El Séptimo Secreto (11 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: El Séptimo Secreto
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—Hay algunas botellas sobre el televisor, y hielo.

Nitz, sin hacerse más de rogar, se acercó al televisor, descorchó la botella de whisky, echó unos cubitos en un vaso, se sirvió dos dedos y bebió un sorbo. Se relamió, se atusó el mojado bigote y se dirigió al sofá donde se había sentado Emily. Se sentó cuidadosamente en el otro extremo del sofá.

—Deseaba verle sobre todo —empezó Emily— para agradecerle personalmente la amabilidad que tuvo al enviarme aquella carta.

—Pensé que era mi obligación hacerlo. Espero no haberla molestado mucho.

—Al contrario.

—Me refiero a los detalles sobre la muerte de su padre, lo que yo vi.

—Me alegró que fuera usted tan franco. Yo tenía mucho interés en saber lo que sucedió en realidad. —Emily dudó un momento—. Usted daba a entender que quizás el hecho no fue accidental.

Nitz se encogió de hombros.

—Podía haberlo sido. Y quizá no lo fue. ¿Quién puede saberlo? Pero a mí me pareció que el atropello y la huida fueron, por decirlo así, deliberados. Sin embargo no puedo estar seguro. ¿Habló usted con la policía de Berlín?

—Hablé con un tal Schmidt, el jefe de policía. No me prometió nada, sólo que intentarían localizar el camión. Pero ni siquiera sabía su marca. No creo que la policía consiga nada.

—No conseguirá nada, desde luego —repitió Nitz.

Emily estaba desconcertada.

—Pero si el accidente fue deliberado, ¿quién nudo haberlo deseado, y por qué? Mi padre conocía a pocas personas en Berlín. Por lo que yo sé no tenía enemigos.

Nitz hizo sonar los cubitos de hielo en su vaso y bebió un trago.

—Ningún enemigo... a no ser que Adolf Hitler sobreviviera en lugar de haber muerto.

—¿Hay alguien que crea realmente esta historia?

Nitz apuró el resto de la bebida y dejó el vaso sobre la mesita.

—Las especulaciones no han cesado nunca desde aquella tarde del 30 de abril de 1945, en la que según se dice Hitler se suicidó de un tiro en la sien y en la que al parecer su reciente esposa, Eva Braun, se mató con cianuro de potasio. Josef Stalin siempre creyó que Hitler se había escapado en un submarino, posiblemente rumbo a Japón. El general Eisenhower dijo a los periodistas que había motivos para suponer que Hitler había conseguido huir indemne. La inteligencia británica aseguró a menudo que el cuerpo incinerado en el jardín de la Cancillería era el de un doble de Hitler. La identificación por parte de los rusos de unos huesos, un cráneo y una mandíbula chamuscados, que se encontraron al lado del búnker del Führer, siempre fue contradictoria e incierta. Pero usted, señorita Ashcroft, ya está enterada de todo esto.

—Yo sólo sé una cosa —dijo Emily—, en Nuremberg no pudieron procesar a Hitler, por lo cual un tribunal de desnazificación lo juzgó in absentia en Munich en el otoño de 1947 para liquidar sus bienes. Cuarenta y dos testigos atestiguaron la muerte de Hitler. El ministro bávaro de justicia anunció su conclusión en octubre de 1956. El tribunal declaró: «No puede existir ya la más mínima duda de que Hitler se quitó la vida el 30 de abril de 1945 en el búnker del Führer de la Cancillería del Reich en Berlín, disparándose un tiro en la sien derecha.»

—Así es —asintió Nitz.

—En vista de eso, señor Nitz —dijo Emily mirando fijamente al periodista alemán—, ¿cree usted posible que Hitler sobreviviera? ¿Cree que pudo escapar?

—No, yo no creo que escapara —contestó Nitz sin vacilaciones. Luego se detuvo un momento— . Pero su padre sin duda consideraba esa posibilidad. Yo se lo oí decir personalmente en una conferencia de prensa antes de su muerte. Permítame recordarle que su padre hablaba de ciertos datos según los cuales la mandíbula y los dientes que habían encontrado los rusos no pertenecieron a Hitler. Él pensaba que esto podría demostrarse, o descartarse, después de haber excavado en la zona del búnker del Führer. ¿Sabe usted lo que estaba buscando su padre?

—No, siento decirlo pero es así. Estábamos a punto de abordar la conclusión de nuestra biografía cuando mi padre recibió de Berlín una carta de alguien que había estado próximo a Hitler. Esta persona afirmaba que la versión aceptada de la muerte de Hitler era falsa. Mi padre se enteró de que este informador no era un chiflado, y entonces vino a Berlín a verle. Mi padre me telefoneó a Oxford la noche anterior a su muerte. Estaba de un humor excelente. Su informador le había aconsejado que excavase en la zona del jardín de la Cancillería en busca de algo, y mi padre me dijo que había obtenido el permiso para excavar. Pretendía comenzar su excavación el mismo día después de su rueda de prensa.

—Usted sabe, por supuesto, quién era su informador, y quién es...

—Sí, lo sé. Pero prefiero no mencionar su nombre hasta que no tenga permiso para ello.

—¿Sabe por qué aconsejó a su padre que excavara?

—No, mi padre no quiso decírmelo por teléfono. Ahora espero descubrirlo yo sola. —Su mirada se detuvo en Nitz—. Pero usted cree que todo es inútil. Usted piensa que no hay ninguna posibilidad de que Hitler hubiera sobrevivido.

Nitz escarbó en el bolsillo de su chaqueta buscando un paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió.

—Mire, señorita Ashcroft, yo no quiero desanimarla. Sería mejor que se convenciera por sí misma. Además, yo como periodista he visto y oído muchas tonterías, soy un escéptico, y en este asunto mantengo mi escepticismo. Yo pienso que Hitler y su dama murieron como nos cuenta la historia. Antes de ver a este informador discrepante, y de perder quizás el oremus, podría hablar con alguno de los testigos auténticos que estuvieron en el búnker cuando Hitler se quitó la vida. Aún quedan algunos esparcidos por toda Alemania, son personas ya mayores pero muchas de ellas conservan vivos recuerdos de los hechos del 30 de abril de 1945. Uno de ellos vivía además en este mismo barrio.

Emily se inclinó hacia adelante.

—¿Quién es?

—Ernst E. Vogel. Era guardia personal de las SS en el búnker del Führer en el momento en que sacaron e incineraron los cadáveres de Hitler y Eva Braun. Yo le entrevisté para escribir un reportaje corto hace unos dos años. Se mostró muy convincente al relatar los hechos que recordaba.

—¿Y ese Herr Vogel sigue vivo aún?

—Creo que sí. Parecía estar bastante sano por entonces. Podría empezar por visitarle antes de seguir adelante. Luego podrá juzgar por sí misma. Tengo en mi oficina el número de teléfono y la dirección de Vogel. La llamaré en cuanto haya llegado.

—Le estoy muy agradecida, señor Nitz.

—Cuando haya hablado con Vogel, podrá visitar entonces a su informador discrepante y sopesar las opiniones opuestas de los dos.

Emily se quedó callada un momento, contemplando a Nitz fumar su cigarrillo. Al final tosió, con azoramiento.

—He de confesarle algo, señor Nitz. Quiero serle sincera. No tengo ninguna cita con el informador alemán que vio mi padre, la persona que había estado próxima a Hitler. De momento se ha negado a verme.

Nitz pareció aguzar las orejas.

—¿No quiere verla? ¿Por qué no? Si habló con su padre.

—Sí —dijo Emily—. Luego, después de la muerte de mi padre yo le escribí diciéndole que iba a venir a Berlín para seguir adelante, y que confiaba en que me recibiría y me prestaría la misma ayuda y la misma información que a mi padre. Él me contestó en una sola línea: no me podía recibir, ni a mí ni a ninguna otra persona relacionada con el tema. —Hizo una pausa—. Me pregunto a qué se debe ese cambio de actitud.

Nitz pensó en ello por un momento.

—Quizá le asustó la sospechosa muerte de su padre y ahora prefiere callar. Tal vez esté preocupado por los fanáticos neonazis. Oh, sí, aún existen algunos. —Nitz decidió explicarle el tema con detalle al notar la súbita curiosidad en el rostro de Emily—. Señorita Ashcroft, ¿le suenan a usted la Unternehmen Werwolf creada en los últimos días de la guerra?

Emily asintió:

—La iniciativa Werwolf, grupos guerrilleros de soldados alemanes organizados por Himmler, y entrenados por las Waffen SS después del día D. Iban vestidos de civil y su misión era infiltrarse en las filas de los aliados y asesinar a todos los alemanes importantes que colaborasen con el enemigo. ¿Cree usted que aún queda alguno?

—No es imposible. Eran grupos secretos de fanáticos decididos a proteger la imagen de Hitler y su vida, claro. Quizá su informador esté preocupado por estos neonazis, y teme que alguno de ellos pueda buscarle y matarle a él también. Sospecho que su informador simplemente tiene miedo de verla.

—Bueno, intentaré convencerle de algún otro modo —dijo Emily con decisión—. Voy a emplear todas las tretas de que dispongo para obligarle a que me reciba.

Nitz apagó su cigarrillo y se levantó.

—Le deseo buena suerte. Acuérdese de mí si consigue alguna noticia que yo pudiese explotar.

—No lo olvidaré. Le debo muchas cosas... No solamente por su amabilidad, sino también por su sugerencia de visitar a Vogel.

—Bueno, no deje que Vogel la desanime con su narración de primera mano. Escúchele simplemente. Cuando haya oído su versión, persiga a su esquivo informador con más insistencia. Utilice el material testimonial que consiga de Vogel coma cebo para el otro. Esa táctica suele funcionar. Si tiene suerte, siga adelante con la investigación del búnker. —Ya en la puerta, con el tirador en la mano, Nitz se detuvo, y la miró de arriba abajo—. Por favor, acepte el consejo que voy a darle. Si se dispone a seguir adelante, si decide excavar, no lo anuncie públicamente como hizo su padre. No se arriesgue. Los atropellos accidentales en que el conductor huye no son demasiado extraños en Berlín. Busque la verdad. Pero conserve también la vida.

Emily esperó con impaciencia en su suite a que el teléfono sonara. Cuarenta y cinco minutos después, fiel a su palabra, Peter Nitz la llamó desde su oficina en el Berliner Morgenpost. Tenía el número de teléfono de Ernst Vogel y su dirección.

Cuando Emily iba a darle las gracias el periodista la interrumpió.

—Antes de hablar con Vogel, creo que debería saber algo sobre ese individuo —le dijo Nitz—. He buscado las notas de mi entrevista de hace dos años, sólo para refrescarme la memoria. Ernst Vogel tenía veinticuatro años el día que, según afirma, murió Hitler. Por lo tanto ahora tendrá sesenta y cuatro. Vogel fue sargento de las SS y guardia de honor de servicio cada doce horas. Se sentía muy orgulloso de su brazalete negro con el nombre de «Adolf Hitler» bordado en plata. Cuando estaba de servicio, iba armado con una metralleta y una granada de mano. Estuvo apostado a la entrada del búnker del Führer los últimos diez días que Hitler pasó en su interior, los diez días transcurridos entre el quincuagesimoctavo cumpleaños de Hitler y su anunciado suicidio. Vogel debió de gozar de gran confianza porque bajó al búnker en varios momentos cruciales hacia el final. El último día, él fue uno de los que presenciaron la incineración de Hitler y Braun. Le contará toda la historia. Es un tipo hablador con buena memoria. Esos diez días fueron el punto culminante de su vida. Si aún sigue por aquí, probablemente le encontrará en casa. Está siempre trabajando en su apartamento.

—¿En qué?

—Lleva un negocio de pedidos postales. De libros raros. Alemanes, claro. Ah, otra cosa más. Deberá subir la voz cuando hable con él. Tiene un defecto auditivo, en los dos oídos, debido a una herida sufrida en el búnker del Führer cuando se desencadenó el incesante bombardeo ruso en la zona de la Cancillería. De todos modos, seguro que estará dispuesto a verla. Puede hablarle de mí.

—No sé cómo agradecérselo, señor Nitz.

—No tiene importancia. Llame a Vogel y le dará la versión aceptada.

Emily colgó el auricular y luego marcó el número de Ernst Vogel. Después de varios toques, contestó un hombre en voz bastante alta. Emily, recordando su defecto, subió también la voz.

—¿Ernst Vogel, por favor?

—Sí, al aparato.

Emily se presentó y dijo que Peter Nitz, un periodista del Berliner Morgenpost, le había entrevistado en una ocasión en relación con la muerte de Adolf Hitler y que ahora había pensado en él como un testigo de confianza al que poder acudir. Emily añadió precipitadamente que había ido a Berlín a concluir una investigación para una biografía definitiva de Hitler. Luego, recitó a Vogel sus credenciales académicas.

—¿Un libro? —gritó Vogel—. ¿Está usted escribiendo un libro sobre la muerte de Hitler?

—En realidad sobre toda su vida, pero también incluirá su muerte. Quiero que sea muy fiel. Espero que usted pueda ayudarme. Hubo un momento de silencio.

—Sí, puedo ayudarla. Ha dado con la persona más adecuada. —Otro silencio—. Supongo que lo debo a la posteridad. Muy bien, la recibiré. ¿Tiene usted mi dirección?

Emily se la leyó.

—Exacto —dijo él—. Venga a las cuatro en punto.

Después de aquella llamada, y como aún disponía de tiempo, Emily había pensado en telefonear también al doctor Max Thiel, el dentista cuyas dudas sobre la muerte de Hitler habían llevado a Berlín, primero a su padre, y después a la propia Emily. Estaba impaciente por llamarle, pero no se decidió, recordando el consejo de Nitz de que utilizara lo que le contara Vogel como cebo para conseguir una cita con el doctor Thiel.

En lugar de telefonear, Emily fue a buscar su maleta, llena con los ficheros de su investigación, los sacó y los ordenó. Al final repasó las listas de alemanes que habían conocido a Hitler o que habían estado en el búnker del Führer durante los últimos días de Hitler, personas a las que su padre había entrevistado ya en sus visitas a Berlín. Ernst Vogel no estaba entre ellas. «¡Qué curioso!», pensó Emily. De todos modos pronto corregiría aquel descuido.

Tomó un taxi que en ocho minutos la dejó frente a un edificio de apartamentos de cinco pisos en Dahlmannstrasse, una manzana y media al norte de Ku'damm. Un buzón del pequeño vestíbulo le indicó que podía encontrar a Ernst Vogel un piso por encima del nivel de la calle. Emily subió el tramo de escalones, entre arañadas barandillas de caoba y paredes de un verde pálido que necesitaban una mano de pintura, hasta el apartamento de Vogel.

Se sorprendió al ver que la recibía un hombre de baja estatura, con escasos cabellos grises, un audífono en un oído y un rostro demacrado tipo Goebbels. Se había imaginado que todos los guardias de la SS en el búnker del Führer eran auténticos gigantes.

Ahora, sentada junto a Ernst Vogel, ella en un sillón pasado de moda, él en un balancín, Emily intentaba descubrir por qué su padre no había entrevistado a aquel viejo guardia de la SS.

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