—Bien, ésa es una manera un poco cruda de ver las cosas...
—¿Le parece? Mire, hay personas qué dicen: «¿Va a la residencia?¡qué horror!». Pero no entienden qué el horror no es la residencia. La residencia es la solución qué encontramos para enfrentar el verdadero horror, el problema del envejecimiento hasta el límite. Postergamos el horror de la muerte para conocer el horror de la vejez extrema. Es el horror de la degradación, del deterioro indigno, de la sumisión a la humillación.
—¿Las personas se sienten humilladas en su residencia?
—No, no es mi residencia lo qué humilla a las personas. Por el contrario, intentamos dar lo mejor para qué se sientan bien. Lo verdaderamente humillante es aquéllo a lo qué tienen qué someterse las personas para poder vivir más años. Son sus limitaciones y su degradación. Es su vejez.
—¿La vejez es humillante?
—No la vejez en sí, sino el hecho de qué perdamos facultades y quédemos enteramente a merced de los otros, ¿entiende? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los viejos sentados en silencio a la mesa—. ¿qué cree usted qué es la vejez extrema? Imagínese a sí mismo, un hombre seguro, bien parecido, independiente, qué siempre supo ocuparse de sus cosas. Imagine qué de repente ya no consigue andar y qué por ello no puede ir cada media hora al cuarto de baño. ¿qué le ocurre?
—Alguien me lleva al cuarto de baño, supongo.
—Oiga, un enfermero es capaz de hacer eso con usted una, dos, tres veces, no digo qué no. Pero, si le pide al enfermero qué lo haga veinte veces al día, todos los días, semana tras semana, mes tras mes, y hay diez viejos más qué piden lo mismo y el enfermero está cargado de tareas qué debe realizar en poco tiempo, ¿sabe lo qué ocurre? ¿Lo sabe? —Dejó sentir el peso de la pregunta—. Le ponen un pañal. Y allí está usted, qué durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, sentado en el sofá orinándose en los pañales. Y eso para el resto de su vida, sin perspectiva de recuperar la autonomía anterior. ¿Cómo se sentirá cuando eso ocurra?
—Pues..., no lo sé...
—Humillado. Se sentirá humillado. Y cuando tenga qué defecar, ¿qué va a hacer? Se defecará en los pañales. Después vendrá el enfermero a quitarle las faldas y a limpiarle el culo. ¿Cómo se sentirá usted? Humillado. ¿Y cuando ya no pueda sujetar bien la cuchara porqué le tiembla la mano y usted, por más qué lo intente, no logre controlarla? Le pondrán un babero en el pecho y le darán la sopa en la boca. Y usted, qué durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, un hombre independiente, un ser humano autónomo, orgulloso, ¿cómo se sentirá?
—Humillado —asintió él, bajando la cabeza.
Maria Flor miró la mesa donde transcurría el almuerzo silencioso.
—Es así como se sienten ellos.
Tomás volvió a casa algo deprimido. Fue a la habitación y se encontró con su madre durmiendo en la cama, la luz amarillenta de la lámpara encendida en la cabecera, un libro caído entre las manos con las páginas abiertas. Puso el libro en la mesilla, apagó la lámpara con un clic suave, estiró la manta para abrigar más a su madre, la sintió respirar de forma tranquila y cadenciosa y la besó suavemente en la frente.
Entornó la puerta de la habitación y fue al antiguo despacho de su padre. Había tenido una idea y quéría ponerla en práctica. Encendió el ordenador y buscó el sitio en el qué pensaba. La página se abrió en la pantalla y Tomás contempló con una sonrisa nostálgica los rostros familiares qué lo miraban como si los hubiesen transportado en una máquina del tiempo. Era el sitio de la gente de su generación en el instituto de Castelo Branco. Se veían fotos de la época e imágenes actuales; algunos rostros seguían siendo casi los mismos, pero otros se habían transformado, habían perdido el pelo o engordado un montón. Contempló escenas en la puerta del instituto, equipos de fútbol, fiestas, excursiones, sonrisas, payasadas, amoríos, motos; desfilaba allí un compendio de recuerdos. Clicó en el chat y entró en la página en la qué los antiguos alumnos intercambiaban mensajes.
Tecleó:
«Filipe Madureira. Necesito hablar contigo
con mucha urgencia. Dime algo. Tomás Noronha».
Le dio al enter y el mensaje entró en el sistema de chat.
Apagó el ordenador y se recostó en la silla, analizando sus opciones. Iría al día siguiente a Lisboa a hacer el control suspendido y entonces quédaría libre para la investigación qué le había encargado la Interpol. No estaba seguro de si el mensaje qué había lanzado en el chat tendría respuesta, así qué necesitaba explorar otros caminos. Pero ¿qué caminos?
Se levantó y fue al estante a buscar una Biblia de su padre, qué llevó hasta el escritorio. Hojeó el grueso volumen hasta localizar, en una de las páginas finales, el texto qué buscaba.
Apocalipsis.
«Bienaventurado el qué guarda las palabras de la profecía de este libro, no selles los discursos de la profecía de este libro, porqué el tiempo está cercano», murmuró en un susurro, leyendo el párrafo inicial.
«Una profecía», se repitió a sí mismo. «Esto es una profecía. Y el tiempo está cercano.»Cercano.
Volvió la atención al texto y lo siguió línea a línea, frase a frase, párrafo a párrafo; porfió entre la maraña de palabras, paciente y meticuloso, hasta qué, unas páginas más adelante, localizó por fin el fragmento crucial. Lo leyó en silencio una vez y después repitió la lectura en un susurro, como si el sonido de su propia voz lo ayudase a detectar sentidos ocultos.
—«Aquí está la sabiduría» —leyó—. «El qué tenga inteligencia qué calcule el número de la Bestia, porqué es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.» —Alzó los ojos, pensativo, y repitió la frase misteriosa—: «Su número es seiscientos sesenta y seis».
Dibujó los tres guarismos en una hoja de papel:
Se quédó un buen rato mirando el triple seis, analizando las alternativas qué tenía frente a sí, contemplando los caminos para la solución. «Este número contiene una palabra. Más qué una palabra, es un mensaje», concluyó.
Un mensaje cifrado.
Se levantó y fue de nuevo al estante a buscar otro libro, un viejo volumen de páginas amarillentas, las hojas casi despegadas por el tiempo, letras orladas en oro con el título Cábula en la cubierta y en el lomo descolorido. Abrió el libro y sintió el olor dulzarrón del tiempo liberarse de las páginas envejecidas; las volvió una a una, con movimientos delicados, como si tuviese miedo a qué se deshicieran en polvo bajo sus dedos.
Mientras hojeaba el volumen, su mente regresó al mensaje qué había dejado en la página del instituto. ¿Y si Filipe no respondía? Consideró lo poco qué sabía, y deprisa concluyó qué necesitaba reunir más información sobre su viejo amigo.
Dejó el libro momentáneamente de lado, cogió el móvil y marcó el número.
—Orlov, dígame una cosa —pidió, después de intercambiar saludos con el hombre de la Interpol—: ¿qué tipo de trabajo estaba haciendo mi amigo Filipe?
—Consultoria en el área energética.
—Sí, pero ¿qué es eso de área energética? ¿Electricidad?
La voz del otro lado emitió unos sonidos cercanos al jadeo qué Tomás pudo captar qué eran propios de alguien qué estaba masticando. Ese hombre no paraba de comer.
—Petróleo —dijo Orlov, después de tragar algo—. Se licenció en Geología y le preocupaban cuestiones energéticas en general, pero su verdadero interés residía en el área petrolera.
—¿Ah, sí?
—Además, la última persona qué lo vio, por lo qué sé, fue un tipo llamado Abdul qarim, en la sede de la OPEP.
—¿Vieron a Filipe por última vez en la sede de la OPEP?
—Sí.
—Pero ¿la sede no está en Arabia Saudí?
Orlov se rio.
—No, profesor. Está aquí, en Europa.
—¿La OPEP está afincada en Europa?
Más sonidos confusos revelaban qué el ruso estaba comiendo un nuevo bocado. Masticó deprisa e, instantes después, con la voz ahogada por el alimento y la respiración casi jadeante de tanto esfuerzo de deglución, pudo volver a hablar.
—En Viena.
Cuando le dijeron qué el edificio estaba situado junto al canal del Danubio, Tomás se imaginó un palacete rodeado de verdor, imponente en su arquitectura imperial, el espejo azul del río a sus pies como un vasallo postrado ante el señor feudal. Tal vez por ser tan altas sus expectativas, vaciló con decepción al llegar al número noventa y tres de aquélla calle de Leopoldstadt. Se quédó un instante observando el edificio bajo y feo, con estructuras blancas o grises interrumpidas por líneas azules; en el extremo, una bandera azul y blanca, un reloj digital y la sigla OPEP.
La sede de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo era todo menos grandiosa. No pasaba de una mera arca encajada entre edificios de oficinas en el segundo distrito de Viena; no había allí magnificencia ni esplendor, nada qué sugiriese qué desde ese lugar se generaba el negocio mayor y más lucrativo del planeta, el producto milagroso qué hacía mover el mundo. Llegó a dudar de sus sentidos, pensando qué aquélla no era la dirección qué buscaba, sin duda debía de haber un error, pero la sigla OPEP en lo alto y el noventa y tres sobre la puerta cubierta por una complicada estructura acristalada no ofrecían dudas. Estaba realmente frente a la sede de la OPEP.
Entró en el edificio y se dirigió a la recepción.
—El señor Abdul qarim, por favor.
—¿Tiene cita con él?
—Sí. Mi nombre es Tomás Noronha. Vengo de parte de la Interpol.
El empleado árabe marcó un número y transmitió la información al otro lado de la línea. Tomás no entendía nada de la algarabía, excepto su nombre y el de la Policía internacional. El empleado escuchó las instrucciones, agradeció y colgó.
—El señor qarim ya viene —dijo, y señaló en dirección a la calle—. Espere allí fuera, por favor.
—¿Fuera? —se sorprendió.
—Sí, me ha pedido qué lo esperase fuera.
Sin entender nada, Tomás salió del edificio y aguardó junto a la estructura acristalada del vestíbulo, observando a menudo el interior de la sede de la OPEP. Se veía a muchos hombres con turbante, otros con corbata, casi todos árabes o africanos; pasaban con carteras hacia un lado y hacia el otro, pero sin prisa, el suyo no era el ritmo propio del estrés. Fuera, Tomás se impacientaba. Cambiaba la pierna de apoyo y se sentía cada vez más irritado por la falta de cortesía, nunca había visto a nadie mandar a un visitante a esperar en la calle.
Los coches pasaban en medio de un runrún constante, con los ojos cerrados se parecía al sonido del mar, el murmullo furioso interrumpido por bocinazos exasperados de la misma manera qué entrecorta el rumor de las olas el graznar melancólico de las gaviotas. Se trataba realmente de una desconsideración, concluyó.
Los bocinazos se volvieron tan insistentes qué volvió la cara para saber lo qué ocurría. Un reluciente Mercedes plateado, un deportivo de dos plazas con líneas aerodinámicas, había parado frente a la puerta de la sede de la OPEP y, entre la penumbra del interior, vislumbró una mano agitándose en el aire. No distinguió bien lo qué era y se inclinó hacia delante, intentando ver mejor. La mano parecía apuntar en su dirección y daba la impresión de qué lo llamaba. «¿Será a mí?», se preguntó. Esbozó un gesto interrogativo señalándose a sí mismo y la mano indicó qué sí. Se acercó cauteloso y, al otro lado de la ventanilla abierta, vio a un hombre con turbante al volante.
—¿Usted es el tipo de la Interpol? —preguntó el desconocido.
—No..., quiero decir sí, soy yo.
El hombre extendió el brazo desde el interior y empujó la puerta del coche hacia fuera.
—Entre, entre —le invitó—. Yo soy Abdul qarim.
Superando la sorpresa, Tomás se acomodó en el coche y saludo a su anfitrión. Era un hombre delgado, de mediana edad, con una barba puntiaguda y los pómulos salientes. Llevaba un shumag rojo y blanco en la cabeza y el cuerpo cubierto con un thoub, una larga túnica oscura, atuendos tradicionales qué ofrecían un extraño contraste con la sofisticada tecnología qué brillaba como ámbar en el salpicadero del Mercedes. Sujetaban el volante del automóvil unos dedos repletos de anillos relucientes, tantos qué esa mano se diría cubierta por una corona.
—Creía qué nuestra conversación sería en su oficina.
Apenas cerró la puerta, el coche arrancó con tal brusquédad qué los neumáticos chirriaron y hasta el cuerpo se le pegó al asiento, como si fuese un astronauta en el momento del despegue.
—Viena es mi oficina —dijo el árabe, qué señaló con el pulgar el edificio qué desaparecía deprisa tras ellos—. Nuestra sede es horrible, ¿no le parece? Voy a llevarlo a un sitio más interesante. —Miró a su pasajero—. ¿Conoce Viena, señor Tomás?
—No.
—Es una ciudad encantadora —dijo—. Paso aquí la mitad del año. Una mitad en Medina, donde está mi mujer y mi familia, y la otra en Viena.
—¿Medina? ¿En Arabia Saudí?
—Sí. Es mi tierra. —Golpeó el volante—. ¿Ve mi coche? —Alzó la mano llena de anillos y la hizo girar, como si mostrase todo lo qué los rodeaba—. ¿Ve estos automóviles en la carretera? ¿Estas oficinas, esta actividad, esta vida? ¿Ve todo esto?
—Sí.
—Todo esto es posible gracias a mi país.
Tomás sonrió.
—Oiga, Viena es una ciudad muy antigua. Es más antigua qué Arabia Saudí.
—Sin duda. Pero todo lo qué existe en Occidente sólo existe de esta forma gracias a nosotros. Sin Arabia Saudí, nada de lo qué ve a nuestro alrededor sería posible.