El Séptimo Secreto (32 page)

Read El Séptimo Secreto Online

Authors: Irving Wallace

BOOK: El Séptimo Secreto
7.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sin embargo, ¿no conoce ningún caso real en que hubiese aparecido como doble de Hitler?

—No —dijo Josef Müller algo triste—. Le diré lo único que sé. A medida que aumentaba la intensidad de la guerra, mi padre se ausentaba más a menudo y durante períodos más prolongados. En 1944 estuvo en casa sólo varias veces, y apenas abría la boca. La última vez que vi a mi padre yo tenía unos ocho años, fue durante los últimos meses de la guerra. Vino a casa para llevarnos a mi madre, a mis hermanas y a mí a un lugar seguro. Decidió trasladarnos a Obersalzberg para que pasáramos allí el año posterior a la guerra. Recuerdo vagamente que él iba a venir con nosotros a Obersalzberg cuando una tarde aparecieron cuatro agentes de la Gestapo para volverse a llevar a mi padre. Eran órdenes de Hitler. Nunca le volví a ver. Nunca se reunió con nosotros en Obersalzberg. No tengo ni idea de lo que fue de él.

Tovah, controlando su excitación, preguntó:

—¿Recuerda la fecha en que se llevaron a su padre por última vez?

—La fecha exacta no, pero creo que fue en los últimos días del mes de abril de 1945. La guerra terminó aproximadamente una semana después de aquello. Pero mi padre había desaparecido sin dejar rastro y nunca más oímos hablar de él.

Tovah inclinó la cabeza comprensivamente. Todo encajaba a la perfección. Todo parecía formar una secuencia temporal lógica.

Examinó la expresión preocupada de Josef Müller y dejó caer su siguiente pregunta:

—¿Cree usted posible que llevaran a su padre a ver a Hitler en su búnker, para que estuviera con él hasta el final?

Josef Müller pareció sorprenderse y dijo:

—¿Mi padre y Adolf en el mismo búnker? No, no lo creo. No se habría explicado la presencia de dos Hitlers. Alguien los podía haber visto y haberlo descubierto. ¿Qué intenta decirme?

Tovah se irguió y contestó:

—Intento decir, creo, que tal vez obligaron a su padre a pasar por Hitler y a matarse en su lugar, para que el auténtico Hitler viviera y escapase.

Aquella posibilidad paralizó las facciones de Müller hijo.

—Pues... no lo creo posible. No me lo puedo imaginar.

—Hay algunas personas que sí se lo imaginan.

Josef Müller intentó recobrar la calma.

—¿Está usted diciendo que mi padre tuvo que pasar por Hitler y matarse, o bien le mataron, y luego le incineraron para engañar a los vencedores? ¿Que fue una estratagema tramada por Hitler para poder sobrevivir él? ¿Cree usted que es una posibilidad?

Tovah dijo encogiendo los hombros:

—No lo sé. Podría ser. No estoy en condiciones de demostrarlo todavía.

Josef Müller se levantó agitado y dijo:

—Dudo que nunca pueda demostrarlo. He leído bastante sobre el último período de Hitler en el búnker. Él estuvo allí, bajo tierra, durante semanas, y nunca salió a la superficie. Si Manfred Müller bajó al búnker pasando por Hitler, éste tendría que haber salido antes para poder volver después. Y no creo que eso sucediera.

—¿Está usted seguro de que Hitler no abandonó el búnker en esa última semana de su vida? ¿O de que alguien no le vio regresar al búnker?

La agitación de Josef Müller iba en aumento.

—No estoy seguro, por supuesto. Los únicos que podían saberlo con seguridad serían los soldados de las SS o los policías que estuvieron apostados en el exterior del búnker en esos últimos días, suponiendo que pudieran jurar haber visto a Hitler, o alguien parecido a él, entrar en el búnker hacia el final. Si puede usted encontrar a esa persona, tal vez pueda demostrar lo que ha imaginado, que Manfred Müller llegó al búnker mientras Hitler estaba aún allí y que Manfred Müller murió en lugar de Hitler. Si puede encontrarla...

—Tal vez pueda.

—Entonces quizá pueda descubrir, de una vez por todas, lo que le sucedió a Adolf Hitler, y... sí, también lo que le sucedió a mi padre. Le deseo suerte.

Una hora después, de regreso al hotel Kempinski, Tovah Levine fue directamente a la segunda planta y pulsó el timbre de la puerta de Emily. Al cabo de unos segundos pudo entrar.

—Temía que estuvieras ya en la excavación —dijo Tovah, cogiendo aire.

—Estaba a punto de salir —dijo Emily, abrochándose la gabardina. Se acercó inquieta a la ventana y miró con pesimismo la mojada calle—. Mi equipo está ahí fuera excavando. Creo que ya no llueve tanto. Quizá pare del todo. —Se volvió para mirar a Tovah, que estaba de pie en medio de la sala—. Pareces preocupada, Tovah. ¿Por qué has venido?

—Necesito tu ayuda. Creo que podemos ayudarnos mutuamente. ¿Podemos hablar un minuto?

—Claro que sí. Siéntate, por favor.

Tovah se dejó caer en el sofá, y esperó a que Emily se sentara. Apenas podía contenerse y dijo:

—Vengo de ver a Josef Müller.

Emily no sabía de quién le hablaba.

—¿A quién?

—Al hijo del doble de Hitler, Manfred Müller. El que pasó por Hitler durante las Olimpiadas.

—¡Ah, claro! Tengo la cabeza en diez sitios a la vez. ¿Así que viste al hijo de Müller? ¿Conseguiste algo? ¿Qué le pasó a su padre? Tovah narró los detalles de su conversación con Josef Müller. Emily la escuchaba atentamente y de pronto dijo:

—Pero ¿el hijo no sabe lo que le sucedió realmente a su padre?

—No, sólo sabe que la Gestapo se lo llevó durante lo que según la historia fue la última semana de la vida de Hitler.

—Cuando Hitler estaba ya en el búnker.

—Ésa es la cuestión, Emily. Si el auténtico Hitler estuvo allí abajo todo el tiempo, sin salir ni regresar, y sin embargo se le vio entrar en el búnker, quiere decir que otro Hitler bajó a reunirse con el Hitler auténtico. De ser cierto esto, todas tus suposiciones serían posibles. —Hizo una pausa teatral—. Necesitamos a alguien que viese a Hitler entrar en el búnker. Un guardia de la SS apostado en la entrada del búnker podría saberlo. Una vez dijiste que conocías a uno.

—Sí, Ernst Vogel estaba allí de guardia.

—¿Puedo ir a verle? —pidió Tovah—. ¿Puedes llamar a Vogel por mí?

Emily, que se dirigía ya hacia el teléfono, contestó:

—Llamémosle ahora mismo y lo sabremos.

Emily pasó las hojas de su pequeña agenda, comenzando por atrás e inmediatamente marcó el número de Ernst Vogel.

Cuando éste contestó al aparato, Tovah se levantó del sofá para acercarse.

Emily, después de identificarse, formuló la pregunta principal:

—Herr Vogel, se me ha presentado un pequeño problema relacionado con la duración de la estancia de Hitler en el búnker del Führer antes de su muerte. Pensé que usted podría resolverlo.

—Espero que sí —dijo Vogel—. Por favor, hable más alto. Emily subió el tono de voz.

—Según la información que hemos reunido al menos de veinte testigos, Hitler se trasladó de la vieja Cancillería al búnker del Führer, que era un lugar más seguro, el 16 de enero de 1945.

—Aproximadamente en esa fecha, sí —convino Vogel.

—Sabemos también que el último día que Hitler fue visto en el búnker con vida —continuó Emily— fue el 30 de abril de 1945.

—Correcto.

—Muy bien. La pregunta es, ¿cuándo fue la última vez que vieron salir a Hitler del búnker para... por cualquier motivo, para dar un paseo, o lo que fuera, y le vieron regresar al búnker para siempre?

—Ah, ésa es la pregunta. No es difícil de responder. Eva Braun salió a dar su último paseo al exterior del búnker en el Tiergarten el 19 de abril. Pero era demasiado peligroso estar fuera y regresó rápidamente para no volver a salir nunca.

—Le estoy preguntando por Adolf Hitler, Herr Vogel —dijo Emily con impaciencia—. ¿Cuándo fue la última vez que salió y cuándo regresó al interior del búnker? Según nuestros mejores informadores, Hitler salió del búnker de noche para sacar a pasear a su perro Blondi, o para observar a Eva y a dos de sus secretarias practicar tiro al blanco con pistola el 10 de abril. Luego, el 20 de abril, Hitler atravesó el túnel hasta el patio de honor de la nueva Cancillería para dejarse ver en una recepción que celebraba su quincuagesimosexto cumpleaños, y las cámaras de los noticieros filmaron su aparición. Acto seguido, emergió al exterior, al jardín situado junto al búnker del Führer para entregar las condecoraciones al heroísmo a veinte huérfanos, miembros de las Juventudes Hitlerianas. Después de aquello, bajó al búnker para quedarse. Eso significa que permaneció en el búnker desde el 20 de abril en adelante, sin volver a salir nunca, durante diez días, hasta el momento de su muerte. O eso dicen al menos todos nuestros informadores, ¿es correcto?

Emily esperó en tensión la respuesta afirmativa o negativa. Oyó que Vogel decía tozudamente:

—Todos están equivocados, todos sus informadores están equivocados. ¿Usted dice que la última vez que Hitler salió y regresó fue el 20 de abril? Pues no, eso es totalmente incorrecto. Yo, yo mismo, vi al Führer regresar de un paseo por el exterior del búnker con una mujer joven, probablemente una de sus secretarias, aunque no pude ver la cara de ella, y entrar en el búnker el 28 de abril, muy avanzada la noche.

Emily dirigió una entusiasta mirada a Tovah, que tenía el oído pegado al receptor.

—Espere un minuto, Herr Vogel —dijo Emily—. Aunque todas mis demás fuentes de información dicen que nunca se vio salir a Hitler del búnker del Führer en los últimos diez días de su vida, usted está diciéndome ahora que emergió a la superficie y regresó al búnker justamente dos días antes de su muerte.

—Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Yo estaba de guardia en el exterior aquel día. El propio Hitler regresó de algún sitio, tal vez de dar un corto paseo, y bajó hacia el búnker. Era muy tarde, y abajo casi todo el mundo estaba durmiendo. Me puse en posición de firme golpeando los talones e hice el saludo al Führer. Me respondió distraídamente con la mano y se metió dentro. Fue la última vez.

—Dos días antes de su muerte. ¿Le vio salir para dar ese paseo?

—No, mi guardia comenzó poco antes de que él regresara y entrara.

—No le vio salir, pero le vio regresar y entrar. Herr Vogel, ¿está usted seguro de que era Adolf Hitler?

—Tan seguro como de que yo soy yo cuando me miro en el espejo. Era Adolf Hitler, créame, Fräulein Ashcroft. Puedo demostrar que todo lo que he dicho es cierto. Apuntaba en un libro de registro todas las llegadas y salidas importantes del búnker del Führer, con la hora exacta de las idas y venidas. Si tiene alguna duda puedo enseñarle el registro. Está guardado junto con mis libros especiales en el sótano. Si me concede... pongamos dos horas, podré enseñárselo.

Emily ya no tenía ninguna duda, pero dijo:

—Gracias, Herr Vogel. Pasaré por allí dentro de dos horas. Emily colgó el teléfono con una ancha sonrisa en el rostro y cuando topó con la mirada de Tovah le dijo:

—Ya sabes, Tovah, quién es la persona que Vogel vio entrar en el búnker dos días antes del final de Hitler, ¿no?

—Manfred Müller y nadie más —dijo Tovah contenta.

Aquella mañana Rex Foster había telefoneado a la prisión de Spandau y pidió hablar con el director norteamericano del mes. Le pusieron en comunicación con el comandante George Elford, que hablaba con un acento típico del Midwest.

Después de identificarse, Foster explicó su caso.

—Albert Speer quizá se dejó allí uno de sus planos arquitectónicos, un plano que le habían prestado y que probablemente enseñó a Rudolf Hess antes de salir de la cárcel en 1966. Quisiera encontrarlo. Lo necesito para un libro.

—Bueno, tenemos almacenados un montón de objetos que dejaron los prisioneros, es cierto.

—Su propietario legítimo, la persona que prestó el plano a Speer, me ha dado autorización para buscarlo —dijo Foster—. Me refiero a Rudi Zeidler, que trabajaba como uno de los diez ayudantes de Speer. Puedo decirle que le llame...

—Ya lo ha hecho —le interrumpió el comandante Elford—. Me dejó el mensaje de que le permitiera entrar.

—También me gustaría hablar con usted —añadió Foster.

—¿Hay algo especial?

—Sí. Mejor será contárselo personalmente.

—Bien, de acuerdo. ¿Qué tal hoy a las once y media?

—Perfecto. Allí estaré.

Colgó el teléfono, y se dirigió al dormitorio, comentando en voz alta a Emily, que se estaba vistiendo:

—Me gustaría saber algo más sobre la prisión de Spandau. Sólo sé que los siete nazis importantes que escaparon a la pena de muerte en los Procesos de Nuremberg fueron enviados a Spandau, en Berlín occidental, y que entraron a cumplir sus sentencias en julio de 1947. Odio ir tan poco informado por el mundo.

—No tienes por qué ir poco informado —dijo Emily—. Si quieres estudiar el tema de Spandau, ve a ver a mi amigo Peter Nitz en el Morgenpost.

Y eso fue lo que hizo Foster. Nitz le recibió en su despacho editorial del edificio de Axel Springer Verlag, fue corriendo a la sala de archivos del periódico, situada detrás del vestíbulo principal y volvió con una voluminosa carpeta de recortes para Foster.

Éste estuvo leyendo sin parar hasta que llegó el momento de acudir a su cita con el comandante George Elford en Spandau. Ahora, reclinado en el respaldo de un taxi, Foster pasaba por el sector británico en las afueras de Berlín occidental, donde estaba situada la más extraña de todas las prisiones, la de Spandau. Mientras avanzaban, Foster repasaba lo que había estudiado en los recortes de la carpeta dedicada a Spandau.

Foster tenía ya una ligera idea y se sentía más cómodo. Spandau era una vieja prisión construida en 1881. Los nazis la reclamaron, después de subir al poder en 1933, y la bautizaron El Castillo Rojo. En seguida se convirtió en el lugar de detención de los prisioneros políticos del Reich, antes de mandarlos a los campos de concentración. Había sido originalmente una prisión con 132 celdas para 132 prisioneros, pero cuando los cuatro aliados se apoderaron de ella en 1947 para encarcelar a los siete criminales nazis de guerra, estaba atiborrada con 600 prisioneros.

Los aliados los sacaron a todos, remodelaron el húmedo y malsano lugar, lo aseguraron con medidas extraordinarias, y luego encerraron a sus siete criminales de guerra.

El control de Spandau había sido desde el principio una operación de las cuatro potencias. Una junta de cuatro directores —de cada uno de los cuatro países: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética— dirigía la prisión y se reunía semanalmente. Había carceleros permanentes representando las cuatro potencias dentro de la cárcel. Los guardias del exterior que la protegían, treinta soldados de cada una de las potencias, cambiaban de turno mensualmente.

Other books

Exploiting My Baby by Teresa Strasser
Dissonance by Shira Anthony
The Fall by Albert Camus
Distant Shores by Kristin Hannah
Pardonable Lie by Jacqueline Winspear
Reckless Night by Lisa Marie Rice
The '44 Vintage by Anthony Price
The things we do for love. by Anderson, Abigail