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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (42 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
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En la zona fronteriza de Alemania oriental, la mayor parte del gran montículo que cubría el búnker del Führer se perdía en la oscuridad de la noche. Solamente un lado del montículo, el lado oeste, estaba brillantemente iluminado por tres focos gigantes.

En el borde del círculo luminoso, Andrew Oberstadt, con un mono sucio y botas llenas de barro, estaba de pie observando a su equipo nocturno, mientras los hombres despejaban un pasadizo más ancho que conducía a un agujero abierto en el lateral del montículo. Cuando Foster llegó, estaban sacando a paletadas más tierra y escombros, y volcándolos en dos montones.

Oberstadt acogió la reaparición de Foster con buen humor:

—Bueno, Rex, creo que lo acabamos de conseguir. Estará preparado para que lo examines dentro de un momento. Ha salido bien, hemos penetrado a través de la vieja salida de emergencia hasta el nivel inferior. Yo mismo le eché un vistazo hace un rato. No pude resistir la tentación de ver en qué estado se encuentra. No está mal, teniendo en cuenta los cuarenta años transcurridos y los bulldozers rusos. Al parecer el techo de cemento ha protegido la zona inferior de Hitler. La escalera parece casi intacta. Hay unos cuantos peldaños rotos al principio, pero por lo que pude ver con la linterna, el resto de los escalones parecen utilizables. ¿Quieres esperar hasta mañana para bajar?

—Quiero bajar ahora mismo, Andrew.

La reacción de Oberstadt fue de desconcierto.

—Va a ser bastante difícil buscar el camafeo y los puentes dentales en ese agujero. Incluso con luz portátil, será difícil encontrar algo tan pequeño.

—Eso no es lo que voy a buscar esta noche, Andrew. Voy detrás de algo más grande.

Oberstadt se encogió de hombros.

—Bueno, tú sabrás lo que haces. Supongo que la luz del día tampoco facilitará bajar hasta ahí. ¿Cuándo quieres empezar?

—En este mismo momento.

—¿Te importa que te acompañe? —preguntó.

—Puedes servirme de ayuda en la primera parte de la operación. Sí, podría ser útil. Si encuentro lo que busco, preferiría quedarme solo allí abajo.

—Necesitaremos algunas linternas de mano fluorescentes —dijo Oberstadt—. Una para cada uno.

—Querría que trajeras también algo más —dijo Foster—. Algo que pueda atravesar el cemento.

—Tengo una sierra a pilas.

Foster lo pensó y dijo:

—Tráete la sierra, y también un cincel y un martillo.

Mientras Oberstadt se marchó corriendo a avisar a un trabajador para que le echara una mano, Foster se quedó mirando hipnotizado el agujero practicado en el montículo. Estaba parcialmente iluminado por los faros verticales, y se acercó a ver las condiciones en que se encontraba la vieja salida de emergencia.

Abriéndose paso entre los jadeantes trabajadores, llegó al agujero y se inclinó para entrar en él. Recordaba haber oído que allí había un vestíbulo que conducía al exterior desde los cuatro tramos de escalones. La mayor parte había sido aplastado, pero ahora el equipo de Oberstadt lo había limpiado y apuntalado con maderos. Foster pudo distinguir vagamente los escalones de cemento, muy cubiertos con tierra, algunos de la parte superior parecían deformes y el resto se precipitaba con una gran inclinación hacia la oscuridad.

De pronto le iluminaron por detrás poderosos rayos de luz. Oberstadt, que le seguía de cerca, le tendió una gran linterna fluorescente, y se quedó con otra, y luego se giró hacia uno de sus hombres para coger una bolsa de lona con las herramientas y la sierra.

—Cuando estés listo empezamos —dijo Oberstadt.

—Vamos —dijo Foster.

—Cuidado con los peldaños —le advirtió Oberstadt.

Foster abrió el paso, mientras se posaba precariamente en el primer peldaño irregular, con una mano en la pared, y luego pisó con más seguridad el siguiente, y el próximo, todos ellos parcialmente rotos, pero luego pudo ver que los endurecidos peldaños estaban en buenas condiciones. Foster descendió llevando la linterna por delante y pudo oír a Oberstadt siguiéndole de cerca.

Siguieron bajando y bajando los cuatro tramos enteros. Cuarenta y cuatro peldaños, recordó Foster, y cuando hubo contado el número cuarenta y cuatro supo que todo iba bien, que había llegado al nivel inferior del original búnker del Führer.

Allí, en aquel laberinto del subsuelo, a dieciocho metros bajo el punto donde había entrado, la atmósfera era sofocante. Resultaba difícil respirar. Dio un paso y el polvo subió arremolinado obligándole a toser.

—¿Te encuentras bien? —sonó y resonó la voz de Oberstadt.

—Sí. Espera que me cerciore de dónde estamos.

Conocía el proyecto de ese búnker inferior. Tenían que haber dieciocho reducidas habitaciones extendiéndose unos diez metros por delante suyo, y ese pasillo central de tres metros de ancho con su techo bajo conduciría a todas ellas. Pero entonces, con Emily presente en su pensamiento, Foster sólo estaba interesado en seis de las habitaciones, las de la estancia privada de Hitler y Eva Braun, pero principalmente en dos de ellas. El cuarto de estar de Hitler y su dormitorio personal.

Foster levantó su linterna e intentó ver en qué estado se encontraba ese búnker inferior. Era un caos, intacto pero un caos. El techo de color caldera y las paredes del pasillo, antiguamente limpios, estaban negros por la suciedad y los años, y las telarañas colgaban por todas partes. A un lado y otro había charcos de agua estancada y fragmentos de barro seco.

Foster caminó con inseguridad unos cuantos metros más, y gritó hacia atrás:

—La puerta debería estar por aquí, a la derecha. Déjame ver.

Entonces la vio, a través del esqueleto de lo que había sido un recibidor, la gruesa puerta de acero, resistente al fuego, la que conducía al cuarto de estar de Hitler en el búnker, sobre la cual había leído cosas.

El tirador de la puerta estaba allí, muy oxidado, y Foster confió en que aún sirviese y que la puerta pudiera abrirse de un empujón.

Recorrió la superficie con la linterna y encontró el tirador de la puerta. Estaba frío. Lo asió con la mano y lo hizo girar. Con un gemido de protesta el pestillo cedió. Foster se inclinó contra la puerta para forzarla con su peso, pero la presión fue innecesaria. La puerta, crujiendo, se apartó lentamente.

Foster permaneció inmóvil durante prolongados segundos, como incapaz de resignarse a abandonar el presente para entrar en el pasado. Luego dio un paso hacia adelante para entrar en la historia. Mientras movía su linterna, el negro foso cobró vida por el brillante resplandor, y segundos después apareció doblemente iluminado por el brillo adicional de la linterna de Oberstadt situado junto a él.

La imagen tanto tiempo forjada en su mente había amueblado el cuarto de estar de tres por cinco metros, preparándole para lo que podía esperar. Habría un escritorio a un lado con una fotografía enmarcada de la madre de Hitler. Sobre la alfombra, tres viejas sillas y delante mismo una mesita redonda y el sofá manchado de sangre sobre el cual el Führer y su esposa Eva Braun habían sucumbido a la muerte.

Pero la imagen fue disipada por la realidad, y Foster comprendió que habían pasado cuarenta años y que él estaba en el presente. Aunque el búnker del Führer había sido mantenido bajo vigilancia por los rusos para evitar la entrada de los soldados del Ejército Rojo y del público curioso, durante los dos o tres primeros días habían bajado algunos soldados y personal médico soviético, cazadores de souvenirs. Lo habían rapiñado todo, buscando recuerdos o muebles para sus destrozados hogares en Rusia.

Foster miró a su alrededor, estrechando los ojos, hacia donde iluminaba el haz de su linterna. La alfombra había sido desgarrada y repartida. Faltaban dos de las tres sillas, y la tercera estaba tan desmenuzada que parecía leña para quemar. La mesa redonda había desaparecido. Lo único que quedaba del pasado eran el escritorio de Hitler en una pared y el enmohecido y mugriento sofá en otra.

Pero Foster estaba buscando algo más.

—Mantén tu linterna enfocada sobre este escritorio —pidió a Oberstadt.

Se movió hacia adelante, y con una mano retiró el escritorio de la pared de cemento. Miró detrás, en la pared, luego se arrodilló y palpó la pared. Estaba suave, sucia pero suave.

Levantándose dijo misteriosamente:

—No está aquí. Vamos a la siguiente habitación, que debe ser el dormitorio privado de Hitler.

La puerta de madera del dormitorio estaba atascada. Foster tiró de ella un par de veces y se abrió de golpe, dejando caer una cortina de polvo. Foster se tapó la nariz y la boca esperando que el polvo se depositara. Luego entró en el dormitorio, con Oberstadt a su lado.

Esta habitación era más pequeña que el cuarto de estar. Había una cama individual, estrecha como un catre militar, y estaba toda desmantelada. Se habían llevado hasta el colchón. Foster imaginó que había habido una mesita de noche y una lamparilla a su lado.

Todos los demás muebles, del tipo que fueran, habían sido confiscados hacía mucho tiempo. Pero al otro lado de la habitación había un escritorio con cuatro cajones, demasiado voluminoso para poder llevárselo, y que todavía se levantaba robusto contra la pared.

Foster examinó el techo y las paredes. Eran de cemento, y había grietas por todas partes.

—¡Qué raro! —exclamó Foster—. Aquí hay grietas pero en el cuarto de estar no. Sin embargo es el mismo cemento.

Oberstadt enfocó su linterna fluorescente hacia la pared, examinando una grieta.

—No lo comprendo. Ninguno de los dos debería haberse agrietado. —Encontró su destornillador y lo introdujo en una grieta—. Sabes, no creo que estas fisuras sean naturales. Pueden haber sido provocadas.

Foster estuvo de acuerdo.

—Simuladas —dijo tranquilamente—, una forma de camuflaje.

—¿Para qué? —preguntó Oberstadt desconcertado.

—Para que todo el mundo ignorara lo importante. Ya verás. Ayúdame a mover este escritorio.

Ambos dejaron las linternas y sosteniendo los dos lados del escritorio lo apartaron de la pared.

—Acerquémoslo más al centro de la habitación —dijo Foster—. Bien, ahora coge tu linterna e ilumina la pared de detrás del mueble.

Oberstadt hizo lo que le había dicho, y Foster se arrodilló estudiando detenidamente la pared que había estado escondida detrás del escritorio. Recorrió con el índice cuatro partes de la pared.

—Ya está, lo que me esperaba. Pásame tu destornillador, Andrew.

Oberstadt se lo tendió y Foster lo introdujo en las rendijas que había detectado. En seguida tomó forma un perfil sobre la pared. Parecía un entrepaño rectangular de un metro de alto por ciento veinte centímetros de ancho.

Foster se puso de pie y dijo:

—Exactamente lo que estaba buscando.

—¿Qué era?

—Andrew, hace tiempo que soy arquitecto. No me puedo imaginar a nadie construyendo una habitación sin ventanas, como ésta, que no tenga algún tipo de escotilla interior de salida como complemento de la puerta.

—Pero si hay una salida de emergencia. Acabamos de bajar por ella.

—No, estoy hablando de una salida privada. No había ninguna en el plano del búnker. No podía creerlo. Por lo tanto llegué a la conclusión de que debieron de añadirla posteriormente. El propio Hitler. Una salida secreta.

Las facciones rojizas de Oberstadt expresaron incredulidad.

—¿Ésta es una salida secreta?

—Creo que sí.

—Pero ¿por qué? ¿Quieres decir en caso de un ataque con gas?

—En este caso para algo más. Una forma de salir de aquí sin ser notado.

—¿Quieres decir que él...?

—Pronto lo sabremos. ¿Tienes tu sierra?

—Claro que sí.

—Bien. —Foster señaló las cuatro líneas de la pared—. Empecemos con ella. Espero que sea una losa y que salga en bloque. Veamos si cede.

—¡Ya lo creo! —dijo Oberstadt con entusiasmo.

Dejó en el suelo su linterna y la bolsa de herramientas y cogió la sierra.

Cuando Oberstadt se acercó a la pared y se agachó de rodillas con la sierra preparada en la mano, Foster dijo:

—Espero que no sea ruidosa.

—Es ruidosa, pero seré rápido. Si esto no es más que una losa, entonces la tuvieron que cortar para que encajara en esta abertura y no habrá que atravesar cemento sólido. Eso que tú has extraído parece mortero. Será tan fácil como cortar masilla y sólo se oirá un zumbido. —Se detuvo—. ¿Y además qué importa? Creí que esto era una salida de escape.

—Podría serlo todavía. Depende... adónde conduzca y qué haya al otro lado.

—¿Qué hay al otro lado?

—No estaré seguro hasta que tú no acabes.

—De acuerdo, allá voy.

Oberstadt puso en marcha la sierra que emitió un zumbido bajo y constante. Apoyó la hoja contra una de las líneas de la pared e inmediatamente el sonido se convirtió en un silbido metálico.

Foster, sosteniendo en alto su linterna para que Oberstadt pudiera ver mejor, quedó sorprendido de los progresos que hacía la sierra. Atravesaba las líneas como si estuviera cortando un trozo de pastel.

Oberstadt se detuvo un momento.

—Tienes razón. Es una losa, de malla de alambre rellena con mortero, y debería ceder en seguida.

Al cabo de diez minutos, apagó su sierra y la dejó en el suelo. Sus dedos escarbaron en un lado de la losa y ésta osciló ligeramente.

—Para empezar estaba suelta —dijo Oberstadt—. La habían colocado en su sitio con un poco de mortero, pero ahora se ha desprendido completamente. ¿Quieres echarme una mano?

Cada uno agarró un lado de la losa y comenzaron a tirar de ella, extrayéndola cada vez más de la pared.

—No pesa demasiado —gruñó Oberstadt— porque no es cemento sólido. Tal vez menos de cincuenta kilos.

La deslizaron hacia un lado y la apoyaron contra la salida del dormitorio.

Rápidamente Foster se arrodilló y se acercó al boquete de la pared, alzó la linterna y miró en su interior.

Se retiró de nuevo y dijo:

—Es exactamente lo que me imaginaba.

—¿Qué te imaginabas?

—Un túnel como el que construyó antes Speer de treinta metros, que comunicaba subterráneamente la vieja Cancillería con la nueva Cancillería. Con la única diferencia de que éste no lo construyó Speer. Estoy seguro de que éste lo construyeron los trabajadores esclavos de Hitler.

—¿Y ahora qué? —preguntó Oberstadt.

Foster sonrió:

—Ahora nos separamos. Tengo que meterme ahí dentro para ver si puedo encontrar a alguien.

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