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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (31 page)

BOOK: El señor de los demonios
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Garion miró el escudo con incredulidad. Lo que Durnik martilleaba era un brillante círculo de acero al rojo vivo.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.

—¡Transmutación! —exclamó Polgara, atónita—. Durnik, ¿dónde diablos aprendiste a hacer eso?

—Es muy simple, Pol —rió el herrero—. Si tienes un poco de acero para empezar, como la vieja hoja de cuchillo, puedes obtener la cantidad que quieras partiendo de otros materiales como el hierro fundido, la arcilla o lo que sea.

—Durnik —preguntó Ce'Nedra con los ojos muy abiertos—, ¿podrías haberlo hecho de oro?

—Supongo que sí —respondió él sin dejar de martillear—, pero el oro es demasiado blando para un buen escudo, ¿no crees?

—¿Podrías hacerme uno a mí? —rogó ella—. No es necesario que sea tan grande. ¡Por favor, Durnik!

Durnik terminó de limar el canto del escudo levantando una lluvia de chispas rojas y comenzó a oírse el tañido musical del acero al chocar contra el acero.

—No me parece una buena idea, Ce'Nedra —dijo él—. El gran valor del oro se debe a su escasez. Si yo comenzara a fabricarlo con arcilla, acabaría por no valer nada. Estoy seguro de que lo entenderás.

—Pero...

—No, Ce'Nedra —dijo él con firmeza.

—¡Garion! —rogó Ce'Nedra con voz angustiada.

—Tiene razón, cariño.

—Pero...

—Ya está bien, Ce'Nedra.

El fuego se había convertido en un montón de rescoldo brillante. Garion se despertó sobresaltado, bañado en sudor y sacudido por violentos temblores. Había vuelto a oír, como el día anterior, el llanto lastimero que le desgarraba el corazón. Se quedó un rato sentado, contemplando las brasas. Al poco tiempo, los temblores cesaron y el sudor desapareció.

En todo el campamento sólo se oía la respiración regular de Ce'Nedra, tendida junto a él. El joven rey salió con cuidado de entre las mantas y se dirigió al borde del bosque de cedros, para mirar los oscuros campos que se extendían bajo el cielo negro como el azabache. Luego, convencido de que no podía hacer otra cosa, decidió volver a la cama y se sumió en un sueño intranquilo hasta el amanecer.

Cuando se despertó, lloviznaba. Se levantó sin hacer ruido y salió de la tienda a encontrarse con Durnik, que ya estaba encendiendo el fuego.

—¿Me dejas tu hacha? —le preguntó a su amigo. Durnik alzó la vista—. Creo que voy a necesitar una lanza para completar el atuendo —dijo mirando con actitud de disgusto el casco y el escudo que estaban sobre la cota de malla, junto a las bolsas de provisiones y las alforjas.

—¡Ah! —dijo el herrero—, lo había olvidado. ¿Crees que con una espada tendrás bastante? A Mandorallen siempre se le rompían.

—Pues yo no pienso llevar más de una —dijo Garion, y señaló con un pulgar la espada que llevaba en la espalda—. Si es necesario, siempre podré recurrir a este cuchillo.

La fría llovizna que caía desde el amanecer volvía brumosos e indistintos los campos circundantes. Después del desayuno, todos sacaron sus pesadas capas de los bolsos y se prepararon para enfrentarse a un día desapacible. Garion ya se había vestido con su cota de malla y había forrado el interior del casco con una vieja túnica antes de ponérselo en la cabeza. Se acercó a Chretienne con un estruendo metálico, sintiéndose realmente tonto. La cota de malla olía mal y, por alguna razón, parecía concentrar todo el frío de la mañana. Garion observó su lanza nueva y su escudo circular.

—Voy a estar muy incómodo —dijo.

—Cuelga el escudo de la montura, Garion —sugirió Durnik—, y apoya el canto de la lanza en el estribo, junto al pie. Mandorallen lo hace así.

—Lo intentaré —dijo Garion al momento de montar no sin esfuerzo, sudoroso bajo el peso de la cota de malla.

Durnik le entregó el escudo y el joven lo amarró a la montura. Luego cogió la lanza y la encajó en el estribo, golpeándose un dedo del pie.

—Tienes que sostenerla —le indicó el herrero—, no va a permanecer erguida por sí sola.

Garion gruñó y sostuvo la lanza con la mano derecha.

—Tienes un aspecto imponente —le aseguró Ce'Nedra.

—Espléndido —respondió él con sequedad.

Se alejaron del bosquecillo de cedros con Garion a la cabeza. La mañana era húmeda, sombría; Garion se sentía cada vez más ridículo con su atuendo de guerra.

Pronto descubrió que la punta de la lanza no dejaba de inclinarse hacia el suelo y deslizó la mano hasta encontrar el centro, de donde la cogió con fuerza. La lluvia que caía sobre la lanza se acumulaba sobre la mano de Garion y goteaba dentro de su manga. Después de un rato, un constante chorro de agua manaba del codo del joven rey.

—Me siento como un pozo que rebosa agua —gruñó.

—Apuremos el paso —dijo Belgarath—. Falta mucho para llegar a Ashaba y no tenemos mucho tiempo.

Garion hundió los talones en los flancos de Chretienne y el gran caballo tordo corrió primero al trote y luego al galope. Por alguna razón, esto hizo que Garion se sintiera un poco menos tonto.

El camino que Feldegast había señalado la noche anterior no era lo que se dice muy concurrido; todo lo contrario, aquella mañana estaba desierto. Pasaron junto a granjas abandonadas, tristes casas vacías cubiertas de malezas y restos de musgo en derrumbados techos de paja. Era evidente que algunas de las granjas habían sido quemadas hacía poco tiempo.

A medida que la tierra se impregnaba con el agua de la lluvia, el camino se volvía pantanoso. Los cascos de los caballos salpicaban en el lodo, que cubría sus patas y sus vientres y manchaba las botas y las capas de los jinetes.

Seda cabalgaba junto a Garion, con una expresión en su cara alargada como de estar alerta a cualquier sospecha. Cada vez que llegaban a una colina, se adelantaba, subía a la cima e inspeccionaba el valle que se extendía al otro lado.

A media mañana, Garion estaba empapado y tenía que hacer grandes esfuerzos para soportar el olor y la incomodidad del acero oxidado. No veía la hora de que parara de llover.

De repente, Seda volvió de una colina y les hizo un gesto para que se detuvieran. Era evidente que estaba nervioso.

—Al otro lado hay grolims —dijo.

—¿Cuántos? —preguntó Belgarath.

—Unas dos docenas. Están realizando una especie de ceremonia religiosa.

—Echemos un vistazo —gruñó el anciano, y se volvió hacia Garion—. Deja tu lanza con Durnik —dijo—. Es muy alta y no quiero llamar la atención.

Garion asintió, le entregó la lanza al herrero y luego siguió a Seda, Belgarath y Feldegast. Al llegar a la cima de la colina desmontaron y se escondieron con cautela detrás de unos matorrales.

Los grolims, vestidos de negro, aparecían arrodillados sobre la hierba húmeda, ante un par de sórdidos altares a una distancia considerable de la colina. Sobre cada altar yacía una figura inerte, cubierta de sangre, y un brasero encendido desde donde se elevaba una columna de humo negro. Los grolims cantaban con la característica salmodia plañidera y monótona que Garion había oído en otras ocasiones, pero el joven rey no pudo descifrar lo que decían.

—¿Chandims? —le preguntó Belgarath a Feldegast en voz baja.

—Es difícil asegurarlo, venerable anciano —respondió el bufón—. Los altares gemelos parecen indicar que sí, pero también es probable que la práctica se haya extendido a otros grupos. Los grolims suelen ser muy rápidos en acomodarse a los cambios de su Iglesia. Sin embargo, sean o no chandims, será mejor que los evitemos. No tiene sentido que nos enfrentemos en batallas innecesarias con los grolims.

—Al este del valle hay árboles —dijo Seda—. Si nos escondemos allí, no nos verán.

Belgarath asintió con un gesto.

—¿Cuánto tiempo más estarán rezando? —preguntó Garion.

—Al menos media hora —respondió Feldegast.

Garion contempló los dos altares y sintió que una sensación de ira le quemaba el pecho.

—Me gustaría interrumpir la ceremonia con una pequeña visita —dijo.

—Olvídalo —respondió Belgarath—. No estás aquí para correr por los campos castigando el mal. Volvamos a buscar a los demás. Quiero que nos alejemos de los grolims antes de que acaben sus plegarias.

Pasaron con cautela entre las hileras de árboles empapados, al este del valle donde los grolims celebraban sus siniestros ritos, y volvieron a salir al camino cubierto de lodo, un kilómetro y medio más adelante. Otra vez comenzaron a cabalgar al galope, con Garion al frente del grupo.

Cuando ya habían recorrido varías leguas llegaron junto a una aldea incendiada, envuelta en una nube de humo negro. No encontraron a nadie en los alrededores, aunque cerca de las casas quemadas se veían señales de lucha.

Siguieron adelante sin detenerse.

A media tarde dejó de llover, pero el cielo siguió cubierto de espesas nubes. Al llegar a la cima de otra colina divisaron la figura de un jinete en el valle del otro lado. Estaban demasiado lejos para reparar en detalles, pero Garion vio con claridad que el jinete llevaba una lanza.

—¿Qué hacemos? —les preguntó a los demás.

—Por algo vas vestido con armadura y llevas una lanza —le respondió Belgarath.

—¿No debería darle la oportunidad de huir?

—¿Para qué? —preguntó Feldegast—. Nunca lo haría. Tu sola presencia aquí, armado con una lanza y un escudo, constituye un desafío y él no lo rechazará. Derríbalo, joven, antes de que el día llegue a su fin.

—De acuerdo —dijo Garion con tristeza. Ató el escudo a su brazo izquierdo, se acomodó el casco y alzó la lanza. Chretienne escarbaba la tierra con las patas y relinchaba con actitud desafiante—. Eres muy entusiasta —le dijo Garion en un murmullo—. Bien, vamos allá.

El caballo galopó con ímpetu impresionante. No iba al galope ni a galope tendido, sino a un paso implacable que sólo podría llamarse «embestida».

El jinete del valle se quedó perplejo ante el inesperado ataque, sin los acostumbrados desafíos, amenazas o insultos previos. Después de comprobar con torpeza que llevaba todo su equipo, logró colocar el escudo en su sitio y la lanza en ristre. Parecía bastante corpulento, aunque podía ser una falsa impresión causada por la armadura. La cota de malla le llegaba a las rodillas, su casco redondo tenía una visera y llevaba una espada grande enfundada en la cintura. El caballero bajó la visera y hundió las espuelas en los flancos de su caballo.

Los campos húmedos a la vera del camino parecían difuminarse mientras Garion avanzaba hacia su enemigo con la lanza en ristre. Había visto hacer esto a Mandorallen muchas veces y conocía la técnica básica. La distancia entre él y el extraño se acortaba con rapidez y Garion ya podía ver con claridad el barro que levantaban los cascos de su caballo. En el último momento, Garion levantó los pies de los estribos como Mandorallen le había enseñado, se inclinó hacia adelante para resistir el impacto y apuntó la lanza al centro del casco de su enemigo.

Fue un choque impresionante, la lanza del jinete se rompió y Garion se encontró cubierto de una lluvia de astillas. Su propia lanza, sin embargo, sin ser más fuerte que la de su enemigo, estaba recién hecha con madera de cedro y era más flexible, de modo que se dobló como un arco y se enderezó con un chasquido. El asombrado jinete voló de su montura describiendo un curioso semicírculo en el aire que acabó de forma brusca cuando cayó de cabeza en medio del camino.

Garion siguió corriendo a galope tendido hasta que logró detener a su caballo pardo. El jinete yacía boca arriba sobre el barro del camino. No se movía. Garion condujo a Chretienne al lugar cubierto de astillas donde había ocurrido el enfrentamiento.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó al guardián del templo tendido sobre el barro, pero no obtuvo respuesta. Garion desmontó con cautela, arrojó la lanza y desenfundó la espada de Puño de Hierro—. Te he preguntado si te encuentras bien —repitió mientras lo tocaba con un pie.

La visera del casco del guardián estaba bajada y Garion se la levantó con la punta de su espada. Los ojos del caballero estaban blancos y la sangre manaba libremente de su nariz.

Se aproximaron los demás. Ce'Nedra se bajó de su caballo antes de que éste llegara a detenerse y se arrojó en los brazos de su marido.

—¡Garion! ¡Has estado magnífico! ¡Absolutamente magnífico!

—Sí, ha salido bastante bien, ¿verdad? —respondió él con modestia mientras se esforzaba por sujetar la espada, el escudo y a su mujer a la vez. Luego se volvió hacia Polgara, que estaba desmontando—. ¿Crees que se pondrá bien, tía Pol? Espero no haberle hecho mucho daño.

Polgara se acercó al hombre tendido en el camino.

—Se pondrá bien, cariño —le aseguró ella—. Sólo está inconsciente.

—Buen trabajo —lo felicitó Seda.

—¿Sabéis una cosa? —observó Garion sonriendo satisfecho—. Empiezo a comprender por qué Mandorallen disfruta tanto con esto. Es muy emocionante.

—Creo que tiene que ver con la armadura —le dijo Feldegast con tristeza a Belgarath—. Les pesa tanto que les exprime hasta la última gota de juicio.

—Sigamos adelante —sugirió Belgarath.

A media mañana del día siguiente llegaron al ancho valle de Mal Yaska, capital eclesiástica de Mallorea y sede del palacio de Urvon, el discípulo. Aunque el cielo seguía cubierto, había dejado de llover y una fuerte brisa comenzaba a secar la hierba y el barro que obstruía los caminos. El valle estaba salpicado de campamentos, pequeños grupos de personas que huían de los demonios del norte o de la peste del sur. Los grupos se mantenían aislados y todos sus integrantes tenían las armas a mano.

A diferencia de las puertas de Mal Rakuth, las de Mal Yaska estaban abiertas, aunque custodiadas por guardianes del templo vestidos con armaduras.

—¿Por qué no entran en la ciudad? —preguntó Durnik mientras señalaba a los fugitivos.

—Mal Yaska no es el sitio adecuado para visitas de placer —respondió Feldegast—. Cuando los grolims buscan víctimas para sus sacrificios, no es aconsejable estar cerca de ellos. ¿Aceptarías una sugerencia, mi anciano amigo? —preguntó volviéndose hacia Belgarath.

—Hazla.

—Necesitamos información sobre lo que ocurre allí arriba —dijo, y señaló los picos nevados que se alzaban al norte de la ciudad—. Como conozco Mal Yaska y sé cómo evitar a los grolims, ¿no sería aconsejable que invirtiera una hora de mi tiempo en husmear por el mercado central, en busca de información?

—Tiene razón, Belgarath —replicó Seda—. No me gusta ir a un sitio donde no sé lo que me espera.

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