El segundo anillo de poder (34 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
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Las hermanitas se miraron antes de volverse hacia la Gorda. Ésta hizo una seña con la cabeza. Josefina se puso en pie y se dirigió a la habitación delantera. Retornó poco más tarde, con el lío que Lidia me había enseñado.

Una punzada de esperanza atravesó mi estómago. Josefina depositó el bulto con delicadeza sobre la mesa, delante de mí. Todos se acercaron. Comenzó a desenvol­verlo con la misma ceremonia con que lo había hecho Lidia la primera vez. Cuando hubo terminado de desha­cerlo, esparció su contenido sobre la mesa. Eran paños de menstruación.

Quedé aturdido por un momento. Pero el sonido de la risa de la Gorda, mucho más fuerte que el de las de­más, era tan agradable que no pude por menos de esta­llar en carcajadas yo también.

—Este es el paquete personal de Josefina —afirmó la Gorda—. Suya fue la brillante idea de despertar tu co­dicia anunciándote un regalo del Nagual, para que te quedases.

—Tendrás que admitir que fue una buena idea —me dijo Lidia.

Remedó la expresión avariciosa de mi rostro en el momento en que empezó a abrir el envoltorio y mi aspecto de individuo desilusionado del final.

Hice saber a Josefina que su idea había sido realmente brillante, que había surtido el efecto previsto y que tenía más interés por ese paquete del que me atrevía a reconocer.

—Puedes quedártelo, si lo deseas. —El comentario de Lidia hizo reír a todos.

La Gorda dijo que el Nagual había sabido desde el principio que Josefina no estaba realmente enferma, y que esa era la razón, por la cual le resultaba tan difícil curarla. Las personas verdaderamente dolientes son más dóciles. Josefina era demasiado consciente de todo y muy ingobernable; se vio obligado a fumarla muchas veces.

En una oportunidad, don Juan se había expresado en los mismos términos con respecto a mí: dijo que me había fumado. Yo siempre había creído que se refería al hecho de haber empleado hongos psicotrópicos para tener una visión diferente de mi persona.

—¿Cómo te fumó? —pregunté a Josefina.

Se encogió de hombros, sin responder.

—Tal como te fumó a ti —dijo Lidia—. Te quitó la luminosidad y la secó con el humo de un fuego que había encendido.

Estaba seguro de que don Juan nunca había mencionado nada semejante. Pedí a Lidia que me explicara lo que sabía sobre el particular. Se volvió hacia la Gorda.

—El humo es muy importante para los brujos —dijo la Gorda—. El humo es como la niebla. Claro que la niebla es mejor, pero es demasiado difícil de manejar. No está tan a mano como el humo. Así que si un brujo quiere
ver
y conoce a alguien que tiene por costumbre ocultarse, como tú y Josefina, caprichosos y huraños, enciende un fuego y hace que su humo envuelva a la persona. Esconda lo que esconda, surgirá con el humo.

La Gorda aclaró que el Nagual no sólo empleaba el humo para «ver» y conocer a la gente, sino también para curarla. Daba a Josefina baños de humo; la hacía estar de pie o sentada junto al fuego en la dirección hacia la cual soplaba el viento. El humo la envolvía, haciéndola sofocar y llorar, pero la incomodidad era sólo temporal y sin consecuencias graves; los efectos positivos, por otra parte, se traducían en un aumento gradual de la lumi­nosidad.

—El Nagual nos dio baños de humo a todos —agregó la Gorda—. A ti te dio más que a Josefina. Decía que eras insoportable y que ni siquiera fingías como ella.

Lo vi con toda claridad. Tenía razón; don Juan me había hecho sentar frente al fuego cientos de veces. El humo me irritaba la garganta y los ojos hasta el punto de que me aterrorizaba verle coger ramas secas. El afir­maba que debía aprender a controlar la respiración y sentir el humo con los ojos cerrados. Así podría respirar sin sofocarme.

La Gorda aseveró que el humo había ayudado a Josefina a ser etérea y esquiva en sumo grado, y que no tenía la menor duda de que también había contribuido a aliviar mi enfermedad mental, cualquiera que ésta fuese.

—El Nagual afirmaba que el humo lo quita todo —pro­siguió la Gorda—. Le hace a uno claro y franco.

Le pregunté si sabía cómo había que proceder para que el humo pusiera en evidencia lo que una persona ocultaba. Me respondió que era muy fácil para ella, por­que había perdido la forma, pero que ni las hermanitas ni los Genaros eran capaces de hacerlo, a pesar de ha­ber presenciado el procedimiento, realizado por el Na­gual o por Genaro, cientos de veces.

Me interesaba conocer la razón por la cual don Juan nunca me había mencionado el tema, a pesar de haber­me ahumado como un pescado seco en buen número de ocasiones.

—Lo hizo —dijo la Gorda con su acostumbrada segu­ridad—. Es más: te enseñó a escrutar la niebla. Nos contó que en cierta oportunidad habían ahumado un lugar de las montañas y
visto
aquello que se escondía tras el paisaje. Estaba embelesado.

Recordé una exquisita distorsión visual, una aluci­nación pasada, que consideraba producto de la acción cruzada de una muy densa niebla y una tormenta eléc­trica que habían tenido lugar simultáneamente. Les na­rré el episodio y agregué que don Juan jamás me había enseñado nada, al menos directamente, acerca de la niebla ni el humo. Se había limitado a encender fuegos o guiarme hacia los bancos de niebla.

La Gorda no dijo nada. Se puso de pie y volvió a la cocina. Lidia sacudió la cabeza e hizo un chasquido con la lengua.

—Eres completamente idiota —dijo—. El Nagual te lo enseñó todo. ¿Cómo crees posible, en caso contrario, haber llegado a
ver
lo que nos acabas de contar?

Un abismo separaba nuestros distintos modos de en­tender la enseñanza. Les dije que si yo les enseñase algo que supiera, como conducir un coche, lo haría paso a paso, asegurándome de que comprendiesen todas y cada una de las facetas del procedimiento global.

La Gorda retornó a la mesa.

—Eso sólo se puede hacer cuando el brujo enseña algo relativo al tonal —afirmó—. Cuando se trata del nagual, debe dar la instrucción, es decir, mostrar el misterio al guerrero. Y nada más. El guerrero que reci­be los misterios debe ganar su derecho al conocimiento como instrumento de poder haciendo aquello que le ha sido descubierto.

—El Nagual te reveló más misterios que a todos noso­tros. Pero eres muy perezoso, como Pablito, y prefieres seguir sumido en la confusión. El tonal y el nagual son dos mundos diferentes. En uno se habla, en el otro se actúa.

Cuando terminó de hablar sus palabras cobraron sentido para mí. Comprendí lo que quería decir. Regre­só a la cocina. Revolvió algo en una olla y se acercó nue­vamente.

—¿Por qué eres tan imbécil? —me preguntó Lidia directamente.

—Está vacío —replicó Rosa.

Me hicieron poner de pie y exploraron mi cuerpo con los ojos hasta bizquear. Me palparon la región umbilical.

—Pero ¿por qué sigues estando vacío? —preguntó Lidia.

—Sabes lo que debes hacer, ¿no? —agregó Rosa.

—Estuvo loco —les dijo Josefina—. Debe estarlo to­davía.

La Gorda vino en mi ayuda, explicándoles que yo aún estaba vacío por la misma razón por la cual ellas no habían perdido la forma. En el fondo, aunque no lo reco­nociéramos, ninguno de nosotros deseaba el mundo del Nagual. Teníamos miedo y estábamos llenos de segun­dos pensamientos. En síntesis, no éramos mejores que Pablito.

No dijeron palabra. Las tres parecían estar muy tur­badas.

—Pobre Nagualito —me dijo Lidia en un tono que revelaba auténtico interés—. Estás tan asustado como nosotras. Yo finjo ser dura, Josefina finge estar loca, Rosa finge tener mal genio y tú finges ser estúpido.

Rieron y, por primera vez desde mi llegada, tuvieron un gesto de camaradería para conmigo. Me abrazaron, descansando la cabeza en mi cuerpo.

La Gorda se sentó frente a mí y las hermanitas lo hi­cieron a su alrededor. Tenía a las cuatro delante.

—Ahora podemos hablar acerca de lo sucedido esta noche —dijo—. El Nagual me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados ya no volveríamos a ser los mismos. Los aliados nos hicieron algo hoy. Nos han rechazado.

Me tocó con suavidad la mano con que escribía.

—Esta fue una noche especial para ti —prosiguió­—. Todos, incluidos los aliados, nos lanzamos en tu ayuda. El Nagual lo hubiese querido. Esta noche
viste
todo el camino.

—¿Lo crees? —pregunté.

—Ya estás de nuevo —comentó Lidia. Todas rieron.

—Háblame de mi
ver
, Gorda —insistí—. Sabes que soy idiota. No debe haber malentendidos entre nosotros.

—De acuerdo —dijo—. Te comprendo. Esta noche
viste
a las hermanitas.

Les dije que también había presenciado acciones in­creíbles realizadas por don Juan y don Genaro. Les ha­bía visto con la misma claridad con que acababa de ver a las hermanitas, pero don Juan y don Genaro siempre habían llegado a la conclusión de que no había
visto
. Me costaba, en consecuencia, precisar en qué sentido eran diferentes los actos de las hermanitas.

—¿Quieres decir que no las
viste
colgadas de las lí­neas del mundo? —inquirió.

—No, no las vi.

—¿No las viste colarse por la grieta que separa los mundos?

Les conté lo que había observado. Me escucharon en silencio. Cuando finalicé la Gorda parecía estar al borde de las lágrimas.

—¡Qué lástima! —exclamó.

Se puso de pie, rodeó la mesa y me abrazó. Sus ojos eran claros y serenos. Comprendí que no me guardaba rencor.

—Es parte de nuestro destino el que estés obstruido —dijo—. Pero sigues siendo el Nagual para nosotras. No te molestaré con feos pensamientos. Al menos, de eso puedes estar seguro.

Comprendí que lo decía de verdad. Me hablaba des­de un nivel en que yo sólo había visto a don Juan. Ha­bía insistido en atribuir su talante a la pérdida de la forma humana; ciertamente, era un guerrero sin forma. Me recorrió una oleada de profundo cariño hacia ella. Estaba a punto de llorar. Fue en ese instante, al perci­bir que estaba ante un maravilloso guerrero, que me sucedió algo sumamente curioso. Tal vez la mejor forma de describirlo consista en decir que me estallaron los oídos inesperadamente. Salvo por el hecho de que sentí el estallido en medio del cuerpo, exactamente debajo del ombligo, con más intensidad que en los oídos. Una ráfa­ga caliente recorrió mi cuerpo. Y de pronto recordé algo que jamás había visto. Como si una memoria ajena hu­biese tomado posesión de mí.

Recordé a Lidia, aferrada a dos cuerdas rojizas hori­zontales, andando por la pared. A decir verdad, no ca­minaba: se deslizaba sobre un denso lío de líneas, sobre las cuales afirmaba los pies. La recordé jadeante y con la boca abierta, debido al esfuerzo que le representaba tirar de las cuerdas rojizas. La razón por la cual había perdido el equilibrio al finalizar su exhibición consistía en que la había
visto
como una luz que rodeaba el cuar­to vertiginosamente; tironeaba de la zona de alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria los actos de Rosa y de Josefina. Rosa realmente había estado allí colgada, asiendo con la mano izquierda largas fibras rojizas ver­ticales pendientes del oscuro techo como hojas de un emparrado. El brazo derecho le servía para mantenerse cogida a otras fibras, también verticales, que parecían ayudarle a conservar la estabilidad. También se sujeta­ba con los pies. Hacia el final de su demostración seme­jaba una fosforescencia cerca del techo. El contorno de su cuerpo había desaparecido.

Josefina se había escondido detrás de unas líneas que daban la impresión de surgir del suelo. Lo que ha­bía hecho con el brazo alzado había sido reunirlas en un haz del ancho necesario para ocultar su cuerpo. Su ves­tido, inflado, le había sido de gran ayuda: de algún modo había contraído su luminosidad. Su gran bulto era tan sólo aparente. Al finalizar su acto, Josefina, al igual que Lidia y Rosa, no pasaba de ser una mancha de luz. Logré pasar mentalmente de un recuerdo a otro.

Cuando les hablé de todo lo que había acudido a mi memoria, las hermanitas me miraron, desconcertadas. La Gorda era la única que parecía al corriente de lo que me estaba ocurriendo. Rió verdaderamente complacida y comentó que el Nagual tenía razón al afirmar que yo era demasiado perezoso para recordar lo que «veía»; en consecuencia, sólo me preocupaba por lo que miraba.

¿Es posible —pensé— que haya seleccionado incons­cientemente mis recuerdos? ¿O todo esto es obra de la Gorda? De ser cierto que al principio había limitado las posibilidades de mi memoria, para terminar luego acep­tando las porciones censuradas, también debía ser verdad que había percibido mucho más respecto a las acciones de don Genaro y don Juan; no obstante, sólo retenía una parte del conjunto de percepciones de aquellos sucesos.

—Es difícil creer —dije a la Gorda— que puedo re­cordar en cierto momento algo que no había recordado un momento antes.

—El Nagual decía que todos podíamos ver, y esco­ger, y sin embargo, no tener memoria de lo
visto
—res­pondió—. Ahora comprendo cuánta razón tenía. Todos somos capaces de
ver
; unos más que otros.

Informé a la Gorda que era consciente de que acaba­ba de dar con una clave. Ellas me habían devuelto una pieza extraviada. Pero no era fácil especificar de qué se trataba.

Anunció que terminaba de «ver» que yo había practi­cado mucho el «soñar» y ello había contribuido a desa­rrollar mi atención; no obstante, me dejaba engañar por mi propia apariencia de no saber nada.

—Quería hablarte de la atención —continuó—, pero tú sabes tanto como yo sobre el tema.

Le aseguré que mis conocimientos eran intrínseca­mente diferentes de los suyos, que resultaban infinita­mente más espectaculares que los míos. En consecuen­cia, todo lo que me pudiera decir acerca de sus prácticas sería de valor para mí.

—El Nagual nos encomendó demostrarte que, mer­ced a la atención, podemos retener las imágenes de un sueño tal como retenemos las del mundo —dijo la Gor­da—. El arte del soñador es el arte de la atención.

Los pensamientos se precipitaban sobre mí como si hubiera sobrevenido un corrimiento de tierras. Tuve que ponerme en pie y andar un poco por la cocina. Vol­ví a sentarme. Pasamos un rato en silencio. Sabía per­fectamente qué había querido decir al afirmar que el arte del soñador era el arte de la atención. Comprendí entonces que don Juan me había dicho y mostrado todo lo posible. Sin embargo, yo no había sido capaz de cap­tar las premisas de su conocimiento con mi cuerpo mientras le tuve cerca. Él sostenía que la razón era el demonio que me tenía encadenado y que debía derro­tarlo si quería llegar a captar sus enseñanzas. Todo, por lo tanto, consistía en dar con el medio idóneo para vencer mi razón. Nunca se me había ocurrido forzarle a que me diera una definición de lo que entendía por razón. Siempre había supuesto que con esa palabra aludía a la capacidad de entender, inferir o pensar de un modo racional, ordenado. Al escuchar a la Gorda, me di cuenta de que, para él, «razón» era sinónimo de «atención».

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