El segundo anillo de poder (13 page)

Read El segundo anillo de poder Online

Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
12.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

No quería meterme en otro callejón sin salida fin­giendo saber de qué estaba hablando, así que volví a in­quirir acerca de la causa de mi vacuidad. Traté de son­sacárselo, dándole amplias garantías de que don Juan nunca me había explicado la cuestión. Me había dicho una y otra vez que estaba vacío, y yo siempre lo había interpretado en el sentido en que un occidental puede interpretar una afirmación semejante. Pensaba que se refería a una carencia de poder de decisión, voluntad, fi­nalidades y hasta inteligencia. Nunca había menciona­do la existencia de un agujero en mi cuerpo.

—Tienes un agujero en el costado derecho —dijo con frialdad—. Un agujero hecho por una mujer al vaciarte.

—¿Podrías decirme qué mujer ha sido?

—Sólo tú lo sabes. El Nagual decía que los hombres, en la mayoría de los casos, ignoran quién los ha vaciado. Las mujeres son más afortunadas; lo saben con certeza.

—Tus hermanas, ¿están vacías, como yo?

—No seas idiota. ¿Cómo podrían estar vacías?

—Doña Soledad me dijo que ella estaba vacía. ¿Pre­senta el mismo aspecto que yo?

—No. El agujero de su estómago era enorme. Abar­caba ambos costados, lo cual revela que la han vaciado un hombre y una mujer.

—¿Qué hizo doña Soledad con un hombre y una mujer?

—Les entregó su integridad.

Vacilé un instante antes de formularle la siguiente pregunta. Quería valorar en su justa medida todas las consecuencias de su afirmación.

—La Gorda estaba aún peor que Soledad —prosi­guió Lidia—. Dos mujeres la vaciaron. El agujero de su estómago era como una caverna. Pero ella lo ha cerrado. Ha vuelto a estar completa.

—Háblame de esas dos mujeres.

—No te puedo decir nada más —declaró en un tono sumamente imperativo—. Sólo la Gorda puede hablar de ello. Espera a que venga.

—¿Por qué solamente la Gorda?

—Porque lo sabe todo.

—¿Es la única que lo sabe todo?

—El Testigo sabe tanto como ella, o quizá más, pero él es el propio Genaro y eso hace que sea muy difícil atraparle. No lo queremos.

—¿Por qué no lo quieren?

—Esos tres vagabundos son horrorosos. Están locos, como Genaro. Es que son Genaro. Pasan la vida comba­tiéndonos, porque temían al Nagual y ahora quieren desquitarse con nosotras. En todo caso eso es lo que dice la Gorda.

—¿Y qué es lo que lleva a la Gorda a decir eso?

—El Nagual le dijo cosas que ella no comunicó a las demás. Ella
ve
. El Nagual dijo que tú también
veías
. Ni Josefina, ni Rosa, ni yo
vemos
. Y, sin embargo, los cinco somos lo mismo. Somos lo mismo.

La frase «somos lo mismo», que doña Soledad había empleado la noche anterior, originó un torrente de pen­samientos y de temores. Dejé a un lado mi libreta. Miré a mi alrededor. Estaba en un mundo extraño, echado en un lecho extraño, en medio de dos mujeres a las que no conocía. No obstante, me sentía cómodo. Mi cuerpo expe­rimentaba abandono e indiferencia. Confiaba en ellas.

—¿Van a dormir aquí? —pregunté.

—¿Dónde, si no?

—¿Y la habitación de ustedes?

—No podemos dejarte solo. Sentimos lo mismo que tú; eres un extraño, pero estamos obligadas a ayudarte. La Gorda dijo que no importaba lo estúpido que fueras, que debíamos cuidar de ti. Dijo que debíamos dormir en la misma cama que tú, como si fueses el propio Nagual.

Lidia apagó la lámpara. Permanecí sentado con la espalda apoyada en la pared. Cerré los ojos para pensar y me quedé dormido instantáneamente.

A las ocho de la mañana, Lidia, Rosa y yo nos habíamos sentado en un sitio plano exactamente frente a la puer­ta de entrada, y ya llevábamos casi cuatro horas allí desde las ocho de la mañana. Yo había intentado trabar conversación con ellas, pero se negaban a hablar. Da­ban la impresión de encontrarse muy serenas, casi dor­midas. No obstante, esa tendencia al abandono no era contagiosa. El estar allí sentado, en silencio forzoso, me había llevado a un estado de ánimo particular. La casa se alzaba en la cima de una pequeña colina; la puerta daba al Este. Desde el lugar en que me hallaba, alcan­zaba a ver casi en su totalidad el estrecho valle que co­rría de Este a Oeste. No divisaba el pueblo, pero sí las zonas verdes de los campos cultivados en el fondo del valle. Al otro lado, en todas direcciones, se extendían gi­gantescas colinas, redondas y erosionadas. No había montañas altas en las proximidades del valle, sólo esas enormes colinas, cuya visión suscitaba en mí la más violenta sensación de opresión. Tuve la impresión de que las elevaciones que tenía delante estaban a punto de transportarme a otra época.

Lidia se dirigió a mí de pronto, y su voz interrumpió mi ensueño. Tironeó mi manga.

—Allí viene Josefina —dijo.

Miré al sinuoso sendero que llevaba del valle a la casa. Vi a una mujer que subía andando lentamente; se encontraba a una distancia aproximada de cincuenta metros. Advertí de inmediato la notable diferencia de edad entre Lidia y Rosa, y ella. Volví a mirarla. Nunca me hubiese imaginado que Josefina fuese tan vieja. A juzgar por su paso tardo y la postura de su cuerpo, se trataba de una cincuentona. Era delgada, vestía una falda larga y oscura y traía un fardo de leña cargado en sus espaldas. Llevaba algo atado a la cintura; tenía to­das las trazas de ser un niño, sujeto a su cadera izquier­da. Daba la impresión de estar dándole el pecho a la vez que caminaba. Su andar era casi tenue. A duras penas logró remontar la última cuesta antes de arribar a la casa. Cuando por fin la tuvimos frente a nosotros, a po­cos metros, advertí que respiraba tan pesadamente que intenté ayudarla a sentarse. Hizo un gesto con el cual pareció indicar que estaba bien.

Oí a Rosa y a Lidia sofocar sendas risillas. No las miré, porque toda mi capacidad de atención había sido tomada por asalto. La mujer que tenía ante mí era la criatura más absolutamente repugnante y horrible que había visto en mi vida. Desató el fardo de leña y lo dejó caer al suelo con gran estrépito. Di un salto involuntaria­mente debido en parte al hecho de que estuvo a punto de caer sobre mi regazo, llevada por el peso de la madera.

Me miró por un instante y luego bajó los ojos, apa­rentemente turbada por su propia torpeza. Irguió la Es­palda y suspiró con evidente alivio. Se veía que la cara había resultado excesiva para su viejo cuerpo.

Mientras estiraba los brazos, el pelo se le soltó en parte. Llevaba una sucia cinta amarrada a la frente. El cabello largo y grisáceo se veía mugriento y enmarañado. Alcancé a ver hebras blancas destacando contra el castaño oscuro del lazo. Me sonrió y esbozó un gesto de saludo con la cabeza. Aparentemente, le faltaban todos los dientes; su boca era un agujero negro. Se cubrió el rostro con la mano y rió. Se quitó las sandalias y entró a la casa, sin darme tiempo de articular palabra. Rosa la siguió.

Estaba pasmado. Doña Soledad había dado a entender que Josefina tenía la misma edad que Lidia y Rosa. Me volví hacia Lidia. Me estaba observando con mirada de miope.

—No tenía idea de que fuese tan vieja.

—Sí, es bastante mayor —dijo, sin darle importancia.

—¿Tiene un niño? —pregunté.

—Sí, y lo lleva consigo a todas partes. Nunca lo deja con nosotras. Teme que vayamos a comérnoslo.

—¿Es un varón?

—Sí.

—¿Qué edad tiene?

—Lo tuvo hace un tiempo. Pero no sé su edad. Nosotras pensábamos que no debía tener un niño a sus años. Pero no nos hizo el menor caso.

—¿De quién es el niño?

—De Josefina, desde luego.

—Quiero decir, ¿quién es el padre?

—El Nagual. ¿Quién si no?

Esta revelación me pareció muy extraña y anonadante.

—Supongo que todo es posible en el mundo del Nagual —dije.

Era más un pensamiento en voz alta que una frase para Lidia.

—¡Desde luego! —dijo, y echó a reír.

Lo opresivo de aquellas colinas erosionadas se hacía insoportable. Había algo francamente aborrecible en aquella zona, y Josefina había sido el golpe de gracia. Además de tener un cuerpo feo, viejo y maloliente, y carecer de dientes, daba la impresión de padecer una suerte de parálisis facial. Los músculos del lado izquierdo de su cara estaban evidentemente afectados, condición que daba lugar a una distorsión del ojo y el lado izquierdo de la boca extraordinariamente desagradable. Mi depresión anímica se trocó en absoluta angustia. Durante un instante consideré la posibilidad, ya tan familiar, de correr hacia mi coche y marcharme.

Me lamenté ante Lidia, diciéndole que no me encontraba bien. Rió y aseguró que Josefina me había asustado.

—Surte ese efecto sobre la gente —dijo—. Todo el mundo la odia. Es más fea que una cucaracha.

—Recuerdo haberla visto una vez —dije—, pero era joven.

—Las cosas cambian —comentó Lidia, filosófica—, en un sentido o en otro. Mira a Soledad. Qué cambio, ¿eh? Y tú también has cambiado. Se te ve más sólido que en mis recuerdos. Te pareces cada vez más al Nagual.

Quise señalar que el cambio de Josefina era abomi­nable, pero temí que mis palabras pudiesen llegar a sus oídos.

Miré las chatas colinas del otro lado del valle y sentí deseos de huir de ellas.

—El Nagual nos dio esta casa —dijo—, pero no es una casa para el descanso. Antes teníamos otra que era francamente hermosa. Este lugar embota. Esas montañas de allí arriba acaban por volverle a uno loco.

El descaro con que leía mis pensamientos me des­concertó. No supe qué decir.

—Somos indolentes por naturaleza —prosiguió—. No nos gusta esforzarnos. El Nagual lo sabía, así que debe haber supuesto que este sitio nos llevaría a subir­nos por las paredes.

Se interrumpió bruscamente y dijo que quería algo de comer. Fuimos a la cocina, un área semicerrada, con sólo dos muros. Del lado abierto, a la derecha de la entrada, había un horno de barro; del opuesto, en el punto en que las dos paredes se unían, había un sitio amplio para comer, con una mesa y tres bancos. El piso estaba pavimentado con piedras del río pulidas. Un techo plano, situado a unos tres metros de altura descansaba so­bre las paredes y sobre vigas en los lados abiertos.

Lidia me sirvió un tazón de frijoles con carne de una olla expuesta a fuego muy lento, y calentó unas tortillas directamente sobre las brasas. Rosa entró, se sentó junto a mí y pidió a Lidia que le diese algo de comer.

Me concentré en observar cómo Lidia servía frijoles y carne con un cucharón. Daba la impresión de tener noción precisa de la cantidad exacta. Debe de haber to­mado conciencia de que yo admiraba sus maniobras. Quitó dos o tres frijoles del tazón de Rosa y los devolvió a la olla.

Por el rabillo del ojo, vi a Josefina entrar a la cocina. No obstante, no la miré. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa. Experimenté una sensación de rechazo en el estómago. Me di cuenta de que no podría comer mientras esa mujer me estuviese contemplando. Para aliviar mi tensión bromeé con Lidia a propósito de dos frijoles de más, en el tazón de Rosa, que había pasado por alto. Los retiró con el cucharón con una precisión que me sobresaltó. Reí nerviosamente, sabiendo que, una vez que Lidia se hubiese sentado, me vería obligado a apartar mis ojos del fogón y hacerme cargo de la pre­sencia de Josefina.

Finalmente, de mala gana, tuve que mirar al otro lado de la mesa. Hubo un silencio mortal. La contem­plé, incrédulo. Abrí la boca, asombrado. Oí las carcaja­das de Lidia y de Rosa. Me llevó una eternidad poner en cierto orden mis pensamientos y sensaciones. Fuese quien fuese la persona que tenía delante, no era la Jo­sefina que había visto un rato antes, sino una mucha­cha muy bonita. No tenía los rasgos indios de Lidia y de Rosa. Su tipo era más bien latino. Tenía una tez li­geramente olivácea, una boca muy pequeña y una na­riz finamente proporcionada, dientes cortos y blancos y cabello negro, breve y ensortijado. Un hoyuelo en el lado izquierdo del rostro completaba el encanto de su sonrisa.

Era la misma muchacha que había conocido superfi­cialmente hacía años. Sostuvo mi mirada mientras la estudiaba. Sus ojos evidenciaban cordialidad. Me fui sintiendo poco a poco presa de un nerviosismo incontro­lable. Terminé por decir chistes desesperados acerca de mi auténtica perplejidad.

Ellas reían como niños. Una vez que sus risas se hubieron acallado, quise saber cuál era la finalidad del despliegue histriónico de Josefina.

—Practica el arte del acecho —dijo Lidia—. El Na­gual nos enseñó a confundir a la gente para pasar, desapercibidas. Josefina es muy bonita; si anda sola de noche, nadie la molestará en tanto se la vea fea y maloliente, pero si sale tal como es… bueno… ya te imaginas lo que podría suceder.

Josefina asintió con un gesto y luego deformó el rostro, en la más desagradable de las muecas posibles.

—Puede mantener la cara así todo el día.

Sostuve que, si viviera en esos parajes, seguramente Josefina llamaría más fácilmente mi atención con su disfraz que sin él.

—Ese disfraz era sólo para ti —dijo Lidia, y las tres rieron—. Y mira hasta qué punto te desconcertó. Te lla­mó más la atención el niño que ella.

Lidia fue a la habitación y regresó con un atado de trapos que tenía toda la apariencia de un niño envuelto en sus ropas; lo arrojó sobre la mesa, delante de mí. Sumé mis carcajadas a las suyas.

—¿Todas tienen disfraces? —pregunté.

—No. Solamente Josefina. Nadie en los alrededores la conoce tal cómo es —replicó Lidia.

Josefina asintió y sonrió, pero permaneció en silen­cio. Me gustaba muchísimo. Había algo inmensamente inocente y dulce en ella.

—Di algo, Josefina —dije, aferrándola por los ante­brazos.

Me miró desconcertada y retrocedió. Supuse que, de­jándome llevar por mi alegría, le había hecho daño al co­gerla con demasiada fuerza. La dejé ir. Se sentó muy er­guida. Contrajo su pequeña boca y sus labios finos y produjo una grotesca avalancha de gruñidos y chillidos.

Todo su rostro se alteró de pronto. Una serie de espasmos feos e involuntarios echaron a perder su serena expresión de un momento antes.

La miré horrorizado. Lidia me tiró de la manga.

—¿Por qué tuviste que asustarla, estúpido? —susu­rró—. ¿No sabes que quedó muda y no puede decir nada?

Era evidente que Josefina la había entendido y pare­cía resuelta a protestar. Mostró a Lidia su puño apreta­do y dejó escapar otra riada de chillidos, extremada­mente altos y horripilantes; entonces se sofocó y tosió. Rosa comenzó a frotarle la espalda. Lidia pretendió ha­cer lo mismo, pero estuvo a punto de recibir en el rostro un puñetazo de Josefina.

Other books

Between Dreams by Cynthia Austin
Cows by Matthew Stokoe
Three’s a Crowd by Dianne Blacklock
Race for Freedom by Lois Walfrid Johnson
Just F*ck Me! by Eve Kingsley
The Everlasting Hatred by Hal Lindsey
Bird of Paradise by Katie MacAlister
Lone Heart Pass by Jodi Thomas
The Murder Bag by Tony Parsons