Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
Emily se dirigió hacia los soldados. Observó que a un lado, cerca de la caseta de los guardias, había un amenazador cartel de madera que rezaba: «¡ATENCIÓN! ¡ZONA FRONTERIZA RESTRINGIDA!»
Uno de los soldados, más alto que los demás, con gafas, vestido de uniforme, avanzó. Emily vio que era un oficial.
—¿Fräulein Emily Ashcroft? —preguntó.
—Sí, soy la señorita Ashcroft. El profesor Blaubach tenía que dejar los permisos para mí y para los demás. ¿Los tiene usted?
El oficial no respondió nada, en cambio extendió una mano diciendo:
—¿Su pasaporte, Fräulein?
Emily encontró su pasaporte británico en el bolso que llevaba colgado y se lo entregó.
El oficial examinó la foto de su pasaporte, luego la comparó con su rostro. Sin una palabra le devolvió el pasaporte. Miró por encima de ella hacia el sedán Mercedes y luego a la camioneta Toyota.
—Cuento cinco acompañantes —dijo.
—Correcto.
—Todos ellos ciudadanos de Alemania occidental.
—Todos son de Berlín occidental. Llevan sus pasaportes. Si usted desea...
El oficial rechazó con la mano los pasaportes.
—Antes de que puedan entrar debemos hacer una inspección completa de sus vehículos.
—Por favor, adelante —dijo Emily.
—¿Puede decir a sus amigos que bajen de los vehículos y se esperen a un lado hasta que hayamos terminado?
—Desde luego —dijo Emily, volviendo hacia atrás. Indicó a Oberstadt y a su equipo que bajaran de la camioneta.
Plamp reculó, y Oberstadt saltó de la camioneta haciendo señas a sus hombres.
Mientras tanto, el oficial de Alemania oriental estaba impartiendo bruscamente órdenes a los demás guardias, quienes entraron inmediatamente en acción. Uno de los soldados, después de sacar un espejo unido a un largo mango de la caseta de los guardias, se dirigió hacia el Mercedes, mientras el alto oficial llevaba a dos de sus otros soldados hacia la camioneta.
Emily se puso al lado de Oberstadt, que era tres o cuatro centímetros más bajo que ella y dos o tres veces más ancho, y que observaba la actividad de su Toyota.
—Esta vez no se andan con chiquitas —susurró—. No sólo van con espejos. Nos están ofreciendo el tratamiento completo.
Emily vio a dos de los soldados tumbados boca arriba y moviéndose debajo de la camioneta.
—¿Qué esperan encontrar? —preguntó sorprendida Emily.
—Posiblemente van a por armas —susurró Oberstadt—. O a por Martin Bormann.
El registro de ambos vehículos duró unos diez minutos. Cuando terminaron, y los soldados se volvieron a reunir frente a la caseta, el oficial avanzó a largas zancadas hacia Emily, y le entregó seis tarjetas rosas.
—El permiso para que los seis entren y salgan durante siete días —dijo—. Entrarán a las diez en punto cada mañana. Por supuesto, sus vehículos serán registrados cada vez que entren y de nuevo cuando se marchen. No saldrán nunca más tarde de las cinco en punto por esta misma cancela. Ahora diríjanse a su destino exacto, como está especificado, y a ninguna otra parte.
—El montículo y la zona inmediatamente próxima —dijo Emily.
—La zona del búnker del Führer —especificó el oficial—. Pueden irse ya.
Entraron de nuevo en los vehículos, el sedán Mercedes precedía lentamente al camión de Oberstadt a través de la cancela y por la carrera de obstáculos que presentaba la tierra de nadie de Alemania oriental.
Pasaron frente a la torre de vigía, desde donde dos curiosos soldados de Alemania oriental seguían su avance, y luego viraron hacia la carretera de tierra y recorrieron zigzagueando el camino por un terreno lleno de hierbas y baches.
Cuando llegaron al pie del alargado montículo de tierra, Emily comprobó de nuevo que al menos debía de medir seis metros de altura en su punto más elevado, donde la cima sobresalía del terreno del entorno, irregular pero relativamente nivelado.
Emily se apeó del Mercedes y se llevó las manos a las caderas examinando con interés la disposición del montículo, situado a cierta distancia de la torre de vigía más cercana y bastante aislado. A su derecha, no muy lejos, había un trozo de valla de metro y medio con cadenas, y más allá, en el sector de Berlín oriental, un solar para aparcamiento donde antiguamente se erguía la Cancillería del viejo Reich de Hitler, antes de ser totalmente bombardeada por los aviones norteamericanos y británicos, y hecha añicos por los disparos de la artillería rusa.
Andrew Oberstadt saltó de la cabina del camión, y dio órdenes a los miembros de su equipo que estaban sacando picos, palas y cribas. Luego Oberstadt se acercó a Emily y juntos inspeccionaron el terreno bajo el sol.
Oberstadt movió la cabeza diciendo:
—Parece un montón de escombros. Pensar que el dirigente del Tercer Reich alemán vivió bajo todos estos cascotes tantos días durante, ¿cuánto tiempo?, ¿dos, tres meses?
—Los últimos tres meses y medio, por lo menos.
—Y murió aquí como una rata acorralada —dijo Oberstadt.
—Tal vez —dijo Emily, en voz casi inaudible. Luego añadió en voz alta—: ¿Sabes lo que estamos buscando?
—Sí. Exactamente un camafeo con el rostro de Federico el Grande, y una mandíbula con los dientes y un puente, preferiblemente intactos.
—Sí. Y cualquier cosa que encontréis.
—No nos dejaremos nada. Pero en primer lugar, tienes que decirnos dónde empezamos. En el antiguo jardín de la Cancillería, eso ya lo sé. Pero ahora tienes que indicarnos el lugar exacto donde debemos empezar y las dimensiones de la excavación. ¿Ponemos manos a la obra?
—Ahora mismo —dijo Emily, rebuscando en su bolso el dibujo que había hecho con la ayuda de Ernst Vogel, un esquema del búnker del Führer y de la zona del jardín adyacente, que Foster había completado con su plano de la edificación subterránea y las fotografías tomadas después por los equipos de investigación soviéticos iniciales.
Emily estudiaba el esquema mientras caminaba lentamente hacia el lado izquierdo del montículo, con Oberstadt acompañándola y mirando el plano por encima de su hombro.
Emily se detuvo bruscamente a mitad del montículo.
—Aquí —dijo—. Desde el nivel inferior situado a dieciocho metros de profundidad subieron el cuerpo de Hitler cuatro tramos de escalones, y después el cuerpo de Eva Braun, hasta la puerta de emergencia situada justamente aquí. Había una especie de blocao o vestíbulo con una puerta que conducía a lo que quedaba del jardín. —Emily dio unos pasos a su izquierda, con Oberstadt detrás pisándole los talones—. Por aquí comenzaremos nuestra excavación, en el lugar donde los rusos encontraron una fosa. —Tiró de dos fotografías que estaban prendidas con un clip al dibujo—. Son fotos de la fosa tomadas por un fotógrafo ruso el día después de que los soviéticos invadieran la zona.
Oberstadt examinó las fotografías, y luego estudió el lugar de la excavación.
—No parece muy profundo —dijo.
—Andrew, no olvides que han pasado cuarenta años. En ese tiempo, gracias a los bulldozers rusos que han venido por aquí, se ha ido acumulando tierra sobre la fosa. Ahora no será tan somera, ni estará tan cerca de la superficie. Podría estar incluso a metros de profundidad.
—No te preocupes —dijo Oberstadt—. Profundizaremos lo que haga falta para estar seguros.
Miró a lo lejos y llamó a su equipo. Les dio algunas órdenes enérgicamente. Mientras dibujaba sobre la hierba el contorno de la fosa con el tacón de su bota, dijo a los hombres que clavaran estacas alrededor del perímetro delimitando así la zona que iban a excavar.
Emily miró alejarse a los hombres, luego se volvió hacia Oberstadt.
—Déjame que te enseñe el cráter de bomba donde enterraron los cuerpos después de incinerarlos.
Señalando el dibujo dijo:
—En este punto. Tres metros más lejos.
Midió la distancia a pasos.
Oberstadt frunció el entrecejo y preguntó:
—¿Éste es el próximo punto?
—Es la situación aproximada del cráter —respondió Emily—. Trasladaron los restos de Hitler y de Braun a este lugar en una loma, los bajaron a casi tres metros y los cubrieron con tierra. Poco tiempo después, los testigos trajeron a los rusos hasta este cráter. Los rusos descubrieron los cadáveres, los sacaron y finalmente los identificaron como los restos de Hitler y de Braun.
—Pero ¿tú no estás segura de que encontraran los auténticos cuerpos?
—Quiero o bien confirmar que los rusos estaban en lo cierto o demostrar que estaban equivocados. Espero que tu excavación nos dará la respuesta. —Emily miró atentamente la parcela cubierta de hierba—. Como no conocemos la circunferencia concreta del cráter, será mejor que aumentes el diámetro de tu excavación.
Oberstadt volvió a marcar el suelo con el tacón de su bota.
—Esto lo englobará —dijo cuando hubo terminado—. Lo estacaremos y tendremos mucho margen.
—¿Saben tus hombres lo que estamos buscando? —preguntó Emily otra vez.
Oberstadt le aseguró con una sonrisa:
—Tienen instrucciones de pasar toda la tierra por las cribas. Cuando encontremos algo te avisaremos. Tú estarás aquí para examinarlo y decidir su importancia.
—¿Cuándo y dónde empezamos? —preguntó Emily.
Oberstadt giró sobre su eje, y vio que su equipo había terminado de estacar las dimensiones de la fosa. Uno de ellos llevaba ahora las palas y las cribas.
—Comenzaremos con la vieja fosa, el lugar de la pira funeraria.
Volvió sobre sus pasos hasta la fosa cercada con estacas. La miró por encima, se inclinó y cogió una pala de mango largo. Avanzó hasta el borde del emplazamiento de la fosa, puso el pie sobre la parte trasera de la pala y hundió su hoja puntiaguda en la tierra.
—¿Que cuándo empezamos? Empezamos ya. —Hundió más profundamente la pala en el terreno—. La excavación está en marcha. Emily tragó saliva con dificultad mientras le miraba.
A primera hora de una nublada mañana de Berlín occidental, Tovah Levine se hallaba sentada a la mesa del comedor con Josef Müller, esperando a que su esposa terminara de servirles el desayuno.
Cuando Tovah miraba a su anfitrión no podía dejar de buscar en Josef Müller alguna de las características de su padre, Manfred Müller, el doble de Adolf Hitler. Pero no pudo distinguir ninguna similitud. Josef Müller, que debía rondar los cuarenta y ocho años, tenía un rostro rollizo y abotagado, un copete grisáceo, no llevaba bigote, y además era indistinguible de un millón de otros oficinistas alemanes.
Tovah había intentado localizarle sola, a través de la Lufthansa, pero allí le dijeron que estaba de vacaciones. En su oficina no le dieron ni el número de teléfono ni la dirección de su casa, y tampoco pudo encontrarlos en la guía telefónica. Pero por fin apareció Anneliese Raab, tal como había prometido, y le dio el número de teléfono de la casa de Müller hijo.
Cuando finalmente se puso en contacto con él, Müller acababa de regresar de sus vacaciones familiares en la región de la Selva Negra. Tovah se había presentado como una periodista israelí que andaba detrás de un reportaje sobre la famosa actuación de Manfred Müller imitando a Hitler. El hijo pareció alegrarse, se mostró bastante cordial e invitó a Tovah a desayunar al día siguiente en su casa de Waragerweg, no lejos de Gatow.
Cuando el desayuno estuvo servido, Tovah y Josef Müller se quedaron solos con sus fiambres y su café. Fuera había empezado a lloviznar un poco, y Josef Müller contemplaba desde su asiento las pequeñas gotas de lluvia que se aplastaban contra los cristales de la ventana.
Antes del desayuno, el hijo ya había respondido a las preguntas sobre la carrera artística de su padre y le había hablado de sus éxitos imitando al Führer. Le había enseñado también un álbum de recortes con amarillentas críticas de prensa sobre las actuaciones de Manfred Müller, y anuncios que proclamaban su larga carrera en el club Lowendorff. Acto seguido hablaron de la noche en que los camisas negras de la Gestapo fueron a por Manfred Müller después del espectáculo.
—Sí, siempre fue un momento memorable en nuestra familia —reconoció Josef Müller, aún impresionado—. Llevaron a mi padre ante el mismísimo Hitler.
—Parece ser que Hitler necesitaba un doble. ¿Lo sabía usted antes que Fräulein Raab se lo confirmara y le enviara la filmación de las Olimpiadas, donde su padre aparece como doble de Hitler?
—Nunca lo supe con absoluta certeza. Sólo sabía que mi padre había conocido a Hitler y que había hecho algunos encargos para él. Pero creo que yo sospechaba vagamente el protagonismo de mi padre, por algunas pistas que mi madre dejaba caer de vez en cuando. Nunca supe exactamente qué hacía mi padre para Hitler. Él evitaba hablar sobre el tema. Además, yo era muy pequeño, tenía unos siete u ocho años, cuando terminó la guerra. Y desde luego no entendía nada de política.
Esto formaba parte de la conversación que sostuvieron antes del desayuno, pero con el desayuno servido, Tovah formuló la última pregunta.
—Así que Manfred Müller fue el doble de Hitler durante casi todos los Juegos Olímpicos de 1936. Lo que yo me pregunto es si continuó actuando como su doble después de aquello.
Josef Müller se concentró en los regueros de lluvia sobre los cristales y meditó la pregunta. Cambió de postura, cogió el tenedor y empezó a cortar y a comer el primero de sus fiambres.
—Sí, cuando me fui haciendo mayor sospeché que mi padre había continuado trabajando como doble de Hitler.
—Pero nunca lo supo con seguridad.
—No del todo. Supongo que la película de las Olimpiadas lo deja bastante claro.
Tovah prosiguió con sus preguntas.
—¿Qué hizo su padre entre 1936, la fecha de las Olimpiadas, y 1939, cuando comenzó la segunda guerra mundial? ¿Volvió a su carrera de actor?
—Pues no. Mi hermana mayor me dijo que pasaba mucho tiempo en casa, como si estuviera disponible para algo. Pero vivíamos bien. Supongo que Hitler le tenía contratado con algún tipo de remuneración regular. Debía de ser un buen salario porque le repito que vivíamos con muchas comodidades. Sin embargo, cuando la guerra se puso realmente en marcha, tal vez hacia 1940, mi padre comenzó a salir más de casa y estaba fuera más a menudo. A veces se marchaba para varios días. Mis hermanas continuamente preguntaban a mi madre dónde estaba papá. Nuestra madre nos decía que trabajaba para el gobierno, a veces en misiones especiales para el Führer. Nos hizo creer que mi padre era un mensajero. Pero yo, conociendo la carrera teatral de mi padre, finalmente adiviné que había servido como sustituto o doble de Hitler.