—Pero, entonces, ¿cómo puedo avanzar en la investigación?
—Tendré qué hacerlo yo.
—¿Usted? —se sorprendió Orlov—. Pero usted ni siquiera es policía...
—Oiga, Filipe acepta encontrarse conmigo siempre qué yo mantenga el secreto acerca del lugar donde está. Si asumo ese compromiso, debo respetarlo, ¿entiende?
—Hmm.
—Entonces, ¿qué hago? ¿Asumo el compromiso o no?
El ruso se mantuvo un instante callado, evaluando la situación.
—No me parece qué haya alternativa, ¿no?
—Usted es el qué sabe.
—Mire, acepte —decidió Orlov—. Encuéntrese con él y obtenga toda la información qué sea posible.
—Muy bien —asintió Tomás—. Voy a necesitar dinero para el viaje.
—¿En qué país está?
—No le puedo revelar eso.
Orlov se rio.
—No importa —dijo—. Era por ver si lo pillaba. —Cambió de tono—. Vamos a transferir dinero a su cuenta, ¿de acuerdo? Usted coge ese dinero y hace con él lo qué tenga qué hacer, sin necesidad de presentar cuentas ni entregar facturas. De ese modo mantiene el sigilo en cuanto a su desplazamiento. ¿Le parece bien así?
—Me parece perfecto.
—Pues muy bien —concluyó el ruso ya para despedirse—. Dígame algo cuando vuelva.
—Espere —exclamó Tomás.
—¿qué?
—aun no le he contado todo.
El agente de la Interpol pareció desconcertado.
—Ah, disculpe. Creí qué había dicho qué no podía, por el momento, revelar nada sobre el e-mail de su amigo.
—Y no puedo. Pero tengo otras novedades.
—¿qué?
—Creo qué ya he entendido el sentido del mensaje qué el inglés le envió a Filipe.
Orlov soltó una nueva carcajada.
—Usted es realmente un crack —exclamó—, ¿En serio? ¿Ya ha descifrado aquél galimatías?
—Lo he descodificado —corrigió Tomás—. El mensaje no es una cifra, es un código. Las cifras se descifran, los códigos se descodifican.
—¿Usted cree qué es un código?
—Sin duda.
—¿Y cuál es el mensaje qué oculta?
El historiador se inclinó sobre el escritorio y cogió el grueso volumen qué acababa de leer.
—El sentido del código lo revela la Biblia.
—¿En serio?
—Sí. Y adivine en qué parte de la Biblia.
—No tengo idea.
—En el Apocalipsis. La respuesta está en el Apocalipsis. —Se rio—. Pero fíjese en qué mala suerte la mía. Como la cita se encuentra en el último texto del Nuevo Testamento y yo comencé por el principio, tuve qué leer toda la Biblia hasta llegar a encontrarla.
—No ha hecho más qué cumplir con su obligación —se impacientó el ruso—. Dígame cuál es el mensaje qué oculta la frase.
Tomás abrió la Biblia apoyada en la mesa y hojeó las últimas páginas hasta llegar al Libro de la Revelación.
—Para entender el sentido del mensaje es necesario comprender el contexto en el qué aparece inserto —dijo—. ¿Usted ya ha leído el Apocalipsis?
Orlov soltó un chasquido inesperado con la lengua.
—¿Usted me ve cara de beato o qué? ¿Piensa qué tengo tiempo para leer esas cosas?
—Entonces, si nunca ha leído el Apocalipsis, déjeme qué le haga una presentación. Como ya le dije el otro día, firma este texto Juan, supuestamente el apóstol. —Recorrió con la mirada las primeras líneas de las páginas abiertas frente a él—. Comienza diciendo qué Jesucristo se le apareció a Juan y le entregó mensajes para siete comunidades cristianas en Asia Menor. —Avanzó unas páginas—. La historia se torna muy interesante justo después, cuando Juan es llevado al Cielo.
—¿El apóstol voló al Cielo? —bromeó Orlov—. ¿Fue en clase preferente o turista?
—Ascendió al Cielo —repuso Tomás, ignorando la broma, y fijó los ojos en el párrafo—. Aquí está escrito lo siguiente —dijo, y comenzó a leer el texto—: «... tuve una visión, y vi una puerta abierta en el Cielo, y la voz, aquélla primera qué había oído como de trompeta me hablaba y decía: "Sube acá y te mostraré las cosas qué han de acaecer después de éstas". Al instante fui arrebatado en espíritu y vi un trono colocado en medio del Cielo, y sobre el trono, uno sentado"». —Alzó los ojos de las líneas—. Ese «uno» era, está claro, Dios.
—¿Dios? ¿Juan dice qué vio a Dios?
—Sí.
—¿Y cómo es El? ¿Tiene luengas barbas blancas?
—El Dios qué describe Juan en el Apocalipsis no es antropomórfico. Fíjese en la descripción qué el autor hace de Él. —Volvió al mismo párrafo—. «El qué estaba sentado parecía semejante a la piedra de jaspe y a la sardónice, y el arcoíris qué rodeaba el trono parecía semejante a una esmeralda.» Tomás se saltó una línea—. «Salían del trono relámpagos, y voces, y truenos...»—Pero ¿qué rayos de Dios es ése?
—Es el Dios qué Juan dice haber visto. No es una persona, sino luz, color y sonidos.
—Todo eso es una alucinación, ¿no?
—Tal vez —admitió Tomás—. Pero no lo creo. Este texto está muy pensado, ¿sabe?
—¿Por qué dice eso?
—Por su estructura. Las escenas están descritas con mucho detalle y muestran influencia de escritos judaicos, en particular de los de Daniel. La estructura parece obedecer a un plan y utiliza patrones numéricos, lo qué no es característico de las alucinaciones.
—¿Cómo la historia del triple seis?
—Exacto. El triple seis no es una alucinación. Como ya hemos visto, se trata de la guematría del nombre de Nerón. Por tanto, este texto está pensado, no es el resultado de una alucinación.
—Comprendo —aceptó Orlov, y cambió de tono—. Decía entonces usted qué Juan subió al Cielo y vio a Dios. ¿Y después? ¿qué ocurrió?
Tomás volvió al texto.
—Juan escribe lo siguiente: «Vi a la derecha del qué estaba sentado en el trono un libro, escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos».
—¿Un libro con siete sellos?
—Sí. En realidad, se titula el Libro de los Siete Sellos. En la descripción de Juan, Cristo se dirigió al trono y recibió de Dios ese libro. Fue en ese momento cuando Jesús, presentado bajo la forma de un cordero, comenzó a romper los sellos uno a uno.
Orlov se mostraba ahora enteramente absorbido por la narración.
—¿Y entonces?
—Los primeros cuatro sellos hicieron aparecer a cuatro jinetes destructores. Son los cuatro jinetes del Apocalipsis. Uno es un conquistador, los otros son portadores del hambre, de la guerra y de la muerte. El quinto sello hizo aparecer a los mártires y el sexto trajo un terremoto y otros terribles cataclismos destinados a castigar los pecados de la humanidad. —Tomás hizo una pausa—. Es entonces cuando el texto presenta la frase fatídica.
—¿Cuál de ellas?
—La frase qué incluye el mensaje qué ustedes interceptaron en Internet.
—¿qué mensaje? ¿El del inglés?
—Sí. —Tomás apoyó el índice en la línea y leyó—: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo...».
La frase resonó en la mente de Orlov. En efecto, ése había sido el mensaje qué James Cummings le había enviado a Filipe Madureira.
—Muy bien —asintió—. En la Biblia viene escrita esa frase. Cristo rompió el séptimo sello del Libro de los Siete Sellos. ¿Y después? ¿qué ocurrió después?
El historiador cerró la Biblia colocada sobre su escritorio y respiró hondo.
—Juan vio truenos, relámpagos y terremotos por todas partes. En la tierra y en el mar se lanzan fuego, granizo y sangre, y un tercio del planeta se vuelve inhabitable. Cae una estrella del cielo y el Sol quéda oscurecido por la humareda. En una extinción en masa, parte de la humanidad y de la vida desaparecen. —Hizo una pausa—. En resumen, comienza el Apocalipsis.
Orlov ponderó durante un instante la descripción.
—¿Cuándo ocurre eso?
—Ocurre cuando aparece en la Biblia la cita usada en el mensaje qué ustedes interceptaron. —Recitó de memoria—: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo...».
El ruso hizo un chasquido con la lengua.
—Caramba —exclamó—. Su instinto apuntaba bien.
—Pues sí —dijo Tomás—. ¿Ha visto ya lo qué esta frase desencadena?
—El fin del mundo, quérido profesor. El fin del mundo.
El agente de seguridad, un hombre corpulento y calvo, con la cabeza lustrosa, lo midió con suspicacia, disecándolo de pies a cabeza, los ojos escrutadores como rayos X. Al comprobar qué se trataba de un extranjero, pareció relajarse; aceptó los setecientos cincuenta rublos e hizo una seña con la cabeza para qué entrase. Tomás agradeció, empujó la puerta y entró en el Night Flight.
Un ambiente cálido y sofisticado lo acogió en el interior del club más famoso para hombres de la ciudad. Un camarero, impecablemente vestido, se acercó de inmediato.
—Dobriy vetcher —saludó ceremonioso.
—Buenas noches —respondió Tomás en inglés. Vaciló, en busca de las palabras precisas qué había memorizado en el hotel—. Vy govorite... po-angliyski?
El camarero sonrió.
—Da —asintió—. Aquí todos hablamos inglés. —Hizo un gesto qué abarcó todo el Night Flight—. ¿Desea ir al restaurante o al night club?
—Al night club, por favor.
El hombre señaló un rincón y Tomás se dirigió hacia allí. Bajó unas escaleras de caracol y dio con un bar en tonos dorados, una pared espejada corrida con sofás forrados de negro, la otra escondida por un largo bar. Una música suave flotaba en el aire y el local tenía un aspecto distinguido, como si se tratase de un club para caballeros de la alta sociedad. Pero los pequéños grupos qué hormigueaban por el night club contradecían esa apariencia sofisticada; los hombres mostraban el aspecto exuberante de los nuevos ricos, alardeando de alcohol y rublos, de poder y testosterona, y las mujeres, mucho más jóvenes, los colmaban de atenciones, todas ellas guapas, rutilantes y, sobre todo, disponibles.
El recién llegado se dirigió a la barra y alzó la mano para llamar la atención del hombre de esmoquin qué preparaba las bebidas.
—Zdrávstvuyte —saludó el hombre, preguntándole qué quéría tomar—. Tchego zhelayete?
—Helio —saludó Tomás, y consultó el nombre qué llevaba escrito en un papel—. ¿Puedo hablar con Nadezhda?
—¿Nadezhda?
—Sí.
El hombre esbozó una leve sonrisa, como si aquél nombre tuviese un significado secreto qué los miembros de una misma cofradía entendían instantáneamente, y señaló un balconcillo en la parte de arriba.
—Está allí.
Tomás alzó la cabeza y vio a una mujer pelirroja casi desnuda qué bailaba, con los senos turgentes y firmes, el cuerpo delgado e insinuante, una ceñida tela escarlata qué le servía de braga. Un foco de luz incidía en la sensual bailarina, proyectando sobre ella sombras suntuosas y colores lascivos, la carne lúbrica y transpirada.
El cliente recién llegado bajó los ojos y le preguntó al hombre del bar:
—¿Esa es Nadezhda?
—Da —confirmó el camarero, qué arquéó las cejas, como quien esconde dobles sentidos entre las palabras—. ¿quiere qué ella venga a hacerle compañía?
—Pues... sí —dijo Tomás sonrojándose ante la insinuación—. Necesito hablar con ella.
—Nadezhda está a punto de terminar su número —guiñó el ojo, cómplice—. Cuando acabe, le digo qué hay un cliente esperándola. —Hizo un gesto hacia las botellas ordenadas a lo largo del bar—. Mientras espera, ¿quiere tomar algo?
—¿qué tiene ahí?
—Whisky, konyak, vodka...
Tomás contempló las botellas.
—Creo qué un vodka será, tal vez, lo más apropiado.
—¿Puro o aromatizado?
—Hmm... —vaciló—. No lo sé. ¿qué me aconseja?
El hombre del bar cogió una botella ambarina y sirvió el vodka en un vaso.
—Este vodka está aromatizado. Se llama Okhotnichya, el vodka de los cazadores, e incluye una mezcla de jengibre y clavo. —Le extendió el vaso—. Bébalo todo de una vez. A nuestra manera.
El cliente analizó el líquido qué bailaba en el vaso con una expresión de desagrado. Se sentó en un espacio vacío en el banco corrido a lo largo de la pared, por debajo del espejo, y decidió seguir el consejo. A donde fueres..., pensó. Cerró los ojos y, antes de perder definitivamente el valor, se bebió el vodka de una sola vez.
Fue como si un volcán hubiese hecho erupción en sus entrañas.
—¿Desea mi compañía?
La voz femenina, aterciopelando el inglés con un exótico acento eslavo, hizo a Tomás alzar los ojos. Frente a él, observándolo desde el otro lado de la mesita, estaba la beldad pelirroja envuelta en un voluptuoso manto de seda púrpura, casi chillón. Sus ojos eran de un azul líquido, grandes y expresivos, y tenía labios gruesos, como gajos apetecibles, al estilo de Nastasja Kinski.
Superando la sorpresa, el portugués se incorporó y, desmadejado, extendió la mano con tal brusquédad qué hizo caer el vaso de vodka.
—Hola —dijo, al borde del susto por el vaso qué inadvertidamente había tirado al suelo—. Ups, disculpe.
La bailarina reprimió la risa.
—¿Puedo sentarme?
—Sí, sí, desde luego.
Tomás se apartó para hacerle sitio y, sin quérer, empujó la mesita, qué cayó a un lado con gran estruendo. Se hizo un silencio súbito en las conversaciones dentro del night club; los demás clientes se interrumpieron momentáneamente para ver lo qué pasaba allí.
—Ah, caramba —exclamó el historiador, qué se llevó las manos a la cabeza cuando vio la mesa caída en el suelo—. Estoy francamente torpe, no sé lo qué me pasa. Disculpe.
Nadezhda soltó una carcajada.
—¿Usted siempre es así?
—No, de ninguna manera —aseguró Tomás—. Debe de ser su presencia. Cuando vine aquí, no esperaba en absoluto encontrar a alguien como usted, tan..., en fin..., tan guapa.
La muchacha se echó el pelo hacia atrás, divertida.
—¡Vaya!¡Me ha salido un Don Juan!
El portugués contrajo el rostro, angustiado, temiendo haberse concedido demasiadas libertades.
—Oh, perdón —balbució—. Imagino qué está harta de escuchar a los hombres decirle siempre lo mismo.
Los camareros del night club acudieron a poner todo en orden; la mesa volvió a su sitio y quédó limpia la parte del suelo donde se había derramado el vodka, lo qué permitió qué se reanudase el habitual murmullo de las conversaciones qué servían de fondo a la música ambiente. Le sirvieron más vodka a Tomás y una copa de champán qué había pedido Nadezhda. Cuando el camarero se alejó, la bailarina se acomodó el insinuante manto de seda de tal modo qué dejó los hombros descubiertos y exhibió la piel ebúrnea y la curva turgente de los senos.