba Josefina. ¿Quién iba a ser? —replicó como saboreando las palabras, y luego se echó a reír—. Es maestra en bromas así. Por un momen­to pensé que podía tratarse de otra cosa, pero en seguida percibí el olor que desprende su cuerpo cuando hace de las suyas.

—¿Qué pretendía? ¿Matarme de un susto? —quise saber.

—Ya sabes que no eres exactamente su preferido —respondió—. No les agrada verse apartadas del sen­dero que conocen. Detestan que Soledad se vaya. No quieren comprender que todos nos estamos yendo de aquí. Parece que nos ha llegado la hora. Hoy lo supe. Al salir de la casa me di cuenta de que esas estériles coli­nas me estaban cansando. Nunca había experimentado nada semejante.

—¿Dónde van a ir?

—Aún no lo sé. Tengo la impresión de que depende de ti. De tu poder.

—¿De mí? ¿En qué sentido, Gorda?

—Déjame explicártelo. El día anterior al de tu llega­da, las hermanitas y yo fuimos a la ciudad. Quería dar contigo allí porque había tenido una visión muy extraña en mi
soñar
. En ella, me encontraba en la ciudad conti­go. Te veía con la misma claridad con que lo hago en este momento. Tú ignorabas quién era yo, pero me ha­blabas. Yo no alcanzaba a oír tus palabras. Regresé a la misma visión por tres veces, pero en mi
soñar
no había fuerza bastante para permitirme captar lo que me de­cías. Supuse que lo que se buscaba darme a entender con todo ello era que debía ir a la ciudad y confiar en mi poder para hallarte en ella. Estaba segura de que esta­bas en camino.

—¿Sabían las hermanitas por qué las llevabas a la ciudad? —pregunté.

—No les dije nada —respondió—. Me limité a llevar­las. Anduvimos por las calles durante toda la mañana.

Sus declaraciones me llevaron a un estado de ánimo singular. Espasmos nerviosos recorrieron mi cuerpo. Tuve que ponerme de pie y andar un poco. Volví a sen­tarme y le hice saber que había estado en la ciudad aquel mismo día y que había caminado durante toda la tarde por la plaza del mercado buscando a don Juan. Se me quedó mirando con la boca abierta.

—Debimos cruzarnos —dijo con un suspiro—. Noso­tras estuvimos en el mercado y en la plaza. Pasamos la mayor parte de la tarde sentadas en la escalinata de la iglesia para no llamar la atención.

El hotel en que me había alojado era un edificio prác­ticamente contiguo al de la iglesia. Recordé que había pasado un rato observando a la gente que se encontraba en las escalinatas. Algo me llevaba a examinarlas. Unía la impresión absurda de que don Juan y don Genaro se hallaban allí, mezclados con aquellas personas, hacién­dose pasar por mendigos para darme una sorpresa.

—¿Cuándo abandonaron la ciudad? —inquirí.

—Alrededor de las cinco, marchamos hacia el lugar que tiene el Nagual en las montañas —respondió.

También había tenido la certeza de que don Juan ha­bía partido al caer el día. Los sentimientos experimenta­dos durante aquella búsqueda de don Juan se me aclara­ban por completo. Debía revisar mis ideas sobre esa jornada a la luz de sus palabras. Ya me había explicado la certidumbre de que don Juan estaba en las calles de la ciudad como una expectación irracional de mi parte, con­secuencia de mi costumbre de hallarle allí en otros tiem­pos. Ello me había librado de toda preocupación al respec­to. Pero la Gorda había estado en la ciudad, tratando de dar conmigo, y se trataba del ser más próximo a don Juan en cuanto a temperamento. Lo que había percibido era su presencia. Su narración no hacía más que confir­mar algo que mi cuerpo sabía más allá de toda duda.

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