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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (33 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
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El 18 de julio de 1947, los siete nazis condenados entraron en Spandau. Foster intentó recordar sus nombres: Rudolf Hess, la mano derecha de Hitler; Albert Speer, su principal arquitecto y también ministro de armamento; Erich Raeder, el almirante nazi; Karl Dönitz, jefe de la armada nazi y dirigente de la Alemania derrotada durante la semana que siguió a la muerte de Hitler; Walther Funk, que dirigió el Reichsbank; Baldur von Schirach, líder de las Juventudes Hitlerianas; Constantin von Neurath, antiguo ministro de asuntos exteriores nazi.

Raeder, Funk y Von Neurath obtuvieron la libertad condicional antes, a causa de su avanzada edad y sus cada vez más numerosas enfermedades, recordó Foster. Dönitz había cumplido su sentencia de diez años y luego fue puesto en libertad. Speer y Von Schirach, tras cumplir sus sentencias de veinte años, fueron puestos en libertad.

Allí quedaba un solo prisionero, Rudolf Hess, cumpliendo cadena perpetua. Todo el montaje de las cuatro potencias se mantenía en funcionamiento para vigilar a un impenitente nazi de noventa y un años.

El taxi de Foster avanzaba traqueteando por una calle estrecha y al poco rato se detuvo frente al número 23 de Wilhelmstrasse, en la prisión de Spandau.

Foster pagó al conductor, se apeó del taxi y dio una vuelta despacio para examinar el escenario de su cita. Había dejado de lloviznar, pero la prisión de ladrillo aún relucía con la lluvia.

El cuadrado recinto estaba rodeado por una alambrada y por un alto muro de ladrillos rojos. La sólida puerta de entrada doble y la fachada de ladrillo tenían un aspecto medieval. Dentro del muro de ladrillos había torres de control de cemento, vigiladas por soldados armados y equipados con focos gigantes. En la alambrada había un letrero en alemán y en inglés que rezaba: «ATENCIÓN - PELIGRO - NO ACERCARSE. LOS GUARDIAS TIENEN ORDEN DE DISPARAR.»

Foster podía distinguir la parte superior de lo que parecía una cárcel de tres pisos, situada detrás de la caseta de centinelas de un piso.

Foster, algo intimidado, cruzó la acera hasta la puerta principal y pulsó el timbre. Se abrió un postigo enrejado. Foster dio su nombre y dijo lo que le llevaba allí. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió lentamente y Foster entró. Un guardián y dos soldados norteamericanos, uniformados de azul y con metralletas colgadas al hombro, le estaban esperando. Le pidieron que enseñara algún documento de identidad. Mostró su pasaporte, le registraron rápidamente y le hicieron firmar. Finalmente le pasaron a un soldado que le acompañaría a ver al comandante George Elford.

Foster siguió al soldado a través de un patio cerrado y entró en el edificio administrativo de la prisión. El soldado giró hacia la izquierda y señaló diciendo:

—El despacho del director de la prisión, señor.

Foster dio unos golpecitos en la puerta y una voz sorda le hizo pasar.

El despacho del director era sencillo, sin adornos, y el comandante George Elford estaba de pie junto a una bolsa de golf apoyada contra la pared. Elford era un hombre en la cuarentena, nervudo y de rostro curtido. Dejó caer su putter dentro de la bolsa, se acercó a Foster, le estrechó la mano y le indicó una silla de madera. Colocó otra silla de madera frente a Foster y se sentó.

Foster dijo señalando hacia la ventana:

—Estoy sorprendido de las medidas de seguridad que tienen aquí. Elford encogió los hombros, turbado, y dijo:

—No estoy convencido de que estén justificadas a estas alturas. Quizá lo estaban en 1947, cuando encerraron a aquellos siete nazis. Las cuatro potencias los metieron en esta vieja prisión para mantenerlos apartados de la población alemana que podría verlos como mártires. En aquellos tiempos había amenazas de que alguno de los fanáticos nazis que aún rondaban sueltos podían intentar rescatarlos, y eso duró bastantes años.

—¿Amenazas reales?

—¡Ya lo creo! Nuestro servicio de inteligencia aliado descubrió un complot, creo que fue en 1955: el coronel nazi Otto Skorzeny pretendía rescatar a varios criminales de guerra. Era experto en ese tipo de cosas. Fue uno de los que rescató a Mussolini de nuestras tropas en Italia. Skorzeny quería mandar dos helicópteros al campo de ejercicios de la prisión cuando los prisioneros estuviesen ahí fuera. Un grupo de fanáticos nazis llegado con uno de los aparatos se ocuparía de rechazar a los guardias de Spandau, mientras el otro debía coger a los prisioneros y llevárselos. Afortunadamente, este complot se descubrió, y a raíz de aquello aumentaron nuestras medidas de seguridad. El intento de rescate nunca se llegó a realizar. Pero el peligro ha continuado. Todavía en 1981 atraparon a cinco incurables nazis en Karlsruhe escondiendo un alijo de explosivos que les permitiría entrar en Spandau y sacar a Hess. Los cinco fueron detenidos.

—Debe de ser más fácil la vigilancia ahora, en 1985, cuando sólo queda Hess en este enorme espacio.

—Sí, el ayudante del Führer, un Hess de noventa y un años. Ahora no vale para nada. Únicamente como un buen símbolo vivo para las bandas neonazis. Veo, pues, que su principal interés en la prisión de Spandau es Rudolf Hess.

—No el propio Hess, como usted sabe Foster—. Lo que busco es el plano desaparecido de un búnker, que quizás él tuvo en su poder. Le prometí explicárselo todo, y así lo haré lo más brevemente posible. Espero que después pueda ayudarme.

El comandante Elford mordisqueaba la punta de su puro mientras intentaba encenderlo.

—Adelante, le escucho —dijo.

Foster explicó rápidamente al oficial norteamericano quién era él, le habló del proyecto de su libro y del plano que faltaba.

—Luego —continuó Foster— Zeidler recordó haber prestado la colección entera de los siete planos a Speer, mientras Speer estaba aún aquí, en Spandau, cumpliendo su sentencia. Al parecer, Speer seguía interesado en la arquitectura y quería escribir algo sobre su obra.

—Es cierto —confirmó el comandante Elford—, Speer fue el único prisionero que conservó intacta su salud mental, porque dedicaba su tiempo libre a leer y a escribir sobre arquitectura.

—Bien —dijo Foster—, cuando Speer terminó el último año de sentencia, debió de llevarse los planos de la prisión con el resto de sus pertenencias. De hecho, devolvió todos los planos de búnkers a Zeidler, o eso pensaba él al menos. En realidad, le devolvió solamente seis. Y pensamos que tal vez se había dejado olvidado aquí, en Spandau, el plano del séptimo búnker.

—¿Por qué?

—Zeidler supone que fue un descuido. Él imagina que cuando Speer intentó identificar la localización de cada búnker, tuvo problemas en situar el séptimo. Así que mientras estaba aún aquí se lo dejó prestado a Hess, con la esperanza de que el viejo ayudante del Führer pudiera recordar las intenciones de Hitler para ese búnker, dónde lo había querido construir o dónde lo construyó realmente. Supongo que Hess fue incapaz de ayudarle.

—Supone usted correctamente. El cerebro de Hess se encalló hace mucho, mucho tiempo.

—De todos modos, Speer nunca le pidió a Hess que le devolviese el plano. —Foster se detuvo— . Zeidler cree que todavía puede estar entre los objetos de Hess. Él espera que yo pueda recuperarlo, para mi libro y para sus propios archivos. ¿Qué opina usted?

El comandante Elford exhaló una nube de humo y luego apagó su puro en un cenicero de bronce.

—Si está aquí, puede quedarse con él. Poco nos importan a nosotros los viejos planos.

—¿Dónde buscamos? ¿En la celda de Hess?

—No, por Dios, su celda está desnuda como la teta de una estriptís. Sólo hay un catre, una silla, una mesa, un televisor y algunas prendas de ropa. Hace una década sacamos los objetos más innecesarios. —El comandante Elford se levantó—. De estar en algún sitio ha de ser en la biblioteca de la prisión. Vamos a echar una ojeada.

Dejaron el despacho del director de la prisión, y pasaron frente a la habitación del jefe de guardias y la enfermería.

—Allí enfrente está el bloque de celdas —anunció Elford— y también la biblioteca.

Recorrieron el pasillo hasta llegar a una celda convertida en biblioteca que albergaba los libros de los prisioneros y entraron en ella.

Elford señaló con un gesto las estanterías.

—A los criminales de guerra se les permitía sacar cuatro libros a la vez: una Biblia, un segundo libro religioso, un diccionario y una novela no política. A veces se les permitía leer libros de historia, pero ninguno militar. Una vez, por error, corría por aquí una historia de la guerra ruso- japonesa de 1901. En esa guerra los japoneses sacudieron a los rusos. Cuando les tocó a los rusos su mes de guardia encontraron el libro y lo tiraron. De todos modos, bajo la mesa, en esas tres cajas de cartón, es donde guardamos las cosas de los prisioneros. Apenas hay nada de los seis que ya salieron. Casi todo eso de ahí pertenece a Rudolf Hess.

El comandante Elford se arrodilló y sacó arrastrando las tres cajas de cartón de debajo de la mesa.

Había una variada serie de objetos dentro de ellas. Elford comenzó a vaciar la primera.

La mayoría son restos de la colección del espacio exterior de Hess —dijo Elford—. Se convirtió en un aficionado después de ver por la televisión el lanzamiento de un cohete a la Luna. Nos pidió que escribiéramos a la NASA de Texas para que le enviaran material de lectura sobre el tema, y todos esos panfletos y folletos los mandó la NASA para Hess. También le mandaron cuatro carteles en color de la Luna y fotografías tomadas desde la Luna. Aún están en las paredes de la celda doble de Hess. Bueno, en esta primera caja no hay nada.

Foster ayudó al comandante a llenarla otra vez, y luego empezaron con la segunda. Ésta parecía contener ropas de vestir. Elford sacó un par de zapatos de lona con suelas de madera, que, al principio, los prisioneros estuvieron obligados a llevar.

—Le voy a contar algo cómico —dijo Elford examinando los desgastados zapatos—: Albert Speer los diseñó para los presos de los campos de concentración, cuando los nazis estaban en el poder. Luego él tuvo que llevarlos en Spandau y un día de ejercicios tuvo que correr con ellos puestos. Después de haber corrido un buen rato, Speer se quejaba y decía: «Si hubiera sabido que un día me obligarían a llevarlos, les habría añadido un poquito de cuero.»

Foster sacó una gastada gorra azul, una sucia chaqueta azul y un par de pantalones de la caja.

—¿Y esto? —preguntó Foster.

—El uniforme carcelario que llevaban al principio todos los criminales de guerra. Ése era el de Hess.

Foster estaba sacando de la caja una especie de uniforme militar de cuero y preguntó:

—¿Qué es esto?

—Un verdadero objeto histórico —dijo Elford—. Hess quería que lo guardásemos. Es el uniforme de teniente coronel de la Luftwaffe que Hess vistió cuando voló de Alemania a Escocia en mayo de 1941. Fue hasta allí para intentar conseguir la paz con Inglaterra. Supongo que porque sabía ya que Hitler se enemistaría con la Unión Soviética y la atacaría, y él confiaba en arreglar las cosas para que Hitler sólo tuviera que luchar contra un frente. —Elford examinó el interior de la caja de cartón—. No parece que haya ningún rollo de arquitectura aquí dentro.

—¿Y aquel papel doblado del fondo? —preguntó Foster.

El comandante Elford lo cogió y lo desdobló cuidadosamente. Cuando estuvo parcialmente abierto, pudo verse un plano de arquitectura, firmado sin duda por Rudi Zeidler.

—El séptimo búnker —dijo Elford—. Supongo que es esto lo que quiere.

—Es exactamente lo que quiero —asintió Foster.

Elford se puso en pie con un gruñido.

—Vamos a llevarlo a mi despacho y lo extenderemos del todo. Allí podrá verlo bien.

Después de volver a meter a empujones las cajas de cartón bajo la mesa de la biblioteca, volvieron rápidamente al despacho del director de la prisión.

Elford extendió el plano sobre su escritorio. Foster estaba a su lado y ambos lo examinaron.

—Ni rastro de su identificación por ninguna parte —dijo Foster. —No, ni una palabra —afirmó Elford.

—¡Qué extraño! —exclamó Foster perplejo—. En los otros seis se especifica su localización. Pero en éste nada.

—¿Está seguro de que es un búnker subterráneo?

—De eso no cabe duda. Lo indica la posición de los generadores y ventiladores para entrada y salida de oxígeno. Es uno de los búnkers adaptados para cuartel general subterráneo de Hitler, el que faltaba. Es condenadamente grande, muy grande. Pero, ¿dónde lo construyó, suponiendo que lo construyera alguna vez?

—Imagino que era un secreto absoluto —dijo Elford, volviendo a doblar el plano, tendiéndoselo a Foster—. Supongo que Speer lo estudió, no pudo entenderlo y se dirigió a Hess, esperando que éste lo reconocería, tal como ha sugerido usted. Puedo asegurarle que ya en aquel momento Hess recordaba muy poco. Cuando liberaron a Speer, probablemente se olvidó de pedírselo a Hess. Bueno, ahora ya lo tiene. Supongo que su única esperanza es volver a enseñárselo a Rudi Zeidler. Quizás él recuerde más.

—Quizá —dijo Foster—. Sí, Zeidler va a ser mi próxima escala. Gracias por todo, comandante.

—¿Gracias por qué? —dijo Elford—. De todos modos, confío que no se obsesione demasiado con el séptimo, joven —dijo enfáticamente Elford.

Cuando Rudi Zeidler abrió la puerta principal y le hizo pasar, Foster levantó el plano doblado, y lo agitó triunfalmente.

—El búnker número siete —anunció—, lo encontré.

—Buen trabajo —dijo Zeidler satisfecho. Mientras conducía a Foster al interior de la casa preguntó—: ¿Dónde? ¿En Spandau?

—Tal como usted sospechaba —dijo Foster—. Me gustaría que ahora le echara una ojeada.

—Desde luego —aceptó Zeidler, abotonándose la rebeca gris que vestía con unos frescos pantalones de lino blanco y viejas zapatillas de tenis—. Vayamos a mi estudio.

Mientras caminaban hacia la casa, Zeidler le preguntó cómo había encontrado el plano que faltaba. Foster le contó los detalles de su encuentro con el comandante George Elford en Spandau y cómo habían encontrado el plano enterrado entre las pertenencias de Hess.

En el interior del estudio, el arquitecto alemán encendió los fluorescentes, y ambos fueron hasta la mesa más cercana. Zeidler cogió el plano que llevaba Foster, lo desplegó y lo colocó sobre la mesa. Lo examinó cuidadosamente, luego frunciendo el entrecejo lo levantó y lo miró por detrás para ver si había algo escrito allí.

Al final, Zeidler volvió a doblar el plano moviendo negativamente la cabeza y se lo dio a Foster.

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