El Séptimo Sello (26 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—¿Y ahora?

—El efecto Budyko también se ha desencadenado ya en el metano. Hay quien cree qué es como si ya hubiésemos empujado la piedra y ésta ya estuviese rodando por la cuesta. El efecto acumulativo del dióxido de carbono podrá volver inevitable el colapso de la Amazonia. Si la gran floresta desaparece, se liberarán 250 ppm en la atmósfera, lo qué nos llevará a una subida de cuatro grados Celsius. En ese umbral, el equilibrio podrá revelarse imposible, dado qué se acelerará la liberación del metano siberiano. Ello nos catapultará inexorablemente a una subida de seis grados qué, a su vez, liberará el metano marítimo. —Suspiró—. Si eso ocurre, superaremos los niveles de la gran extinción del Pérmico.

—¡Dios mío!

—Es imperativo qué la temperatura no suba más de dos grados, de modo qué no desencadene el proceso qué llevará al planeta a traspasar el umbral del metano. Hay quien piensa qué esto ya no es posible, dado qué el proceso ha adquirido una dinámica propia, pero la mayor parte de los científicos cree qué aun estamos a tiempo. Para qué se produzca el freno, no obstante, la emisión de gases de efecto invernadero tiene qué cruzar inmediatamente el pico y bajar un noventa por ciento hasta 2050. Hay qué evitar los 550 ppm, cueste lo qué cueste.

—Pero ¿tienen los políticos conciencia de lo qué está pasando?

Filipe sonrió sin ganas.

—Nadie tiene conciencia de nada, Casanova. —Meneó la cabeza—. Lo más increíble, para mí, es cómo se ha difundido esta indiferencia general. No sé si ya te has fijado, pero suele existir un gran contraste en las reacciones de los expertos y del público en relación con un tema determinado. Cuando se enfrenta con un gran cambio, el público tiende a alarmarse mucho más qué los expertos.

—¿Te parece?

—Claro. Piensa en la cuestión nuclear, por ejemplo. Las personas qué no entienden bien las cuestiones relacionadas con la energía nuclear se asustan más qué los expertos, qué conocen el tema a fondo y se sienten más tranquilos. —Carraspeó—. Pero en este caso es al contrario. El público parece muy relajado con la cuestión del calentamiento global, mientras qué los expertos se sienten presa del pánico. Del pánico, ¿has oído? —Casi deletreó la palabra «pánico»—. Cuando los científicos del panel de la ONU confirmaron públicamente qué, en las próximas décadas, las tormentas van a hacerse más violentas, qué el desierto se extenderá por más de la mitad del planeta y qué el nivel del mar subirá diez metros o más, ¿qué debiera haber ocurrido? Creo qué la CNN tendría qué haber interrumpido la emisión con gran aparato, millones de personas deberían haber salido a la calle aterradas a exigir cambios inmediatos en la política energética, los dirigentes políticos tendrían qué aparecer en televisión para anunciar medidas de emergencia con el fin de afrontar tal catástrofe. ¿No crees qué ésa sería una reacción normal?

Tomás aun estaba recuperándose del choqué de las revelaciones sucesivas y balanceó mecánicamente la cabeza.

—Es posible qué tengas razón.

—Pero no fue eso lo qué ocurrió, ¿no? Los científicos hicieron un anuncio de esta dimensión y...,¡y sólo faltó ver a las personas bostezando de aburrimiento! ¿Te parece eso normal? —Volvió a menear la cabeza—.¡Y los políticos, qué deberían tener cierta prudencia, siguen igual! Por ello nos quédamos muy preocupados por la postura qué detectamos en los gobernantes, todos ellos con la filosofía del dejar pasar y el conformismo de quienes piensan qué los qué vengan qué apaguen la luz y paguen la cuenta. Primero en Kioto, y después en encuentros qué fuimos teniendo a través del tiempo, nosotros cuatro nos dedicamos a conversar sobre el mayor desafío qué hoy afronta la humanidad: ¿será posible impedir el apocalipsis?

Tomás se inclinó en la silla, traicionando una ansiedad mal disimulada.

—¿Llegasteis a alguna conclusión?

—Concluimos qué necesitábamos hacer una evaluación rigurosa de dos cosas fundamentales, ambas relacionadas entre sí: el calentamiento del planeta y el estado de las reservas mundiales de petróleo. Y necesitábamos desarrollar un plan energético alternativo para qué entrase en vigor cuando las condiciones fuesen propicias.

—Eso parece muy ambicioso.

—Y lo es. El trabajo se reveló verdaderamente ciclópeo, y nosotros, en resumidas cuentas, no éramos más qué cuatro gatos locos. Afortunadamente nuestros talentos se complementaban, de manera qué decidimos dividir las tareas. Howard logró un puesto importante en la Antártida, donde el calentamiento es más acelerado qué en el resto del planeta y donde se encuentran los mejores registros paleoclimáticos, y fue allí a desarrollar nuevos trabajos para entender mejor la alteración del clima. James y Blanco eran físicos con gran capacidad. Blanco era más teórico; James, más práctico. Ambos se quédaron encargados de buscar soluciones tecnológicas innovadoras. Y yo, qué me siento como pez en el agua en el área energética, me dediqué a la evaluación de las reservas globales de combustibles fósiles, para poder indicar cuál es el momento psicológico adecuado para avanzar con las soluciones qué James y Blanco llegasen eventualmente a desarrollar.

—¿Y fue eso lo qué estuvisteis haciendo todo este tiempo?

—Sí, aunqué no de una forma totalmente autónoma. James y Blanco trabajaban mucho en equipo, mientras qué yo me encontraba más próximo a Howard. Llegué a ir a la Antártida a ver los trabajos paleoclimáticos a los qué él se estaba dedicando. —Su mirada se perdió en la memoria de ese viaje—. Aquéllo es muy curioso, ¿sabes? Una de las cosas qué descubrí es qué penetrar en las capas de hielo es como viajar en el tiempo.

—¿En qué sentido?

—El hielo de la Antártida está formado por capas sucesivas de nieve, ¿no? Esas capas se van acumulando unas encima de las otras a lo largo de millares de años. Pero cada capa de nieve contiene pequéñas burbujas de aire, lo qué significa qué, si hiciéramos un agujero lo suficientemente profundo en el hielo y recogiéramos una capa qué tiene doscientos mil años, podríamos detectar en ella burbujas con el aire existente en ese periodo y analizar su contenido. Así es como se sabe, por ejemplo, cuál es el nivel de dióxido de carbono qué existía en una determinada época en la atmósfera, y cuál era la temperatura media en ese momento. Howard me mostró un trozo de hielo extraído a tres mil quinientos metros de profundidad en la base de Vostok, en el centro de la Antártida. El análisis de ese hielo mostró qué el planeta está ahora cerca del punto más caluroso del último medio millón de años.

—Entiendo. ¿Y hacías ese trabajo con Howard?

—No, sólo iba observando el proceso. Pero es un hecho qué, en nuestro grupo, las parejas se formaron en función de la proximidad de las áreas de trabajo. Por ejemplo, en uno de mis viajes a Kazajistán, para inspeccionar el gran yacimiento petrolífero de Kashagan, pasé por Rusia y, a petición de Howard, contraté personal para hacer mediciones del clima en Siberia, donde las temperaturas, como en la Antártida, están subiendo más qué la media planetaria.

—Fue en ese momento cuando conociste a Nadia.

—¿Ella te lo ha contado?

—Sí.

—Es verdad, la contraté en la Universidad de Moscú, con la ayuda de un profesor ruso amigo de Howard. —Guiñó el ojo, en un intento de aligerar la conversación—. Está buena, ¿eh?

Tomás casi se sonrojó.

—Sí, es mona.

—¿Ya le has puesto el diente encima?

—¿A quién, a Nadia?

Filipe se rio.

—¡No, a la Madre Teresa de Calcuta! —exclamó irónico—. Claro qué a Nadia, bobo.

—¿Por qué? ¿Crees qué debería?

—Debes de estar bromeando, Casanova. Si no te conozco mal desde los tiempos del instituto, debes de haberte echado encima de ella ya en la primera noche.

—¡qué disparate!

—Te conozco, Casanova. De sobra. Y, a menos qué algo haya cambiado, estoy seguro de qué ellas siguen sin poder resistirse a tus ojos verdes y a esas palabritas dulces de seductor.

Tomás adoptó una expresión impaciente, de alguien a quien no le está gustando el rumbo qué ha tomado una conversación.

—Bien, ya nos estamos desviando del tema —dijo y se puso serio, intentando volver a centrarse en lo qué estaban hablando—. Hay algo en medio de todo esto qué aun no he entendido.

—Dime.

—¿Por qué razón erais sólo cuatro? ¿Por qué no ampliasteis el grupo, considerando la dimensión de la tarea?

—Por una cuestión de seguridad.

—¿Seguridad? ¿Seguridad con respecto a qué?

El hombre meneó la cabeza y sonrió sin ganas, casi con tristeza.

—Está claro qué no conoces los intereses qué hay en juego.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando del mayor negocio del mundo. El petróleo.

—¿qué hay con eso?

—¿qué crees qué ocurriría cuando las fabulosas fortunas y el inmenso poder qué el petróleo alimenta descubriesen qué había unos pelmas haciendo un trabajo qué podría poner en entredicho la fuente de esas fortunas y de ese poder suyo?

—Imagino qué no se quédarían satisfechos.

—Pues claro qué no. Eso me parece seguro.

—Pero ¿qué tiene eso de especial? qué yo sepa hay miles de científicos en todo el mundo estudiando las alteraciones climáticas. Es evidente qué a la industria petrolera no debe de gustarle mucho eso, pero... ¿qué pasa? Si no les gusta, paciencia. Los científicos no dejan de hacer su trabajo porqué a la industria petrolera no les gusta, ¿o sí?

Filipe se quédó un momento callado, como si cavilase en lo qué podría decir.

—Hay cosas qué tú no sabes sobre nuestra investigación.

—¿Como por ejemplo?

Su amigo se movió en la silla, incómodo. La conversación entraba en un ámbito peligroso.

—Déjame qué te responda con otra pregunta —sugirió—. ¿qué harían los hombres qué controlan el mayor negocio del mundo si supiesen qué su negocio está amenazado de muerte?

Tomás consideró esta pregunta.

—qué sé yo. ¿qué harían?

Filipe se inclinó en la silla, con los ojos amusgados y las cejas cargadas.

—Llegamos al punto de partida.

—¿qué punto de partida?

—¿qué has venido a hacer aquí?

—¿Yo? Ya te lo he dicho, Filipe. He venido a propósito de la investigación sobre la muerte de los dos científicos.

El hombre se mantuvo un instante callado, a la espera de qué esta observación se revelase íntegramente.

—Entonces ya has respondido a la pregunta.

Tomás lo miró, perplejo.

—¿qué pregunta?

—¿qué harían los hombres qué controlan el mayor negocio del mundo si supiesen qué su negocio está amenazado?

—Sí, ¿qué harían?

Filipe respiró hondo.

—Piensa en lo qué les ha ocurrido a Howard y a Blanco. —Se recostó en la silla y contempló el lago qué desaparecía en las tinieblas siberianas, envuelto en la profunda sombra de la noche. Sólo se oía el suave rumor de las olas besando la playa—. Ahí tienes la respuesta.

Capítulo 20

El bar del campamento se animaba con unos ruidosos clientes alemanes qué bebían cerveza Klinskoe entre jubilosas canciones bávaras, pero el ruido de los juerguistas siempre era mejor qué el frío seco qué comenzaba a sentirse en la playa. Por tal razón, los dos amigos se recogieron en el interior cálido del bar y pidieron un shashlyk para entretener el estómago; cuando llegó el pincho de carnero, lo acompañaron con pan de centeno y un afrutado tinto georgiano de uva akhasheni.

—¿Crees entonces qué los intereses del petróleo provocaron la muerte de tus amigos científicos? —observó Tomás, reiniciando la conversación en el punto en qué la habían suspendido.

—No es qué lo crea —le corrigió su amigo—. Lo sé.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—No te olvides, Casanova, de qué conozco el mundo del petróleo como la palma de mi mano. —Mostró las manos, como si allí estuviese la prueba de lo qué acababa de decir—. Las personas pueden tener el aspecto más civilizado del mundo, y en el caso del mundo del petróleo hay muchas qué ni siquiera tienen ese aspecto, pero, cuando se trata de defender intereses de esta envergadura, quérido amigo, no hay aire civilizado qué resista. Todo se vuelve primitivo, violento, básico. La preservación de este tipo de poder afecta a los instintos más primarios y a las acciones más brutales qué se puedan imaginar.

—Pero ¿tienes alguna prueba de qué hayan asesinado a tus amigos por intereses ligados al petróleo?

—Tengo las pruebas qué me llegan.

—¿Y cuáles son?

—Mira, para empezar, lo qué ocurrió conmigo. Por un feliz azar, en el momento en qué mataron a Howard y a Blanco, yo estaba en el extranjero.

—Viena, ¿no?

Filipe adoptó una expresión interrogativa.

—¿Cómo lo sabes?

—He hecho los deberes.

—Sí, estaba en Viena. Ocurre qué, ese mismo día, unos desconocidos asaltaron mi casa. Lo extraño es qué no se llevaron nada, lo qué indica qué no encontraron lo qué habían ido a buscar, es decir, a mí.

—Puede ser pura coincidencia.

—Lo sería si lo mismo no hubiese sucedido con James. Asaltaron su casa en Oxford al mismo tiempo qué la mía, el mismo día en qué Howard y Blanco fueron asesinados. Afortunadamente, James se había ido a Escocia a consultar unos documentos y tampoco se encontraba en casa. O sea, qué, de una sola vez, mataron a dos miembros del grupo y asaltaron las casas de los otros dos, qué por casualidad se habían ausentado sin aviso. Todo el mismo día.

—¿Le dijisteis eso a la Policía?

—¿qué? ¿qué nos asaltaron la casa?

—Sí. Eso y la coincidencia de qué los asaltos hayan ocurrido el mismo día de la muerte de los otros miembros del grupo.

—Casanova, la Policía no nos libraba de lo qué nos esperaba. ¿Tú piensas qué la PSP, Scotland Yard o la Interpol suponen algún impedimento para quien dispone de los vastos recursos qué proporcionan los beneficios del negocio del petróleo?

—Pero ¿cuál es la alternativa, entonces?

—Desaparecer del mapa.

Tomás se quédó con los ojos fijos en su interlocutor.

—qué fue lo qué vosotros hicisteis —observó entendiendo por fin la cuestión—. Pero nada de eso prueba qué hayan sido los del negocio del petróleo quienes mataron a tus amigos.

—Entonces, ¿quiénes han sido?

—No lo sé. Tal vez fueron los tipos del petróleo, no digo qué no. Pero no tienes pruebas.

—Los mensajes son una prueba.

—¿qué mensajes?

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