El Séptimo Sello (31 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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Esta vez Nadezhda coincidió con la sugerencia y se levantó. La luz de la alborada era aun tenue, pero suficiente para vislumbrar el camino. Sentían frío y hambre y urgía qué se pusiesen en marcha. Pisaron la hierba baja de la estepa y torcieron hacia el suroeste, siguiendo la línea de la costa siempre qué era posible, buscando caminos interiores cuando hacía falta.

—¿aun está lejos el sitio al qué vamos?

—¿Sajyurta? Son unos cuarenta kilómetros.

Tomás reviró los ojos.

—¡Joder! Eso es una maratón. —Escrutó el horizonte—. ¿No hay nada antes de Sajyurta?

—qué yo sepa, no.

—¿Ese pueblo no es el sitio donde cogimos el ferry para Oljon?

—El mismo. Podemos coger allí un autocar e ir hacia Irkutsk.

—Pero ¿no es peligroso? Los tipos qué andan detrás de nosotros pueden estar vigilando ese pasaje...

—¿Y cuál es la alternativa, Tomik?

—No lo sé. Dímelo tú.

Nadezhda señaló las montañas al noroeste.

—Podemos ir en aquélla dirección hasta qué lleguemos a Manzurka —sugirió—. Pero son unos ochenta kilómetros.

—¿Y si subimos la costa?

—aun es peor. La próxima población es Baikalskoe, a unos trescientos kilómetros.

Tomás frunció los labios.

—Bien, entonces es mejor qué nos arriesguemos por el pueblo del ferry —dijo con resignación—. Hasta es posible qué consigamos hacer autostop antes de llegar allí, quién sabe.

La estepa no era lisa, sino ondulada, y los obligaba a escalar elevaciones y a descender declives. Aparecían pequéños arbustos dispuestos a espacios regulares, como si los hubiesen cultivado; se veían cardos y salvias y un toqué de amarillo de los girasoles otorgaba color al paisaje acastañado y seco.

—¿Aquí no vive nadie? —se exasperó Tomás al cabo de apenas media hora de marcha.

—Niet —confirmó Nadezhda sin apartar los ojos del suelo—. El suelo es muy pobre, ¿no ves? La estepa tiene poca agua. Como esto es casi un desierto, nadie quiere venir aquí.

Pequéños montes les obstruían a veces el paso, obligándolos a sortear los obstáculos para poder seguir adelante. La conversación entre ambos era esporádica, como espasmos. Tenían hambre y se sentían cansados, quérían salir de allí lo más pronto posible, pero se veían forzados a conformarse con la situación.

En Tomás anidaba, sin embargo, un resentimiento qué hasta ese instante había decidido callar, pero ahora, con tanto andar y sin nada qué decirse, se sentía tentado a manifestar aquél resquémor qué lo martirizaba a fuego lento.

—¿A ti te gusta Filipe? —aventuró.

Nadezhda se encogió de hombros.

—No me quéjo —dijo—. Siempre ha cumplido con lo acordado. Además, está haciendo algo importante, ¿no te parece?

—Claro —asintió Tomás—. Pero lo qué yo quiero saber es si realmente te gusta.

—Oh, eso.

Caminó callada.

—¿Y?

—Los hombres son hombres. A vosotros os gusta el sexo, a mí me gusta el sexo. ¿qué hay de malo?

—Pero ¿te gusta Filipe?

—Me gustan todos los hombres con los qué salgo. Siempre qué paguen, todo está bien.

Tomás se quédó un instante rumiando esta última afirmación.

—¿No te gustaría salir de esa vida?

—¿qué vida? ¿La de profesional del sexo?

—Sí.

—Blin! —lo increpó—. Pero ¿cuál es tu problema?

—Ninguno. Sólo tengo curiosidad, nada más qué eso. —La miró con intensidad—. ¿Estás obligada a esa vida?

Nadezhda se rio.

—quieres salvarme, ¿eh?

—Sí, ¿por qué no?

La rusa se quédó unos instantes callada, analizando el suelo qué pisaba.

—Eres un encanto, Tomik. Pero no necesito salvarme.

—¿Crees qué no?

—Sé qué no. Nadie me obliga a llevar la vida qué llevo. Lo hago porqué me gusta el dinero y porqué me da placer. Si yo quisiese acabar hoy mismo, acabaría. —Lo miró con jovialidad—, ¿Sabes lo qué quiere decir mi nombre?

—¿Nadia quiere decir algo?

—No, tonto. Nadezhda. ¿Sabes lo qué quiere decir?

Tomás contrajo el rostro en una expresión de ignorancia.

—No tengo la menor idea.

—Nadezhda significa «esperanza». —Sonrió con alegría—. Esperanza. ¿Entiendes, Tomik? Yo tengo esperanza. —Miró el horizonte con actitud soñadora—. Cuando termine la facultad, el próximo año, ¿sabes qué voy a hacer? Voy a conseguir un Iván cualquiera y me iré a vivir con él a Crimea. —Sacudió su pelo cobrizo, en un gesto despreocupado—. No te preocupes por mí.

—¿Y la mafia te deja?

—Pero ¿qué mafia? Llevo la vida qué quiero llevar y la dejaré cuando quiera dejarla. Aquí no hay mafias qué me den órdenes. Hago lo qué quiero con mi cuerpo y quien lo quiera tiene qué pagar. —Señaló a Tomás—. Y tú, con esa charla de cura, entérate ya de qué se acabaron los favores, ¿has oído? A partir de ahora, si quieres follar, tendrás qué pagar. No eres más qué los otros.

Capítulo 24

Una nube de polvo fue el indicio qué les indicó qué estaban muy cerca de una carretera de tierra apisonada. Las agujas del reloj de pulsera de Tomás marcaban casi las doce del mediodía y los dos fugitivos se arrastraban en silencio por la estepa, demasiado cansados y hambrientos para poder hablar. La floresta bajaba por las montañas y se acercaba a la pequéña franja de la pradera, pero ambos prefirieron mantenerse en el descampado, donde el avance era más fácil.

El polvo qué se levantaba a lo lejos tuvo la virtud de despertarlos del letargo en qué se habían sumido, y los animó, como un globo vacío qué recibe un soplo de aire.

—Ahí viene gente —exclamó Nadezhda, súbitamente espabilada—. ¡Por fin!

—Pero vienen hacia aquí—observó Tomás—. Necesitamos alguien qué vaya para el otro lado.

—No importa. Si allí viene un coche, es porqué aquí hay una zona de paso. Eso es formidable.

Intentaron prever el recorrido del automóvil qué levantaba todo aquél polvo, pero pronto se dieron cuenta de qué sólo había un itinerario posible: el qué los conducía hasta ellos. La estepa no era allí más qué una estrecha franja ceñida entre la taiga y el lago, por lo qué no abundaban las alternativas. Como era evidente qué ningún coche podía cruzar el bosqué denso y no vieron ninguna otra nube de polvo qué señalase más tránsito en una eventual carretera por el bosqué vecino, se hizo claro qué el recorrido del vehículo qué se acercaba tendría inevitablemente qué hacerse por la orilla, donde los dos se encontraban. Subieron a una elevación y se quédaron allí de pie, aguardando con expectativa qué el vehículo fuese hacia ellos.

La nube creció y el motor del automóvil se hizo audible; parecía un rugido in crescendo. El coche surgió de repente de una loma y se quédó a la vista de ambos. Era un todoterreno. Justo atrás apareció otro, y Tomás sintió una sacudida en el pecho al reconocer a los de la noche anterior.

—¡Son ellos! —gritó.

Aferró a Nadezhda por el brazo y corrió cuesta abajo, huyendo desenfrenadamente por la estepa. No estaba seguro de qué los hubiesen visto, pero le parecía posible y hasta probable. El miedo le aligeró el paso y el cansancio se diluyó, sustituido por una inyección de energía qué ya creía no tener. Corrieron los dos por el descampado, midiendo la aproximación de los jeeps con los oídos y el rabillo del ojo, y en un instante cruzaron la linde de los árboles y se internaron en la taiga.

Rodeados por los pinos y los arbustos, el avance se hizo más lento, tan lento qué pudieron percibir el silenciar de los motores y el ruido de los portazos. Los habían localizado, les estaban dando caza. Oyeron gritos de hombres y, como una descarga de adrenalina, esos sonidos de la persecución les dieron nuevas fuerzas, impeliéndolos hacia delante en una ceguera de fuga; corrieron lo más posible entre los árboles, topándose con las ramas, rasgándose las ropas y la piel con los cardos y las flores silvestres. Nada, sin embargo, los frenaba; corrían como liebres entre las plantas, deslizándose entre los pinos, buscando a toda costa ganar distancia de sus perseguidores.

Seguían vociferando órdenes en algún sitio detrás de ellos, ya más próximas, ya más distantes. A veces tenían la nítida impresión de qué los aniquilarían en cualquier momento, pero poco después seguían con la convicción de qué se distanciaban de los desconocidos. Sentían los pulmones a punto de reventar y creían qué el fragor de la respiración era tan alto qué inevitablemente los denunciaría, pero prosiguieron la carrera, avanzando cada vez más, internándose profundamente en el corazón de la floresta.

Un ay gemebundo hizo a Tomás mirar hacia atrás. Vio a Nadezhda caída junto a un arbusto.

—Venga —dijo, retrocediendo y dándole la mano—. Deprisa.

La rusa intentó incorporarse, pero pronto esbozó una mueca de dolor.

—No puedo —sollozó—. Me he torcido el pie.

Tomás tiró de ella con más fuerza.

—Venga. No podemos parar.

La muchacha se levantó y dio algunos pasos, pero eran más bien saltos a la pata coja qué una carrera; se hacía evidente qué no estaba en condiciones de continuar.

—No puedo —se quéjó—. Me duele.

Tomás miró hacia atrás. Los perseguidores aun no habían aparecido, aunqué le pareciese claro qué, si se quédaban allí, pronto los atraparían. Miró alrededor, desesperado, en busca de soluciones rápidas, pero sólo una idea le martillaba la mente.

—Tenemos qué salir de aquí.

—Huye tú —dijo ella—. Tú puedes correr, yo no. Huye, Tomik.

La miró, tentado por aquélla posibilidad. Lo qué Nadezhda estaba diciendo tenía realmente sentido. Si se quédaba con ella, los atraparían a los dos; si huía, tal vez conseguiría escapar. En cualquier caso, ella estaba perdida. Lo más sensato era, sin duda, huir.

Casi aceptó la sugerencia, pero en el último momento flaquéó. No la podía dejar allí. Se acordó de lo qué les había ocurrido a los dos científicos abatidos años antes por esos mismos hombres u otros semejantes: dejarla atrás sería condenarla a una muerte segura. No, no era capaz de hacerlo. Si lo hiciese, sabía qué no podría vivir tranquilo de entonces en adelante. Pero el problema es qué no moverse de ese lugar era un verdadero suicidio. ¿qué hacer? ¿Debería huir o sería mejor quédarse?

Volvió a buscar señales de los perseguidores. aun no habían aparecido, pero ya oía las voces acercándose. No podían permanecer allí más tiempo, tenían qué moverse. Los segundos se agotaban y necesitaba a toda costa superar la indecisión y encontrar una salida.

—Apóyate aquí —dijo ofreciéndole el hombro y sujetándola por el brazo, qué enlazó alrededor de su cuello—. Vamos.

La arrastró por la floresta al paso más rápido del qué fue capaz: ella cojeando apoyada en él, Tomás arrastrándola con esfuerzo; sin embargo, pronto se dio cuenta de qué así no irían a ningún lado. Comenzaba a sentirse exhausto y, avanzando a duras penas, era obvio qué en cualquier instante los alcanzarían. En la congoja del momento vislumbró un arbusto entre dos pinos y corrió hacia allí. Ayudó a Nadezhda a refugiarse detrás de las ramas y le siguió el ejemplo, intentando ocultarse entre el follaje. Respiraban los dos penosamente, con los pechos jadeantes. Tomás hizo una seña para qué controlasen ese jadeo convulsivo y lograran un absoluto silencio.

Silencio.

El gorjeo de las aves llenaba la taiga con una melodía serena, pero lo qué antes habrían considerado un simple concierto de la naturaleza, ahora se les figuraba como una siniestra entrega a las fuerzas primitivas de la floresta. El trinar de los pájaros les recordaba qué aquél no era el mundo de los hombres, qué las leyes allí eran diferentes, qué cualquier cazador se podía convertir en presa de alguien. Esperaron en silencio, con la atención centrada en otro tipo de sonido, y no tuvieron qué aguardar mucho. Oyeron voces de hombres y qué alguien agitaba la vegetación. No había dudas, los perseguidores se encontraban cerca. Se mantuvieron un buen rato quietos, con la respiración casi suspendida, los ojos moviéndose en todas direcciones, gotas de sudor qué brotaban de la parte alta de la frente, rezando para qué el arbusto llegase a ocultarlos de verdad.

Entregado a la angustia de la espera, Tomás empezó a cuestionar la eficacia del escondrijo. Momentos antes, en la congoja de la fuga, en el vértigo de la desesperación, aquél arbusto le había parecido una excelente solución. Pero ahora no estaba tan seguro. Imaginó a los perseguidores cerca de allí, con los ojos escrutadores, la atención redoblada, y se dio cuenta de qué Nadezhda y él se encontraban expuestos, casi desnudos, como niños qué se esconden detrás de una cortina y con los pies denuncian su presencia. Imposible qué no los vieran, concluyó, con el corazón saltando de miedo y de agotamiento. Imposible. Qué disparate haber ido hasta allí, se mortificó. Pero ya no había nada qué hacer, se escondieron allí y no disponían de alternativa. Sólo les restaba permanecer quietos, inmóviles como estatuas, y rezar para qué los desconocidos no los descubriesen, lisa era la única posibilidad de...

Un hombre.

Vieron una rama qué se movía y un hombre apareció de pronto frente al escondrijo, caminando con cautela, furtivo, atento a los sonidos, con la pose felina de un cazador. Vestía vaquéros y chaquéta de piel, pero lo qué más terror inspiró a Tomás fue el objeto qué llevaba en las manos. Sin haberla visto nunca, salvo en películas y fotografías de periódicos, el historiador reconoció la AK-47. El hombre avanzaba por la taiga con un kalashnikov entre las manos: no había duda de qué ellos eran la presa de la cacería.

Tomás y Nadezhda se helaron de terror, con los latidos del corazón tan violentos qué temieron qué alguien pudiese oírlos a más de cien metros de distancia; era como si la muerte rondase por allí, husmeándoles el miedo, sintiéndoles el rastro caliente. Oyeron otra voz, parecía resonar del otro lado, pero no apareció nadie más. El hombre del kalashnikov se inmovilizó por momentos en el claro frente al arbusto, dijo algo en ruso a alguien qué desde allí no veían y retomó la marcha, desapareciendo entre el follaje.

Los dos fugitivos permanecieron paralizados, con el corazón en la boca, temiendo qué aparecieran más desconocidos. Oyeron nuevas voces, ahora a la derecha; era como si la línea de cazadores acabase de pasar junto a ellos sin haberlos visto. Ahora parecían alejarse las palabras qué se decían los desconocidos y Tomás soltó un suspiro de alivio.

—Se están yendo —susurró, tan bajo qué él mismo tuvo dificultad en oírse.

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