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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (33 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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La Hermana Erminet alzó bruscamente la cabeza y, después, volvió a bajarla hacia su paciente con la misma rapidez. Grevard miró a Keridil con sorprendida satisfacción durante unos momentos, antes de dar un puñetazo al hombro del Sumo Iniciado que casi le hizo caer al suelo.

—¡Conque al fin se lo has pedido! Bien hecho Keridil, ¡bien hecho! ¡La celebración deber ser tan grande como la de la Investidura!

Keridil enrojeció de nuevo.

—Gracias. Aprecio tus buenos deseos.

—Tendrás los buenos deseos de todo el mundo, amigo mío, puedes estar seguro de ello. Una hermosa muchacha; muy hermosa…, y una justa recompensa para los dos después de todo lo que ha sucedido. Tu padre se habría sentido feliz.

Los dos hombres se encaminaron a la puerta, sin dejar de hablar, y Erminet les observó mientras salían. Sus ojillos de pájaro eran inexcrutables, pero la comisura de sus labios se torció en una expresión ligeramente despectiva.

CAPÍTULO XIII

C
uando Cyllan empezó a sudar y agitarse en su delirio, y a gritar un nombre que parecía extraño, la Hermana Erminet hizo salir de la habitación a la criada que le habían enviado para ayudarla, tranquilizándola con la seguridad de que aquello era corriente en casos semejantes y que podía resolverlo perfectamente. Una vez a solas con su paciente, se volvió a su colección de hierbas y preparó un brebaje mientras escuchaba atentamente las temerosas divagaciones de la muchacha medio consciente.

Yandros… Había oído este nombre en alguna parte y recordó que guardaba relación con el Adepto condenado. Y esto confirmaba sus sospechas concernientes a otro descubrimiento aparentemente insignificante que había hecho en esta habitación.

Un cuenco de frutas que habían sido abiertas y machacadas sin motivo aparente, y los huesos de las frutas desparramados de cualquier manera en el suelo. Sabía que la lectura de piedras era una forma de geomancia peculiar del Este, por lo que parecía que la joven había estado jugando con fuego y se había quemado, en el sentido literal de la palabra.

El parloteo de Cyllan había degenerado ahora en murmullos incoherentes y, cuando Erminet la miró de nuevo, sus párpados se agitaban espasmódicamente. Estaba recobrando el conocimiento. La anciana llevó a la cama el brebaje que había preparado, se sentó y levantó la cabeza a Cyllan.

—Toma. Bebe esto; relajará tus músculos y calmará tu mente. —Arrimó la copa a los labios de la muchacha y observó, con satisfacción, cómo tragaba un buen sorbo—. Así… ¡Oh, que Aeoris nos ampare, niña! ¡Mira cómo lo estás ensuciando todo!

La bebida había producido náuseas a Cyllan, pero la reprimenda involuntariamente viva de Erminet pareció abrir un claro en su nublada mente. Rechazó débilmente la copa y después abrió los ojos con dificultad.

Se miraron las dos; Erminet, curiosa; Cyllan, hostil y cautelosa. Había tenido sueños monstruosos, en los que aparecía una y otra vez la cara fríamente sarcástica de Yandros, y la impresión de encontrarse frente a una Hermana de Aeoris al despertar la espantaba.

—Bueno, ¿vas a quedarte mirándome como si fuese el fantasma de tu abuela? —le preguntó Erminet—. ¿O tienes algo que decirme?

Cyllan se echó atrás, pero su mirada no se apartó de la cara de la vieja.

—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca.

—La Hermana Erminet Rowald. Veo que no os enseñan buenos modales en el Este —replicó agriamente Erminet.

Cyllan frunció el entrecejo.

—Yo no te pedí que me cuidases.

—Cierto; pero alguien lo hizo y por esto estoy aquí, tanto si te gusta como si no. —Le alargó la copa—. Termina tu bebida.

—No… Estás tratando de drogarme.

Es tan obstinada como Tarod, pensó Erminet, y suspiró.

—No es más que un sencillo reconstituyente. Te lo demostraré. De todos modos, ¡yo lo necesito más que tú! —Bebió la mitad de lo que quedaba en la copa y se la ofreció una vez más—. ¿Estás ahora satisfecha?

Cyllan, vacilando, tomó la copa de sus manos y apuró el brebaje. Sabía bastante bien; a vino con especias y un poco de miel y otros sabores más sutiles, y su estómago lo agradeció. Mientras tanto, Erminet se había levantado y cruzado la habitación con movimientos aparentemente casuales, y tocaba con el pie algo que había en el suelo. Cyllan la miró… y sintió que se encogían sus pulmones.

—La antigua geomancia del Este —dijo Erminet a media voz—. Creía que esta técnica casi no se empleaba ya. —Y al no responder Cyllan, sonrió—. ¿Eres una vidente, eh?

—¡No!

La negativa era demasiado vehemente, y Erminet vio miedo en los ojos de Cyllan.

—Es inútil negar lo evidente, muchacha, cuando tu astucia no alcanza a disimular la evidencia. —Bruscamente, y para sorpresa de Cyllan, su tono se suavizó—. Alégrate de que, hasta ahora, yo soy la única que ha adivinado tu secreto. Todos los demás creen que eres bastante inofensiva, a pesar de las protestas de ese mal criado hijo de Margrave.

—¿Drachea…?

El nombre salió involuntariamente de los labios de Cyllan, cuya hostilidad se había mitigado por la perplejidad y una curiosidad creciente.

—¿Se llama así? Sí, el arrogante rapaz está todavía aquí, y sin duda su orgulloso padre y toda la camada vendrán pronto del Sur para disfrutar del reflejo de su gloria.

La voz de Erminet era agria y esto aumentó la confusión de Cyllan. ¿Unas palabras tan duras, en boca de una Hermana de Aeoris? No lo entendía…

De pronto, Erminet se acercó de nuevo a la cama y se quedó plantada, mirando a Cyllan.

—¿Quién es Yandros?

El cambio de táctica pilló a Cyllan por sorpresa, tal como había pretendido la Hermana, y no tuvo tiempo de disimular su dolor. Tragó saliva.

—Jamás oí ese nombre.

—¿Ah, no? ¿Tan desconocido te es que lo has pronunciado nada menos que doce veces en tu delirio? —La anciana se acercó más—. Hablaste bastante mientras dormías, niña. Si yo fuese recelosa, juraría que era una letanía destinada a evocar algo que es mejor dejar tranquilo.

Oh, sí; la flecha había dado en el blanco: el terror y la culpa se pintaron en los ojos de Cyllan antes de que pudiese ocultarlo. Después su peculiar mirada ambarina se endureció.

—¿Y si lo fuese, Hermana? —replicó furiosamente—. ¿Ves una legión de demonios alineados alrededor de las paredes de esta habitación? ¿Ves un ejército sobrenatural forzando las puertas del Castillo para rescatarme? Sea lo que fuere lo que pude haber intentado, ¡fracasé!

Estaba mintiendo; Erminet lo sabía con tanta seguridad como que el sol amanecería mañana.

—¿De veras? —dijo suavemente—. ¿O cuenta la herida de tu brazo solamente la mitad de la historia?

Cyllan frunció el entrecejo y miró después rápidamente su muñeca izquierda. La mancha lívida había sido tratada con un ungüento, pero la irritación no había menguado. Dobló los dedos y recordó los ojos sabios e inhumanos de Yandros al inclinarse para tocar su muñeca con los labios. La excitación y un miedo morboso hicieron presa en ella… Conque era real; había ocurrido de veras… El Caos había contestado a su llamada…

Encogió el brazo poco a poco, como para proteger la señal que le había infligido el Señor del Caos del escrutinio de la Hermana Erminet. Una extraña sonrisa, no del todo racional, deformó su boca.

—Sea cual fuere la historia que cuente —murmuró—, no podréis cambiarla. Ni tú, ni Keridil Toln; nadie. Es demasiado tarde.

Erminet se sintió inquieta y empezó a preguntarse si, en su determinación de cuidar de que se hiciese justicia, no habría cometido un grave error. Ahora no dudaba de que Tarod no se había equivocado al depositar su confianza en Cyllan. Haría cualquier cosa por salvarle, sin reparar en las consecuencias que tendría para ella y para todos los demás, y una devoción tan exclusiva podía ser letal. Decían que Tarod era del Caos, acusación que él había negado. Si era verdad, se deducía de ello que podía tener aliados que también debían su existencia al mismo mal; aliados a los que podía llamar en un momento de apuro…

Miró de nuevo a Cyllan y se dijo que la idea era insensata. El Caos había muerto; si Aeoris hubiese fallado en su empeño, nunca habría sido creada la Hermandad para conservar la fe en el recuerdo de aquella titánica victoria. Y la muchacha no era una hechicera. Había visto que tenía talento, pero nada más. Era el amor lo que la impulsaba, y la Hermana Erminet comprendía demasiado bien esta motivación.

Y así, había decidido entre el deber y la conciencia. Por muy rigorista que fuese, Erminet tenía un código de honor peculiarmente personal, y con independencia de los que pudiesen imponer el Sumo Iniciado y su propia Hermandad, había dado su palabra, al menos, en una cuestión…

Aguantó una vez más la mirada irritada de Cyllan y dijo sin preámbulos:

—Tengo un mensaje para ti.

La muchacha perdió algo de su aire de desafío, pero no quiso hacer la pregunta que acechaba en el fondo de sus ojos.

Erminet se pasó la lengua por los labios.

—Dijo que recordases tu primera visita a la torre… y que él no tomó nada que no quisieras darle.

Sabía que habría una reacción, pero no de esta naturaleza. Cyllan se quedó petrificada, abrió la boca como para hablar, pero jadeó y estalló en sollozos de angustia, tapándose la cara con ambas manos y llorando como si se le partiese el alma.

—¡Niña! —Aquel dolor hizo que Erminet olvidase su estudiada acritud, y rodeara los hombros de Cyllan con los brazos—. ¡No llores, niña!

Cyllan trató de empujarla, al sentirse acometida por una oleada de miedo y de dolor y de desesperado anhelo. Había tratado de dominar sus emociones lo mejor posible, sabiendo que eran la forma más cruel de atormentarse ella misma; pero las palabras de Tarod, tan ingenuamente transmitidas por la anciana, habían resucitado toda la amargura de los recuerdos que, ahora, eran todo lo que le quedaba de él. Y su sentimiento, luchando por desfogarse, sólo pudo expresarse en dos fútiles, inútiles y entrecortadas palabras:

—¡Oh,
dioses…!

Erminet se maldijo por no haberse parado a pensar en el efecto que podía producir en Cyllan el mensaje de su amante. Un secreto compartido, una broma que sólo ellos dos podían comprender… No era de extrañar que la muchacha llorase, dadas las terribles circunstancias en que había sido enviado y entregado el mensaje. Tuvo ganas de llorar con ella.

—¡Escúchame, Cyllan! —Los dedos que apretaban los hombros de Cyllan eran rudos, pero Erminet no conocía otra manera de sacarla de su profunda aflicción—. ¡Tienes que escucharme!

Cyllan respiró profundamente y con fuerza. Se apartó las manos de la cara, y había odio en la mirada que fijó en Erminet.

—¿Por qué tendría que escucharte? —replicó furiosamente—. ¡Eres igual que todos ellos! Tarod no te ha hecho ningún daño, pero les apoyarás y asentirás prudentemente con la cabeza cuando le lleven al Salón de Mármol para matarle, ¿no? —Estaba temblando de los pies a la cabeza, al borde de un ataque de histeria—. Y mientras tanto me tenéis aquí encerrada, y yo le amo, y no puedo hacer nada para poner fin a esta locura, ¡y Tarod va a morir!

Erminet, terriblemente conmovida por ese arrebato, la miró fijamente y dijo:

—No, si yo puedo impedirlo.

Cyllan tardó un momento en captar estas palabras, pero después se quedó como paralizada.


¿Qué…?

—Ya me has oído.

Que Aeoris me valga, pensó, ¿qué he dicho? Había hablado impulsivamente, respondiendo a la desesperación de la joven y a un turbador y creciente sentido de injusticia en su propia mente. Cuando había salido de la celda de Tarod, se había sentido irritada, en parte consigo misma y en parte con él, por resignarse de un modo tan pasivo a la muerte, pero sobre todo contra la cadena incontrolable de circunstancias que habían llevado a la condena de una vida joven y de importancia vital. Ahora comprendía el razonamiento de Tarod y les compadecía a los dos. Vieja tonta romántica como era, quería ayudarles, y ese impulso quijotesco había hecho que se fuese de la lengua. Pero no quería, no podía, faltar a su palabra.

Hizo ademán de retirarse, pero Cyllan alargó una mano y la asió de la muñeca. Detrás de su expresión paralizada por la emoción, la mente de Cyllan se debatía en un torbellino de pasmado asombro, incredulidad y esperanza. La extraña anciana le había traído un mensaje que sólo podía ser de los propios labios de Tarod, y esto significaba que Tarod confiaba en ella. La Hermana Erminet no quería que muriese… y Yandros había dicho que la ayuda vendría de dentro del Castillo, y que, cuando llegase, ella la reconocería…

—Hermana… —La voz de Cyllan estaba ronca de desesperación—. Dime, por favor: ¿puedes ayudarnos?

Erminet se levantó, retiró el brazo y se sintió de pronto insegura de sí misma.

—No lo sé…

Cyllan se retorció las manos, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Casi en un murmullo, suplicó:

—Tú tienes la llave de esta habitación. Podrías dejarme salir…

—No. —Erminet suspiró profundamente—. Quiero ayudaros. Los dioses saben por qué, pero le he tomado simpatía a tu Adepto; le compadezco y también te compadezco a ti. Pero no es fácil…, debes comprenderlo. No puedo dejar simplemente que te escapes en la noche. Si llegase a saberse que yo… —vaciló—, que mis simpatías están… contra la corriente…, no podría defenderme. Y aprecio mi vida, aunque no me queden muchos años más de ella. —Recobró una pizca de su causticidad al sonreír—. Todavía no deseo encontrarme con Aeoris, y menos con semejante pecado en mi conciencia.

Cyllan se resignó, dominando su disgusto al reconocer que Erminet tenía razón. Además, la libertad no le bastaba. Tenía que tener la piedra del Caos para salvar a Tarod y cumplir la palabra que había dado a Yandros.

Inclinó la cabeza, asintiendo.

—Lo siento, Hermana. Pensaba…, esperaba…, pero lo comprendo. —Su expresión era intensa detrás de la cortina de sus cabellos—. Y ahora, ¿querrás contestarme a una pregunta?

—Si puedo, sí.

—Hay una piedra… Tarod solía llevarla en un anillo y el Sumo Iniciado se la quitó cuando le capturaron por primera vez.

Erminet recordó la gema. La había visto en la mano de Tarod cuando su primer encuentro, y según rumores, contenía su alma…

—Lo sé —dijo cautelosamente.

—¿Sabes dónde está ahora ?

Un fragmento de conversación, oído mientras volvía a su trabajo al regresar el Tiempo…

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