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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (17 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Tarod no se movió. La fría expresión de su semblante dio paso a otra sonrisa, pero esta vez había un poco de calor en ella.

—Eres muy valerosa, Cyllan —dijo pausadamente—. Pero tu valor es superfluo. No pretendo hacerte daño; sería inútil y no lo deseo. Tal vez la vida humana me importa más de lo que crees. —Se acercó a ella y permaneció rígido al apoyar ligeramente una mano en el pecho de ella a través del desgarrón de la camisa—. Sólo te pido una cosa: que me digas lo que encontraste en el Salón de Mármol.

Su contacto era frío, pero físico, humano… Cyllan se sintió de pronto confusa, al chocar impresiones antagónicas en su cabeza. Temía su cólera, si él descubría lo que había visto; pero el miedo de lo que podía hacerle si guardaba silencio fue más fuerte que su temor, y murmuró:

—Las estatuas.. .

—Ah… las estatuas. —Tarod asintió con la cabeza—. Sí. ¿Y qué más?

—Había un bloque de madera…, un gran bloque negro. Yo… Era una cosa repelente.

Su miedo estaba ahora menguado; él parecía indiferente al hecho de que hubiese visto aquellos monstruos esculpidos, y aunque su nula reacción la desconcertaba, se sentía aliviada por ello. Tuvo la osadía de mirarle y vio que tenía entornados los ojos y dura la expresión, como si la mención del bloque hubiese reanimado algún oscuro pensamiento.

—Repelente —repitió reflexivamente él—. Me sorprende un poco la palabra que has elegido, pero… es bastante adecuada. ¿Había algo más?

—No —dijo ella—. Nada.

Hubo una pausa.

—¿Estás segura?

Ella recordó la piedra y la teoría de Drachea de que estaba oculta en algún lugar del Salón de Mármol. No había visto señales de ella…

Asintió con la cabeza.

—Sí, estoy segura.

Tarod le levantó la cara, la estudió atentamente y después pareció más relajado.

—Muy bien; veo que me has dicho la verdad.

Por alguna razón que Cyllan no podía adivinar, él pareció alegrarse de aquello, aunque le habría sido bastante fácil arrancarle la respuesta si le hubiese mentido.

Permaneció inmóvil un momento más y después apartó la mano del pecho de ella, la llevó a la tela rasgada de la camisa y, delicadamente, la cubrió de nuevo con ella.

—Tápate —dijo—. Y no quiero que vuelvas a hablar de sacrificios. Vuelve junto a Drachea y dile lo que has descubierto.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Que se lo diga a él? Pero…

Tarod se echó a reír; una risa ronca que contrastó vivamente con sus anteriores modales.

—Bueno, puedes decírselo o no, según prefieras. ¡A mí me da lo mismo! Drachea puede divertirse con sus juegos infantiles, pero no es ninguna amenaza. Si lo fuera, ya no estaría vivo.

Sus palabras eran bastante casuales, pero su significado estaba demasiado claro. Cyllan no respondió; simplemente, asintió con la cabeza y se volvió. Esta vez la puerta se abrió al tocarla; detrás de ella, el largo tramo de escalera conducía al patio.

—Volveremos a vernos —dijo pausadamente Tarod al poner ella el pie en el primer escalón.

Cyllan no supo si estas palabras implicaban o no una amenaza, pero no quiso especular sobre ello.

Cuando Cyllan se hubo marchado, Tarod se quedó mirando los libros desparramados alrededor de sus pies. Estaba seguro de que Drachea había irrumpido en la biblioteca por segunda vez, pero no sabía ni le importaba lo que el joven hubiese podido encontrar en su búsqueda. Incluso los ritos más importantes servían de poco en manos de un aficionado; Drachea carecía de importancia, y Tarod tenía otras cosas en que pensar.

Se encaminó a la estrecha puerta del hueco de la pared y la abrió sin ruido. La luz relativamente brillante del pasillo cayó sobre él, dando un matiz cadavérico a su ya pálido semblante, y aunque estuvo tentado de seguir una vez más el camino que conducía al Salón de Mármol, resistió la tentación. Nada podía ganar con ello: el Salón estaría, como siempre, cerrado para él.

Sin embargo, Cyllan había podido entrar

Era lo que Tarod había sospechado, y era también, en cierto sentido, una esperanza cumplida. En alguna parte de aquel lugar (en el plano físico o en otro, esto no lo sabía) estaba la única joya que era la clave de todo; y, como había previsto, ahora sabía que podía emplear a Cyllan para encontrarla y devolvérsela. Sin embargo, este conocimiento sólo le producía una satisfacción que no era tal. Con la piedra, volvería a ser como le había hecho el Destino: un ser cuyo origen no estaba con la humanidad, sino con el Caos. Recobraría los antiguos poderes; ningún hombre podría levantarse contra él, y si quería, podría abandonar toda pretensión de mortalidad y elevarse de nuevo a las alturas que antaño, en forma inmortal, había gobernado.

Desde el momento en que había cruzado la última barrera astral para detener el Péndulo del Tiempo, nunca había puesto en duda aquel deseo. Había sido en él como un rescoldo que sólo esperaba la oportunidad de inflamarse. Pero ahora le parecía lejano e irreal. La meta, de pronto tan próxima, había perdido su significado.

Recordó que una vez había renunciado a la piedra del Caos con toda la pasión de que, entonces, había sido capaz. Se había jurado destruirla, aunque significase su propia destrucción, y cuando el Círculo se había vuelto contra él, había luchado contra el Círculo, subordinando su lealtad como Iniciado a la más importante fidelidad que debía a Aeoris y a los Dioses Blancos. Desde que había perdido la piedra, y su humanidad con ella, había olvidado aquel desesperado juramento, pero ahora le hostigaba, cuando, en buena lógica, debiera estar muerto y enterrado.

Por primera vez, desde que había derrotado definitivamente al Círculo, Tarod empezaba a poner en tela de juicio tanto a sí mismo como a las motivaciones que le impulsaban. Creía que había perdido su humanidad…, pero emociones humanas de un pasado remoto y, según creía, inalcanzables, le estaban llamando de nuevo. Los recuerdos gritaban en su mente, donde había dominado la fría inteligencia; le embargaba una sensación que reconocía como de dolor. Era como si se hubiese abierto una ventana que le permitía contemplar, mirando hacia atrás, un mundo brillante y antaño muy querido que ya no podía alcanzar, y por primera vez, estos recuerdos le dolieron.

Cerró de nuevo la puerta, turbado y sin saber si lo que sentía era irritación o pesar. Por un momento, cuando ella se había erguido desafiadora ante él y le había retado a matarla, había querido confiar a Cyllan toda la verdad; pero el viejo y arraigado cinismo le detuvo al recordar a Sashka, que había abusado de su confianza para sus propios fines. Cyllan no era Sashka; en comparación con ésta, la vaquera era transparente como un niño, y aunque pretendiese engañarle no constituiría ninguna amenaza; sin embargo, un profundo deseo de no cometer dos veces el mismo error había sujetado su lengua. Esto y la certidumbre de que, si ella llegaba a comprender su verdadera naturaleza, se volvería contra él con tanta seguridad y con la misma violencia con que lo había hecho el Círculo. Aunque se negaba a explorar sus razones, no quería tener a Cyllan como enemiga.

Tarod no estaba acostumbrado a la indecisión, pero ahora andaba a la deriva. Le impulsaban sentimientos que anteriormente no habían existido; su camino ya no parecía claro. Por primera vez dudaba de su propia motivación… y esta duda daba origen a los débiles y primeros indicios del miedo.

Cerró sin ruido la puerta del pasillo, y con ella todo lo que había detrás, salvo un débil resplandor de la luz del Salón de Mármol, que se filtraba por debajo de la vieja tabla de madera. Con un esfuerzo borró de su mente todas las tristes ideas; era una técnica que dominaba y había empleado en muchas ocasiones. Su cara era una máscara, impasible e inexpresiva, como tallada en piedra, pero sus ojos verdes mostraban inquietud cuando salió de la biblioteca.

CAPÍTULO VII

—¡E
s la prueba definitiva! —Drachea agarró a Cyllan de los hombros y, muy excitado, empezó a dar vueltas con ella por la habitación—. ¡Es la prueba que necesitábamos, Cyllan! Por los dioses… ¡Pensar que nos la daría el Salón de Mármol! La piedra tiene que estar allí…, ¡tiene que estar!

Cyllan se desprendió de sus manos, inquieta por el entusiasmo de él.

—No veo que sea motivo de júbilo —dijo—. ¡Es la prueba de que nos enfrentamos con un poder contra el que no podremos combatir!

Drachea rechazó sus dudas con un confiado ademán.

—Tarod no es invencible. Según el testimonio del Sumo Iniciado, sin aquella joya no puede llamar a las fuerzas del Caos en su ayuda. Y si nosotros podemos encontrar la piedra y devolverla al Círculo…

Cyllan lanzó una risa breve y seca, desprovista de humor.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó—. ¿Cómo podremos poner de nuevo en marcha el Tiempo?

Drachea sonrió.

—No es tan imposible como te imaginas. He estado estudiando los libros que traje de la biblioteca, y en ellos figuran todos los ritos del Círculo con increíble detalle. Estoy convencido de que encontraré la respuesta en uno de los volúmenes. —Sus ojos se iluminaron con un celo fanático—. Piensa, Cyllan, ¡piensa lo que pasaría si pudiésemos resucitar el Círculo y poner en sus manos al causante de estos males!

Cyllan sabía que el empleo del plural no significaba nada; en su imaginación, Drachea se veía como el único salvador del Círculo, y sin duda pensaba recibir todo honor y toda gloria como resultado de ello. Era tonto, pensó, si creía que realizar esa hazaña sería cosa fácil; sin embargo, rebosaba confianza, convencido ya de su triunfo.

—Debes saber —dijo él, serenándose un poco al ver que ella no parecía compartir su entusiasmo— que, en uno de los libros, he descubierto el rito que sin duda pretendía utilizar el Círculo para destruir a Tarod. —Cyllan se volvió y él siguió diciendo—. El altar que viste es un artefacto muy antiguo, raras veces empleado. Es un tajo de ejecución.

Cyllan sintió un nudo en el estómago y comprendió por qué tenía un aura tan espantosa aquel pedazo de madera negra. Sin proponérselo, pensó en lo que debía parecer un hombre tendido sobre aquella mellada superficie, esperando el golpe final del cuchillo o de la espada… o algo peor…, y se estremeció.

—Sí; no es una ceremonia agradable —dijo Drachea, en un tono de disimulada satisfacción que ella encontró repelente—. Y sólo se realiza en circunstancias extremas. Indudablemente, cuando Tarod esté de nuevo en manos del Círculo, celebrarán el rito que no pudieron entonces realizar.

Cyllan no pudo contenerse; las palabras brotaron de su boca sin ella darse cuenta, y su voz era colérica.

—¿Y encuentras agradable esa perspectiva?

—Y tú, ¿no? —Drachea frunció el entrecejo—. No tenemos que vérnoslas con un hombre. ¡Es un ciudadano del Caos! ¡Maldición! ¿Preferirías ver a semejante monstruo campando por sus respetos en el mundo?

Preferiría no ver a nadie morir de un modo tan bárbaro, pensó Cyllan, pero se mordió la lengua. La incomodaba el hecho de que un impulso interior la hubiese hecho salir en defensa de Tarod, pero se dijo que era solamente la crueldad de Drachea lo que le había ofendido. Sin embargo, la idea del destino de Tarod si Drachea triunfaba…, no, si Drachea y ella triunfaban, pues su causa era la misma…, la estremecía hasta la médula.

Si Drachea se dio cuenta de sus dudas, las pasó por alto, demasiado absorto en sus propios planes para prestar atención a todo lo demás.

—Debemos volver al Salón de Mármol —dijo resueltamente— y encontrar aquella joya. Y será mejor que no retrasemos lo que hemos de hacer. —Se levantó de nuevo, cruzando los brazos—. Todavía tengo en mi poder los papeles del Sumo Iniciado. Si Tarod lo descubriese, no quiero ni pensar cuál sería su reacción. Creo que lo más prudente es devolverlos con la mayor rapidez posible. —Miró hacia la puerta—. Aunque saben los dioses que me sentiría mucho más tranquilo si pudiese tener algún arma antes de volver a rondar por este edificio.

—Tiene que haber armas en el Castillo —dijo Cyllan, aunque dudaba en su fuero interno de que una espada pudiese servir de mucho contra los peligros que les acechaban—. En el festival de Investidura se celebraron torneos, asaltos de esgrima. Yo no vi ninguno de ellos, pero me los relataron. Y Tarod solía llevar un cuchillo…

Drachea le dirigió una extraña mirada, débilmente teñida de recelo, pero solamente dijo:

—Muy bien. Entonces debes encontrar las armas. Mira en las caballerizas del Castillo. En Shu-Nhadek, la milicia guardaba las armas cerca de los caballos, lo cual es bastante sensato. Tráeme una espada, ligera pero bien equilibrada. —Hizo una pausa—. Es decir, si sabes distinguir una buena espada.

Cyllan entrecerró los ojos. Probablemente, Drachea sólo había ceñido una espada dos o tres veces en su vida, y aun para fines ceremoniales. Ella había tenido una vez un cuchillo; un arma cruel de hoja curva y mango de hueso. Lo había empleado para rajar la cara de uno de los mozos de su tío, que había pensado que podía aprovechar el sopor de su amo borracho para violar a su sobrina y escapar con tres buenos caballos, y los alaridos del hombre habían despertado a todo el campamento. Kand Brialen había despedido al presunto ladrón con un brazo y tres costillas rotas, una por cada caballo como dijo ferozmente él, y había recompensado la vigilancia de Cyllan dándole un cuarto de gravín y vendiendo su cuchillo en el primer pueblo por el que pasaron.

—Puedo distinguirla bastante bien, Drachea —dijo—. Y tomaré una daga para mí, si la encuentro.

El se sorprendió un poco por el tono de su voz, pero lo disimuló rápidamente encogiéndose de hombros.

—No perdamos tiempo. Yo llevaré los papeles al sitio donde deben estar y volveremos a encontrarnos aquí cuando hayamos hecho nuestro trabajo.

Drachea no quería confesarse que sentía miedo al recorrer el largo pasillo que conducía a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero los fuertes latidos de su corazón desmentían su arrogancia. Con las revelaciones de Keridil Toln, y también las de Cyllan, frescas en su mente, la idea de que podía encontrarse con Tarod llevando encima los documentos acusadores a punto estuvo de hacerle volver corriendo al refugio de su habitación. Ahora lamentaba no haber encargado a Cyllan esta tarea e ido él en busca de armas; pero era demasiado tarde para lamentaciones. Y seguramente, se dijo, tratando de reforzar su valor menguante, las probabilidades de encontrarse con el Adepto en la inmensidad del Castillo eran muy escasas.

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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