Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—¿Te encuentras bien? —susurró desatando los nudos. Ella asintió con la cabeza.
—¿Hay alguien más aquí? —volvió a susurrar.
—Ssshhh —dijo—. Sí, en el dormitorio. Ten cuidado. —Luego con los brazos ya libres añadió—: ¿Cómo lograste entrar?
—No importa. Ya lo verás.
Estaba desatando las cuerdas de sus tobillos y ayudándola a sentarse.
—Estaba rogando a Dios que estuvieras bien.
Se sentó en el sofá junto a ella abrazándola y besándola. Ella se abrazó a él y le dijo al oído:
—No hubiera estado viva por la mañana. Me tenían así para interrogarme. Un hombre horrible, llamado Schmidt, estuvo aquí hace unas horas...
—El jefe de la policía de Berlín y un nazi camuflado.
—...para administrarme pentotal sódico. Quería descubrir lo que sabemos para poder descubrirnos a todos y eliminarnos. Pero en cuanto llegó, le comunicaron que debía presentarse inmediatamente al proceso de esta noche relativo a la muerte de Ernst Vogel. Para demostrar que fue suicidio y no asesinato. Al parecer era importante, porque tuvo que salir corriendo. Prometió que volvería por la mañana para administrarme el pentotal sódico e interrogarme. Se supone que yo voy a ser la primera del grupo. Cuando hubiera hablado, me habrían matado e incinerado. Cuando se marchaba Schmidt le dijo a ella que se ocuparía de mí a primera hora, antes de salir para Munich.
—¿A ella? ¿Se lo dijo a ella? —repitió Foster—. ¿Qué quieres decir? ¿Quién es ella?
—Eva Braun. La auténtica. Se hace llamar Evelyn Hoffmann. Sin embargo, a mí me confesó, alardeando, que es Eva Braun.
—¿Y Hitler?
—No está. Murió. Hace tiempo. Él y Eva estuvieron aquí, bajo la ciudad, mucho tiempo. Dieciocho años antes de que Hitler muriera de Parkinson. Ella dirige el montaje desde entonces.
—Increíble —dijo él asombrado—. Pero, ¿qué quieren?
—Sobrevivir. No sólo ellos, sino que también sobreviva el Tercer Reich. Mira esto.
Emily se puso débilmente de pie y llevó a Foster hasta la repisa.
—Aquí, junto a la urna griega que ella adora, donde se guardan las cenizas de Hitler. Entre la urna y el cuadro de Kirvov. Estas frases enmarcadas son de Hitler.
Foster se acercó más. La cita escrita a mano y enmarcada que colgaba de la pared estaba en un alemán sencillo. Rezaba:
El conflicto entre Rusia y los Estados Unidos es inevitable. Llegará y cuando llegue yo debo estar vivo —o mi sucesor con mis mismos ideales— para dirigir al pueblo alemán, levantarle de su postración y conducirlo a la victoria final.
ADOLF HITLER
—¡Dios mío! —musitó Foster.
—Las mismas palabras que le dijo en una ocasión a un oficial de las SS.
—¿Para eso vivía?
—Y ella también vive hoy para eso.
—Pero, ¿cómo puede ser, Emily? —se detuvo pensando—. Me preguntó qué están planeando.
—No lo sé. No lo he oído.
—Entonces descubrámoslo ahora mismo. —Sacó la Luger de su cartuchera—. Vamos a hacerle una visita. Está en el dormitorio, ¿no?
—En el dormitorio adyacente al que solía ocupar Hitler. No hablará, Rex, nunca lo contará.
Meditó un momento y luego susurró:
—El pentotal sódico. El que intentaron utilizar contigo. ¿Sabes dónde está?
Ella asintió.
—Schmidt lo dejó en el cajón superior a mano derecha del escritorio. Le oí decir que la acción duraba veinticuatro horas.
—Encuéntralo, Emily. Y trae esa cuerda del sofá. La necesitaremos.
Emily sacó del escritorio una bolsa de plástico.
—Hay una aguja hipodérmica, algo para utilizar como torniquete, supongo, y una solución amarillenta. —Le llamó en voz baja—. El pentotal sódico. Aquí está.
—El suero de la verdad. —Miró la Luger que sostenía en la mano—. Llévame al dormitorio. Es la hora de la verdad.
Habían transcurrido quince minutos, y Eva Braun yacía extendida boca arriba sobre la cama, con las muñecas y los tobillos atados a los barrotes metálicos de la cama, y amordazada. Tenía los ojos abiertos, pero ya no aterrorizados, sino desenfocados.
«El pentotal sódico. Perfecto», pensó Foster, de pie a su lado.
Hasta entonces todo había sido realmente fácil, se dijo Foster a sí mismo. La súbita aparición de ambos y las luces la habían sorprendido en su despertar inmediato. La pistola en su sien había asegurado su sumisión y luego su silencio.
—Bien, Emily, ahora búscale algunas ropas y vístela —dijo. Cuando Emily hubo encontrado las ropas, Foster le tendió la pistola y salió a la puerta del dormitorio.
Al volver al dormitorio encontró a Eva totalmente vestida, tumbada de nuevo, y a Emily apuntando con la Luger.
—Segundo paso —dijo a Emily—. Dame la pistola y saca la cuerda. Después de haberla atado a la cama, Foster le pidió a Emily el pentotal sódico.
Por primera vez Eva Braun había protestado con agitación.
—No, no, no —había suplicado, pero Foster no pudo pensar más que en los seis millones de víctimas del holocausto que habían pronunciado las mismas palabras, suplicando por su vida, y a quienes les fue negada.
A la esposa del monstruo, ahora ella misma un monstruo, también había que negárselo. Foster le metió la mordaza en la boca, y luego deliberadamente se preparó a administrarle el suero de la verdad.
Foster, extrayendo de su memoria lo que había presenciado en Vietnam, llenó la aguja hipodérmica con la solución. Luego, empleando el torniquete, buscó una vena visible en su muñeca. Con cuidado, introdujo la aguja en la vena, inyectando la sustancia intravenosa.
Al sacar la aguja, miró a Eva.
—Surtirá efecto en menos de un minuto —dijo a Emily. Y ahora, al observar a Eva tumbada, pudo ver que tenía los ojos vidriosos y que estaba ya aturdida.
—Muy bien, el efecto puede durar de una a tres horas —dijo—. Luego le daré una dosis más fuerte. —Cogió a Emily del brazo—. Podemos dejarla unos minutos. —Guardó la Luger en la cartuchera—. Aún tenemos algo que hacer.
Sacó a Emily de prisa del dormitorio, a través del pequeño vestíbulo hasta el cuarto de estar.
Por un momento Foster se concentró en sus pensamientos y luego preguntó:
—Emily, ¿tienes idea de cuántos nazis hay escondidos aquí abajo? —Eva me dijo: «Somos más de cincuenta.»
—¿Tienes idea de quiénes son?
—También habló de eso, muy orgullosa. Un puñado del viejo círculo de Hitler que fueron declarados desaparecidos. Muchos miembros de las Juventudes Hitlerianas enviados aquí abajo antes de que Hitler se trasladara. La mayoría de ellos son ahora hombres adultos con sus propias familias. No hay niños aquí dentro, nadie es menor de dieciséis años. Envían a las mujeres embarazadas a Argentina para que den a luz allí. Las mujeres regresan solas. A los niños los crían, educan y entrenan alemanes en Argentina. Sólo cuando los muchachos cumplen dieciséis años los envían a Berlín para que ocupen sus lugares en el búnker.
—¿Pero todos son nazis empedernidos?
—Peor que eso. Nazis empedernidos, sí, pero todos asesinos, entrenados para matar.
—¿Matar a quién, Emily?
—Asesinar a cualquiera que pueda amenazarlos en la superficie. Ella habló de la necesidad de liquidar, en sus propias palabras, a antinazis, judíos importantes, cazadores de nazis, y extranjeros peligrosos como mi padre. —Emily parpadeó—. Reconoció que el accidente de mi padre estaba preparado. También reconoció que sus seguidores habían sido responsables de al menos doscientos asesinatos en los últimos veinte años. Te liquidarían en un instante, si se enteraran de que estás aquí. Son despiadados, Rex, absolutamente crueles.
—De acuerdo —dijo Foster—. Tengo una misión para ti. Ahora te enseñaré el camino por donde entré, porque por ese camino vas a salir.
—¿Una misión?
—Sí. Saldrás a la superficie por debajo del montículo, desde el búnker del Führer y a través de la vieja salida de emergencia. Aparecerás en la zona fronteriza de Alemania oriental. Oberstadt está allí arriba. No tendrá problemas en hacerte pasar la verja. Consigue un teléfono lo antes posible. Ponte en comunicación con Tovah en el Bristol Kempinski. Ella y Kirvov están allí esperando. Dile que lo hemos encontrado todo y dile que informe a Chaim Golding inmediatamente.
—¿A Chaim Golding?
—El jefe del Mossad en Berlín. Tovah es una de sus agentes. Él tiene el personal y los medios para hacer lo que quiero que haga. Dile que quiero que exterminen a las ratas de aquí abajo, a todas ellas, de una vez, esta misma noche.
Emily abrió los ojos desmesuradamente:
—¿Cómo, Rex?
—Del mismo modo que la pandilla de Hitler lo hizo con los judíos en Auschwitz. Pero más exactamente, tal como había planeado Albert Speer deshacerse en una ocasión de Hitler.
—Quería lanzar gas a través del ventilador del búnker del Führer.
—Exacto.
—Y arrojar dentro una granada de gas neurotóxico llamado Tabun. Absolutamente mortífero.
—Con la única diferencia de que esta vez los miembros del Mossad probablemente utilicen gas bastante más sofisticado, pero igualmente mortífero. Tovah está esperando en nuestra suite. El plano de este búnker está en el escritorio de nuestra sala de estar. Golding sabrá cómo llevarlo a cabo. Pero este búnker debe ser hermético. ¿Tú viniste por la otra entrada situaba bajo el café Wolf?
—Sí. El guardia me obligó a bajar varios escalones hasta una puerta de acero, como la de caja fuerte. La abrió con llave y me hizo pasar a empujones.
—Bien. Pues que los agentes del Mossad eliminen al guardia del café Wolf, bajen y abran esa puerta metálica. Después que lancen el gas. En pocos minutos, será aniquilado hasta el último nazi. ¿Llevas reloj?
—Sí.
—Entonces coordinemos la hora, Emily. Yo tengo la una y veinte de la madrugada.
—La una y veinte de la madrugada —dijo—. Yo también.
—Di a Tovah que los agentes del Mossad deben comenzar a verter el gas exactamente a las tres de la madrugada. Exactamente a las tres. Ahora pongámonos en acción. Quiero verte salir de aquí, y yo luego volveré a administrar a nuestra Eva Braun el tercer grado. Voy a ponerme otra vez estas botas...
—Eh, Rex, espera un momento. ¿Qué quieres decir con que me vas a sacar de aquí y luego te vas a quedar a interrogar a Eva? ¿Qué pasará contigo cuando penetre el gas?
—Habré salido de este búnker antes de que suceda, y también del búnker del Führer. Nos encontraremos arriba. Cuando hayas terminado con Tovah y Golding vuelve al búnker del Führer. Con tus credenciales, los alemanes orientales te dejarán entrar de nuevo.
—Te estaré esperando.
La cogió del brazo y dijo:
—Nos estarás esperando. Porque saldré con Eva.
Emily le miró perpleja:
—¿Por qué con Eva?
Foster esbozó una sonrisa.
—Necesitamos un superviviente para demostrar que Hitler no murió en 1945, y que escapó. Necesitamos a alguien que apoye el extraordinario nuevo final de tu biografía.
Ella le besó.
—Estás loco. ¡Te amo!
Al principio, con Emily a remolque, se había sentido preocupado, pero luego todo había resultado ser más fácil que la primera vez.
Esa vez había dos guardias nazis en el pasillo, absortos en su conversación. Era evidente que uno estaba a punto de relevar al otro y Foster, en su uniforme adornado con la esvástica, había pasado por delante de ellos con un porte más militar y más concentrado en sus asuntos que cuando había entrado.
Había empujado a Emily a la puerta del altillo, y la ayudó a pasar por el boquete cuadrado hasta el túnel, diciéndole dónde debía buscar la linterna y dándole instrucciones exactas de cómo salir y de lo que encontraría.
Y luego había regresado solo al dormitorio de Eva Braun.
Después de quitarle la mordaza, Foster se sentó en el borde de la cama. Eva tenía los ojos abiertos, un poco brumosos, fijos en el techo. Foster no estaba seguro de cómo había actuado el suero de la verdad, ni dónde comenzar concretamente su interrogatorio, pero cuando estuvo en Saigón había visto usar pentotal sódico como suero de la verdad en prisioneros del Vietcong y pensó que debía proceder del mismo modo. Había oído decir a un capitán que era como hacer hablar a alguien en sueños. Desaparecían las inhibiciones, se eliminaba cualquier intención de mentir, y el interrogado hablaba con libertad desde su subconsciente. Las preguntas tenían que ser simples y directas, y si la droga perdía su efecto demasiado pronto, tendría que administrarle una dosis más fuerte para mantenerla amodorrada, pero evitando que quedara dormida del todo o que sufriera un colapso.
Decidió que empezaría con algunas preguntas sencillas, para tantear, y que luego iría directamente al núcleo de la cuestión, y saldría antes de que los agentes del Mossad inundaran el búnker con su mortífero veneno.
—Te llamas Eva Braun, ¿verdad? —comenzó diciendo.
Su mirada se alejó del techo tratando de centrarse en la persona que le estaba hablando.
—Evelyn... Evelyn —empezó a decir, luego dijo—: Eva. Yo soy Eva Braun de Hitler.
Era algo increíble y al mismo tiempo sobrecogedor que la célebre mujer de antaño estuviera en la cama identificándose a sí misma.
—Eva, ¿recuerdas la fecha del 30 de abril de 1945?
—Sí. Es la fecha en que todo el mundo cree que morimos. Pero los engañamos... los embaucamos a todos, porque nos escapamos.
—¿Cómo engañasteis... embaucasteis a todo el mundo?
—Utilizando al actor y a la actriz que eran nuestros... nuestros dobles. He olvidado el nombre de ella... no, ya lo recuerdo, Hannah Wald, y el de él, Müller, sí, eso creo, Müller. Los trajeron al búnker del Führer la noche anterior. Estaban muy asustados. Estoy segura de que sospechaban algo. Los tuvimos en nuestros alojamientos, y aquel día, no, de noche, los vestimos con nuestras ropas, luego Bormann disparó a Müller y obligó a Hannah, pobrecilla, a tomarse el cianuro. Dejaron los cuerpos en el cuarto donde habían estado los perros, y... al día siguiente...
Vaciló y su mente comenzó a alejarse.
—¿Al día siguiente? —apuntó Rex—. ¿Qué pasó al día siguiente, Eva?
—Al día siguiente, nosotros, mi marido y yo, los pusimos sobre el sofá. Luego...
De nuevo titubeó.
—¿Luego qué, Eva?
—Luego desde el dormitorio nos arrastramos por el túnel hasta el nuevo búnker, y Bormann... cuando los otros sacaron fuera los cuerpos... Bormann volvió solo al dormitorio, volvió a poner la trampilla, la losa, y empujó el armario para taparla. Luego imagino que salió del dormitorio.