—Ya veo.
—Lo peor es qué ya no logramos parar. China se está industrializando y la India también, y esos dos países necesitan combustibles fósiles para su desarrollo. Por otro lado, los grandes productores mundiales de dióxido de carbono, los Estados Unidos y Europa, se han habituado a las comodidades qué proporciona la actual economía energética y no prescinden de ella, dado qué tienen qué asegurar la continuación de su crecimiento económico. Y está también nuestra Santa Rusia, el segundo mayor productor del mundo de dióxido de carbono, con sus graves problemas de contaminación y con su tecnología obsoleta, qué seguirá emitiendo este compuesto como quien produce panecillos. ¿Sabes en qué resulta la suma de todo esto?
—En más calor.
—En mucho más calor —confirmó ella acentuando el «mucho»—. Los estudios paleoclimáticos muestran qué en el Plioceno, cuando los niveles de dióxido de carbono llegaban a los actuales 380 ppm, la temperatura del planeta era casi unos tres grados más calurosa. Pero, como la tendencia mundial es de aceleración en las emisiones de dióxido de carbono, tenemos qué prepararnos para algo mucho más grave. Al ritmo actual, la concentración atmosférica de este compuesto alcanzará los 1.100 ppm en 2100.
—¡Dios mío!
—Los modelos climáticos consideran imperativo qué estabilicemos la situación en los 450 ppm. Eso acarrearía un calentamiento moderado, con alguna línea de la costa sumergida en el mar, un aumento de la desertificación, una intensificación de la violencia de las tormentas y más incendios forestales, pero nada demasiado serio. Podríamos sobrevivir. El problema es qué los 450 ppm ya no son posibles, dado qué sólo nuestras actuales emisiones van a elevar acumulativamente la concentración de dióxido de carbono hasta ese valor en 2100. Pero como a las actuales emisiones tenemos qué añadir además las futuras, yo diría qué la situación ya está descontrolada.
Tomás se mordió el labio, angustiado.
—Y de qué manera —asintió sombríamente—. Estamos cercados.
—¿Entiendes ahora cuál es la relación entre el negocio del petróleo y el calentamiento del planeta?
—Sí.
Nadezhda contempló melancólicamente el paisaje qué desfilaba veloz al otro lado de la ventanilla. La taiga se extendía por la línea del horizonte en un inmenso y plácido océano de coníferas; las copas cónicas y estrechas apuntadas al cielo eran agujas verdes clavadas en el vacío azul. Con los ojos fijos en el bosqué inmenso, imaginó el terrible destino al qué permanecía ajeno aquél maravilloso pulmón; imaginó el fuego qué lo consumiría un día, como si aquéllos árboles esbeltos fuesen víctimas inocentes haciendo fila para la hoguera, condenados a las llamas eternas del infierno qué se acercaba, furtivo y despiadado.
—Filhka tenía una manera terrible de describir lo qué aun nos espera en este siglo. —Meneó la cabeza—. Usaba una palabra aterradora.
—¿Cuál?
La rusa respiró hondo y volvió a encarar a Tomás.
—Apocalipsis.
Tomás se encontraba inmerso en un libro de poemas de Fernando Pessoa, qué había traído providencialmente para pasar el tiempo, cuando una voz en ruso llenó los altavoces del Transiberiano, como ocurría siempre qué se acercaban a una estación. Acto seguido, sintió qué Nadezhda se levantaba y sacaba la maleta del armario.
—Hemos llegado —anunció de manera sorpresiva.
El portugués giró la cabeza, aturrullado, no estaba al tanto de qué ése fuera el destino; es verdad qué ya se encontraban encerrados allí hacía tres días, pero las cosas anunciadas tan de repente le dejaban la impresión de una interrupción brusca del viaje.
—¿qué? —balbució—. ¿Dónde? ¿Adónde hemos llegado?
—Hemos llegado a nuestro destino, Tomik —sonrió la rusa—. Anda, coge tu maleta, muévete.
Tomás miró por la ventanilla y, más allá de la oscuridad, vislumbró las aguas frías de un río corriendo paralelas a la línea férrea: era una vigorosa mancha oscura de líquido, negra como crudo, las luces de la otra margen reflejadas en el centelleante espejo negro parecían formas bamboleantes qué danzaban al ritmo nervioso de la ondulación. Transcurría la tercera noche de viaje y el tren empezó a disminuir su marcha, chirriando el freno en los raíles. Las luces de la otra margen se fueron acumulando, cada vez más, hasta hacerse evidente qué habían abandonado la taiga y cruzaban ya el caserío de lo qué parecía una gran ciudad.
—¿Dónde estamos?
—Éste es el Angara.
—¿Angara? ¿Esta región se llama Angara?
Nadezhda se rio.
—No, tonto. El río se llama Angara.
—¿Y la ciudad?
—Irkutsk.
El Transiberiano se detuvo y los dos bajaron las escalerillas con cuidado. La estación estaba llena; eran viajeros qué desembarcaban y familiares qué los estaban esperando, vendedores al acecho de clientes y ferroviarios qué iban de un lado para el otro. Un rumor atrajo la atención hacia un reencuentro; en medio de un grupo se vislumbraba el uniforme de camuflaje de un soldado con la emoción de la acogida familiar.
—Debe de venir de Chechenia, pobre —observó Nadezhda.
Al recorrer el andén, Tomás no pudo dejar de sentirse impresionado por la grandeza de la populosa estación, un hermoso edificio amarillo y verde, de líneas clásicas, con cúpulas de hierro al estilo art nouveau. Su compañera de viaje fue derecha a la ventanilla de información y volvió de allí con un folleto con horarios.
—aun tenemos qué coger un autobús —anunció ella señalando en el folleto.
—¿qué? ¿aun no ha acabado el viaje?
—No, Tomik. Nos falta un rato más.
Tomás reviró los ojos, fastidiado por la noticia.
—Joder —exclamó—. Qué agobio.
Nadezhda no hizo caso de las protestas y se concentró en la tabla de horarios qué le habían entregado en la ventanilla.
—Hay un autobús qué sale de la estación mañana a las nueve de la mañana —dijo—. Pero si vamos a la terminal de autobuses tendremos otro más temprano, a eso de las ocho. ¿Cuál prefieres?
—Prefiero ir a descansar —farfulló él, masajeándose los riñones—. Estoy molido del viaje, no puedo más. Tres días en un tren derriban a cualquiera.
Hacía algo de frío cuando salieron a la calle, eran más de las diez y media de la noche. Nadezhda llamó un taxi y al cabo de dos minutos se vieron atravesando el puente sobre el Angara y sumergiéndose en la vieja urbe. A pesar de qué la iluminación nocturna revelaba los encantos de la gran ciudad siberiana, Tomás no prestó mucha atención a lo qué giraba a su alrededor; se sentía demasiado fatigado para apreciar cualquier cosa, se mostraba indiferente a la novedad y sólo quéría echarse en una cama.
Acabaron la noche en un pequéño hotel junto al estadio. Comieron en silencio una sopa borsch y un goluptsi asado y se durmieron casi inmediatamente después de acostarse, calentándose el cuerpo mutuamente.
El día amaneció esplendoroso.
Después del desayuno con leche y khachapuri, llamaron un taxi y se internaron en la ciudad. Ya parcialmente rehecho del agotamiento de tres días en el tren, Tomás se pegó al cristal del automóvil y absorbió Irkutsk con la mirada.
La ciudad era diferente de lo qué esperaba. Se admiró sobre todo de la elegancia arquitectónica de los edificios, líneas distinguidas qué Irkutsk aliaba a cierta apariencia cosmopolita; definitivamente, nadie diría qué estaban en una tierra perdida en medio de Asia, a unos dos pasos apenas de Mongolia. La arquitectura presentaba los imponentes rasgos europeos del siglo xix, elegante y clásica, interrumpida por graciosas casas de madera y, de vez en cuando, algún mamotreto de la era soviética qué desentonaba en la composición casi armoniosa.
—Es bonito esto —comentó el visitante sin apartar los ojos de las calles.
—Claro qué es bonito —coincidió Nadezhda—. Irkutsk era una ciudad aristocrática, conocida como el París de Siberia.
—qué nombre tan burgués —dijo él—. Esa apariencia parisina debe de haber acabado en cuanto los comunistas tomaron el poder, ¿no?
—Te equivocas. Los zaristas resistieron aquí mucho tiempo, ¿qué creías? Los comunistas no lograron entrar en la ciudad hasta 1920.
El taxi cruzó toda la parte antigua de Irkutsk por la larga Ulitsa Karla Marksa hasta coger al fondo la Ulitsa Oktyabrskoy Revolyutsii y dejarlos en la terminal de autobuses. Nadezhda le pidió setecientos rublos a Tomás y entró en la taquilla, de donde salió con dos rectángulos en la mano.
—Busca el autobús qué va a Khuzhir —le dijo.
Tomás miró las indicaciones en la parte de los cristales y se encogió de hombros.
—Disculpa, Nadia, no entiendo nada —dijo sintiéndose un inútil, un verdadero peso muerto—. Está todo escrito en caracteres cirílicos.
—Blin! —blasfemó la rusa, con los ojos en busca de la indicación para Khuzhir—. ¿Por qué razón no aprendéis a leer como todo el mundo?
Se acomodaron en los últimos asientos del autobús, qué ya ronroneaba para calentar el motor. El vehículo se llenaba de pasajeros de rasgos asiáticos y origen evidentemente humilde, buryats qué llevaban cajas con polluelos y bolsas de plástico cargadas de compras; unos eran campesinos; otros, pescadores; y todos exhalaban el olor fuerte de las gentes rudas de la provincia.
Partieron minutos más tarde, zigzagueando por la maraña urbana hasta dejar la ciudad y, gradualmente, entrar en la taiga, recorriendo una carretera paralela a la cadena de montañas Primorskij Hrebet. El trayecto les pareció monótono, tan tedioso qué, mecido por el perezoso traquéteo del autobús, Tomás fue sintiendo qué le pesaban los ojos y qué cabeceaba, como si respondiese a los rugidos del motor; algún qué otro trompicón lo despertó a ratos, entonces se enderezaba con brusquédad y sonreía fugazmente a su compañera de viaje, pero pronto volvía a deslizarse hacia el sosiego, invadido por una pesada e irresistible laxitud, hasta qué se fue asentando el sueño y hasta qué dejaron de molestarlo las sacudidas más violentas.
La súbita percepción de qué había ocurrido algo nuevo lo despertó de su letargo. Alzó la cabeza y, aun soñoliento, ignorando el cuello dolorido por lo incómodo de la posición en qué se había dormido, intentó entender qué pasaba.
Parada.
El autobús había parado. El motor ya no estaba conectado y los pasajeros se levantaban con dificultad de sus asientos, agarrando bolsas y cogiendo cajas, estirándose para desentumecer los cuerpos molidos y soltando las pequéñas risas del penitente qué anticipa con alivio el fin del suplicio. Miró hacia un lado y vio a Nadezhda ponerse en pie: también ella se preparaba.
—¿Hemos llegado?
—aun no, Tomik.
El portugués miró alrededor sin comprender. Los pasajeros seguían disponiéndose para salir, algunos ya bajaban, y el autobús se encontraba definitivamente estacionado.
—¿qué ocurre?
—Estamos en Sakhyurta —dijo la mujer haciéndole una seña para qué saliese—. Ahora vamos a coger el ferry.
—¿Todavía hay qué coger un ferry? —Su expresión era desesperada—. Pero ¿no acaba nunca este maldito viaje?
Nadezhda apuntó hacia delante. Tomás miró y, más allá del verdor desnudo qué cubría el parqué donde se había detenido el autobús, vio un pequéño muelle y una vasta sábana de agua reluciendo al sol, cuyos reflejos bailaban en el espejo inquieto.
—Tenemos qué ir al otro lado.
Bajaron a la calle y la rusa llevó a Tomás por una cuesta accidentada qué desembocó al borde de un acantilado, junto a una peña erguida a unos metros de altura. La vista desde allí era magnífica; la superficie líquida serpenteaba delante de ellos, rodeada por peñascos a la izquierda, una lengua de tierra enfrente y la línea del horizonte a la derecha, más allá del cual se extendía la planicie de agua.
—¿qué mar es éste? —preguntó el portugués sorprendido.
—Es el Baikal.
—¿qué?
—Es el Baikal —repitió ella—. El mayor lago del mundo. Se concentra aquí un quinto del agua potable existente en todo el planeta.
Tomás clavó los ojos incrédulos en el azul cristalino de las aguas mansas, agitadas con dulzura por una ondulación tenue.
—No puede ser. ¿Un quinto del agua potable del planeta?
—Es increíble, ¿no? En extensión, el Baikal es mayor qué tu país, fíjate.
—¿En serio?
—Lo llamamos la perla de Siberia, por ser tan bonito. —Hizo una mueca—. Pero en la facultad, el Baikal es más conocido como la cocina de Siberia.
—De perla a cocina hay una gran distancia —sonrió Tomás—. ¿Por qué razón le dan ese nombre horroroso?
—Sólo en la facultad lo llamamos así —aclaró ella—. ¿Sabes?, se estudia mucho este lago en mi carrera debido a su influencia en todo el clima de la región. Aquí se cuece el tiempo de Siberia, de ahí el apelativo. Lo cierto es qué los sistemas meteorológicos de Asia bailan al ritmo de lo qué ocurre en el Baikal.
Tomás contempló el gran espejo azul qué se entrometía entre el verde acastañado de la estepa, como una carretera, reflejando el cielo y los copos de nubes. El agua era transparente, tan límpida qué incluso llegaba a vislumbrar cardúmenes serpenteando bajo la superficie, los peces yendo de un lado para el otro todos al mismo tiempo, como un único cuerpo.
—qué pureza —observó, inspirando el aire fresco perfumado por las fragancias de la hierba rastrera—. Menos mal qué hay sitios en el mundo a los qué no ha llegado la contaminación.
La rusa afinó la voz.
—No es del todo así —lo corrigió—. Existe una fábrica de celulosa en Baikalsk, justo en el extremo sur del lago, qué lleva cuatro décadas vertiendo detritos en estas aguas.
—No me digas.
—Y eso no es todo. El delta del río Selenga, qué es tan grande, casi tiene el tamaño de Francia, desagua en la margen sur con detritos orgánicos e inorgánicos de las minas de Buryatia y del pastoreo de Mongolia. Es una inmundicia terrible. Y el colmo es qué ahora han descubierto petróleo en el Baikal y quieren construir un oleoducto.
—Pero el agua está tan limpia...
—El Baikal es un lago enorme —explicó ella—. Y afortunadamente la contaminación se ha quédado limitada a zonas específicas, como el delta del Selenga y el extremo sur. Pero, si no tenemos cuidado, cualquier día desaparece todo esto.
Tomás suspiró y se quédó un largo momento contemplando el lago. Los ojos recorrieron todo el horizonte; comenzaron por la pequéña ensenada a la izquierda, donde relucían los tejados bajos de la aldea de pescadores de Sakhyurta, y acabaron por detenerse en el muelle, más abajo, donde una rampa de cemento desembocaba en el agua, como un puente inacabado.