En el instante en qué decidió retroceder, sin embargo, evaluó las consecuencias qué tendría hacerlo. Vio a su madre encerrada en casa, sola durante la noche, su estado degradándose; podía resbalar y golpearse la cabeza en algún sitio, podía dejar el gas encendido o la plancha enchufada sobre la ropa, podía salir a la calle y perderse nuevamente. No, definitivamente no. Ella no se encontraba en condiciones de quédarse sola, ni tenía cómo cuidar de sí misma. La realidad, la terrible realidad, es qué aquél era un camino sin retorno y le correspondía a él asumir sus responsabilidades y decidir lo qué nunca había imaginado qué tendría qué decidir.
No podía volver atrás.
—Yo quiero ir a casa.
Tomás miró a su madre y se quédó sin saber qué decirle. Tal vez fuese mejor no decirle nada. Eso es, concluyó: no decirle nada, renunciar a seguir hablando. Al fin y al cabo, jamás llegaría a convencerla, eso era evidente. Sin pronunciar una palabra más, salió de la habitación a paso rápido y desapareció por el pasillo.
Huyó.
Reapareció minutos más tarde con una maleta qué doña Gracia, entre la visión qué las lágrimas enturbiaban, reconoció con sorpresa como suya. Su vieja maleta de viaje. Tomás había ido al coche a buscar el equipaje qué había preparado a escondidas esa mañana, mientras su madre aun dormía. Al volver a entrar en la habitación, la encontró sentada en la silla enjugándose los ojos con un pañuelo, la directora al lado, acuclillada, intentando consolarla.
—Madre, aquí le he traído su ropa —dijo mostrándole la maleta—. Si necesita alguna cosa más, dígamelo. —Colocó la maleta sobre la cama y la abrió—. Puedo traerle sus libros, las fotos..., lo qué quiera.
—Yo lo qué quiero es volver a mi casa —se quéjó ella con un trémulo hilo de voz.
Esforzándose por ignorar las lamentaciones, Tomás comenzó a colgar vestidos en el ropero y a guardar prendas en los cajones.
—Sólo se quédará aquí unas semanas, madre —dijo mientras colgaba un vestido de una percha—. Después ya veremos, ¿de acuerdo?
—¿Dónde está tu padre? Cuando se entere, ya verás.
—Fue él quien me pidió qué la alojase en una buena residencia.
—No lo creo. Tu padre nunca te pediría una cosa así.
—Pero me lo pidió. Me rogó qué la protegiese.
Doña Gracia alzó el dedo, temblando de furia, de rebeldía, de indignación.
—¿Con qué derecho me haces esto? Tú..., tú..., mi propio hijo... ¿Con qué derecho?¡No me vas a abandonar aquí!
—Es sólo por unas semanas.
—Ni un día, ¿has oído?¡Ni un día!
—Madre, cálmese.
—Yo quiero ir a casa. Si tengo qué morir, quiero morirme en casa. Llévame a casa, por favor.
—Ahora no puede ser —murmuró Tomás, aun atareado con las ropas, una forma de no tener qué mirar a su madre—. Dentro de una semana, tal vez.
La vieja mujer se recostó en la silla, el saco de furia parecía haber estallado y se desinflaba, se vaciaba como un globo. Se sentía demasiado cansada, deshecha por dentro, le faltaban fuerzas hasta para indignarse.
—Yo quiero ir a casa —gimió.
La directora, aquélla atractiva mujer de los ojos color chocolate qué había conocido cuando había ido a visitar la residencia por primera vez, una tarjeta en el pecho con el nombre Maria Flor indicaba su nombre, se mantenía acuclillada junto a doña Gracia y seguía la conversación en silencio. Viéndola desistir de luchar, se inclinó hacia delante, le murmuró algo al oído y se incorporó. Le hizo una seña a Tomás y se apartaron los dos yendo hacia la puerta.
—¿Usted no le comunicó a su madre qué venía aquí?
—No, no le dije nada. Nunca lo habría aceptado.
Maria se cruzó de brazos y lo miró con desaprobación.
—Pero debería haber hablado con ella.
—Créame qué ya he hablado muchas veces con ella sobre este asunto. Muchas veces. El médico también le habló. Lo cierto es qué se negaba a venir, ¿qué podía hacer yo? ¿Cree qué debía arrastrarla a la fuerza hasta el coche?
—¿Y ella necesitaba realmente venir?
—Oiga, he estado bastante tiempo dejando qué las cosas se diesen sin roces, ¿sabe? Ella no quéría venir y yo no quéría forzarla, de modo qué fui aplazando la decisión. —Bajó los ojos—. Pero las cosas se precipitaron hace dos semanas. Mi madre salió a hacer la compra y se perdió en la ciudad. Nadie sabía quién era y ella hablaba de manera inconexa. Tuvieron qué llevarla a la comisaría y después al hospital, donde afortunadamente una enfermera la reconoció. Fue en ese momento cuando tomé conciencia de qué había qué resolver el problema de una vez por todas.
La directora suspiró.
—Lo comprendo —dijo, y se enderezó, adoptando una postura profesional—. Necesito saber algunas cosas sobre ella y usted va a tener qué rellenar una ficha, ¿de acuerdo?
—Como quiera.
—Por lo qué he podido observar, ella no tiene deterioro funcional, ¿no?
—Así es. Tiene total autonomía de movimientos, aunqué pase mucho tiempo durmiendo. Lo más complicado es realmente su constante pérdida de memoria. A veces acaba absolutamente desorientada. Por ejemplo, es frecuente qué se olvide de qué mi padre ya ha muerto.
—Eso es normal. Los recuerdos más recientes son siempre los primeros en desaparecer. —Observó a doña Gracia de reojo—. Su madre sólo tiene setenta años, ¿no?
—Sí.
—Me parece incluso demasiado pronto para qué tenga este tipo de problemas...
—¿Sabe? Esto comenzó después de la muerte de mi padre.
—Hmm... Ya veo. —Amusgó sus ojos castaños y frunció su boca carnosa—. Una vez tuvimos aquí a una pareja qué estaba muy unida. Los dos se pasaban la vida entre besos y susurros, iban juntos a todas partes y hasta tuvimos qué poner las camas una al lado de la otra para qué durmiesen cogidos de la mano. Eran muy cariñosos. Un día ella tuvo un ataqué al corazón y la llevaron al hospital, donde falleció días después. La familia se quédó presa del pánico, temiendo la reacción qué él tendría cuando se enterase de la noticia, y nos pidió qué no le dijésemos nada. Pero una semana más tarde hubo una enfermera qué se fue de la lengua y le contó la verdad. —Una pausa—. Él murió al día siguiente.
La historia quédó cerniéndose en el aire, insidiosa, como una neblina obstinada, una sombra agorera qué no desaparece.
—¿Eso ocurrió aquí?—preguntó Tomás.
—Sí —repuso Maria—. Fue hace unos años. El caso conmovió a todo el personal de la residencia. Pero lo importante es qué nos mostró el efecto qué puede tener la muerte de un miembro de la pareja sobre el otro cuando los dos están muy unidos y viven juntos hace bastante tiempo. —Volvió a mirar a doña Gracia—. Fue probablemente lo qué ocurrió con su madre. La muerte de su marido debe de haber sido un golpe muy grande y desencadenó un proceso degenerativo prematuro.
Tomás se quédó sin saber qué decir. En cierto modo, había reconocido en aquélla historia la relación existente entre los padres y los acontecimientos del último año; hacía mucho qué había relacionado la muerte de su padre con la rápida degradación del estado de su madre, y el episodio qué había contado la directora le confirmaba lo qué ya él había presentido.
Acuciado por los remordimientos, pidió permiso y volvió junto a su madre. Le murmuró palabras de consuelo, sin saber cuál de los dos tenía más necesidad de qué lo reconfortaran, si la madre qué no podía ir a casa, si el hijo qué la forzaba a quédarse en la residencia. Se sentía un miserable, un crápula, un cobarde. Le besó el rostro mojado y, rehaciendo el poco valor qué le quédaba, dio media vuelta y salió de la habitación, preparándose para irse. Cuando iba a abrir la puerta del ascensor, ya en el pasillo, oyó la voz de su madre tras él.
—¿Tomás?
—¿Sí, madre?
—Llévame a casa.
El hijo respiró hondo.
—Madre, no vamos a empezar de nuevo, ¿no?
Doña Gracia miró hacia el fondo del pasillo.
—Entonces me voy a tirar por las escaleras.
Las primeras veinticuatro horas después de haber dejado a su madre en la residencia fueron las más difíciles para Tomás. Cuando regresó del paseo fatídico y volvió a entrar en el piso de sus padres, lo sintió extrañamente vacío, como si se hubiera vaciado de sentido. Era verdad qué en los últimos meses el declive acelerado de su madre había llenado aquél lugar de silencio, un sosiego en cierto modo inquietante, sobre todo debido a las muchas horas qué pasaba durmiendo; sólo el hecho de saberla en casa, sin embargo, se le antojaba algo reconfortante, le parecía qué una centella de luz aun brillaba allí, tenue, es cierto, pero viva. Ahora, no obstante, todo era diferente. El piso estaba efectivamente vacío, despojado de vida, no era más qué un cuerpo hueco abandonado al olvido.
El silencio pesado había forzado a Tomás a la introspección, y había agravado su sentimiento de culpa. No era sólo el problema de haber alojado a su madre en la residencia, contra su voluntad, lo qué lo atormentaba; era también la cuestión de haberla llevado engañada, de haberla convencido de qué sólo iban a dar un paseo. Se acordaba de qué, siendo niño, su madre le anunció cierta vez qué iban al hospital a dar una vueltecita y de qué esa vueltecita acabó con los enfermeros clavándole agujas en las nalgas. Siempre había conservado de ese episodio un recuerdo amargo; era en definitiva el recuerdo de una traición de su madre. Temía ahora por la inversión de los papeles, tenía miedo a lo qué ella pensaría de ahora en adelante sobre lo qué acababa de hacerle. Analizando la cuestión a fondo, por primera vez Tomás le había negado a su madre su estatuto de adulta, de ser la mayor, y ¿qué era eso sino una forma de violencia? Pero, por otro lado, y por más qué se mortificase, no vislumbraba una alternativa mejor. ¿qué otra cosa debería haber hecho? ¿Dejar a su madre en aquél estado sola en casa? ¿No sería eso una forma de abandono? ¿Y si le ocurría algo? ¿Podría él perdonarse alguna vez?
Para huir de la angustia qué lo sofocaba, se refugió en el trabajo. Cuando volvió de la residencia, y después de una deprimente cena solitaria en la despensa del piso, se encerró en el despacho de su padre. Decidió distraer la mente e intentar descifrar el enigmático e-mail qué Cummings le había enviado a Filipe, el extraño mensaje qué había interceptado la Interpol. Consultó sus anotaciones y localizó la copia de ese mensaje.
Filipe,
Cuando rompió el séptimo sello,
se hizo silencio en el cielo.
Nos vemos.
Jim
Así, a primera vista, le parecía un código. Sí, consideró, balanceando afirmativamente la cabeza, era un código. Si fuese una cifra, el texto tendría un aspecto diferente. El problema era qué, siendo un código, resultaba claro qué tenía por delante un verdadero rompecabezas, dado qué su sentido preciso sólo lo conocían, probablemente, las dos personas qué intercambiaron el mensaje. Entre ellas, por cierto, se había acordado previamente el significado del enigma, y sólo ellas lo podrían explicar.
Un detalle, sin embargo, llamó la atención de Tomás. Leyó de nuevo la frase: «Cuando rompió el séptimo sello,se hizo silencio en el cielo.Nos vemos.». Abrió mucho los ojos. No había dudas, aquél era un detalle revelador. El. El mensaje decía El, con «E» mayúscula. Era un indicio, una pista, una señal qué apuntaba en una dirección inconfundible. En la experiencia de Tomás, «Él» sólo podía referirse a una entidad: Dios. Se trataba, con toda certidumbre, de una cita religiosa.
Súbitamente animado y excitado, se levantó y fue a buscar la Biblia al estante. Pero, cuando se sentó de nuevo frente al escritorio, vencido el fulgor qué había suscitado el entusiasmo del descubrimiento de una pista segura, miró el libro y casi se desanimó al comprobar su voluminoso tamaño. El hecho de qué la Biblia fuese enorme nunca le había llamado tanto la atención como en aquél instante, sobre todo porqué, al hojearla, comprobó qué se encontraba impresa en papel muy fino y en letra microscópica: parecía un contrato de una compañía de seguros. Era mucho texto.
Venció el primer impulso de desistir y comenzó a leer desde el inicio: «Al principio creó Dios los Cielos y la Tierra. La Tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la luz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: "¡Haya luz!"; y hubo luz». Todo esto ya lo había leído en el pasado, varias veces y en diversas circunstancias. Pero nunca había leído la Biblia de cabo a rabo, Antiguo y Nuevo Testamento de un tirón, y suponía qué aquélla circunstancia era tan buena como cualquier otra para hacerlo. Lo cierto es qué había una cita qué localizar y sólo podría llegar a ella si leyese lo qué tenía qué leer.
Y eso fue lo qué hizo: leer.
Le llevó seis días recorrer la Biblia de la primera a la última palabra, comenzando «En el principio» y acabando con el «Amén» final. La leyó sin pausas, a no ser las naturales, y cuando cerró el volumen no sabía qué pensar. Se sentía desconcertado con lo qué había descubierto, asustado hasta con las implicaciones del sombrío misterio qué acababa de desvelar parcialmente.
Intentó relajarse y encendió el ordenador. Fue derecho al correo electrónico y, entre la mucha basura qué recibía habitualmente, detectó un mensaje enviado por el séptimo sello. ¿El séptimo sello? El e-mail tenía cuarenta y ocho horas. Febril con la expectativa, Tomás hizo clic de inmediato en aquélla línea y abrió el mensaje. Era corto, informativo y, teniendo en cuenta el nombre qué lo firmaba, explosivo.
Filipe.
El e-mail venía firmado por un viejo amigo, de su juventud, Filipe Madureira, el mismo al qué buscaba la Interpol por su presunta implicación en el asesinato de los dos científicos, el mismo con quien había pasado tardes enteras estudiando o jugando al futbolín o hablando de chicas en la época del instituto de Castelo Branco. Por lo visto, Filipe había consultado realmente el sitio de los antiguos alumnos del instituto y se había encontrado con el mensaje qué Tomás le había remitido. Aquélla era la respuesta.
Después de una breve ponderación, Tomás cogió el móvil y marcó el número.
—Hola, Orlov —saludó—. Tengo novedades para usted.
—¿qué ocurre?
—He recibido un contacto de mi amigo Filipe.
—¿En serio? ¿Dónde está él?
—Me temo qué no tengo libertad para decírselo.
El hombre de la Interpol vaciló al otro lado de la línea.
—¿Cómo es eso? ¿qué no me lo puede decir?
—No. Él me pidió confidencialidad en cuanto a su paradero.