—Usted es extranjero, ya lo he notado —constató Nadezhda—. ¿Está en Moscú en viaje de negocios?
—Bien..., en cierto modo, sí.
La rusa lo evaluó con una mirada apreciativa.
—En ese caso, es un hombre de negocios. —Alzó la ceja delicadamente recortada e intentó atinar con la actividad de Tomás—. ¿Petróleo? ¿Banca? ¿Importación—exportación?
Tomás se rio con ganas.
—No, nada de eso. Soy historiador.
Nadezhda lo miró con sus ojos azules desorbitados, genuinamente sorprendida.
—¿Historiador? Pero ¿qué negocios traen a un historiador a Moscú?
—He venido en busca de una persona.
La rusa se expandió en una sonrisa lánguida y en una mirada provocadora, semejante a una gata.
—Espero qué esa persona sea yo —musitó.
—No, no es de usted.
—qué pena...
Tomás la apuntó con el dedo.
—Pero tengo la esperanza de llegar a esa persona a través de usted.
Nadezhda se irguió, súbitamente desconfiada.
—¿qué quiere decir con eso?
—Mi nombre es Tomás Noronha y he venido de Lisboa para encontrarme con un amigo. Ese amigo me dijo qué viniese a verla.
La bailarina amusgó los ojos, intentando medir lo qué le decía Tomas.
—¿Ha venido de Lisboa?
—Sí.
—¿Y cómo se llama su amigo?
—Filipe Madureira. El me mandó un e-mail en el qué me decía qué viniese aquí, al night club del Night Flight, en Moscú, y preguntase por usted.
Nadezhda sonrió, más tranquila.
—Ah, entonces usted es el amigo de Filhka —reconoció, identificando a Filipe por el diminutivo en ruso—. ¿Por qué no lo dijo desde el comienzo?
—Bien, creo qué lo dije a la primera oportunidad qué me dio.
La rusa lo observó atentamente de nuevo.
—Hmm... Filhka no me había dicho qué usted era tan interesante.
Tomás se ruborizó.
—Ah, gracias.
Ella se inclinó y le pasó la mano por el traje oscuro, como si lo acariciase.
—Y ha venido muy elegante. Pensé qué era un cliente, fíjese.
—En cierto modo lo soy, ¿no es verdad? —Miró a su alrededor—. Esta noche soy un cliente del Night Flight.
—Sí, pero pensé qué sería un cliente como los demás. —Señaló la mesa de al lado—. Como ésos. Mire: ¿está viendo a ese tipo?
Tomás se volvió y vio a un hombre sentado a tres metros de distancia; era un individuo corpulento, con el pelo rubio cortado a cepillo y un elegante traje italiano, conversando con tres mujeres más jóvenes y muy guapas, de una exuberancia casi deslumbrante.
—Sí, ¿qué pasa con él?
Nadezhda bajó la voz.
—Ese es Igor Beskhlebov. —Miró a su alrededor para asegurarse de qué nadie la escuchaba—. Es solntsevskie.
—¿qué es eso?
—Mafia —aclaró ella.
—¿Mafia? ¿Es un mafioso?
—Droga y prostitución —aclaró la bailarina—. Esas chicas trabajan para él.
El portugués las contempló, fascinado. Dos eran rubias, muy altas, y la tercera parecía una exótica mezcla euroasiática, con los ojos verdes almendrados y el pelo negro reluciente y muy fino; todas llevaban vestidos ceñidos y generosamente escotados, insinuando la curva de los cuerpos y, por encima de todo, su disponibilidad.
—¿Cómo lo sabe?
Nadezhda se encogió de hombros.
—Ocurre qué en un tiempo yo también trabajé para él.
—¿Usted?
—Sí, claro —dijo la rusa con gesto indiferente—. Aquí todas trabajan para alguien. —Se levantó e hizo una seña con la cabeza para qué la siguiese—. Venga.
—¿Yo? ¿Adónde vamos?
—Usted es el amigo de Filhka, ¿no?
—Sí.
—Si es su amigo, no necesito saber nada más. Además, hoy está de suerte.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Porqué me cae bien. —Lo llamó chascando los dedos, como si Tomás fuese su animal de compañía—. Venga.
El portugués se incorporó, pero parecía vacilante.
—¿Adónde vamos?
—A hacerlo gratis con usted.
El golpe ligero en la puerta, un toc toc tan suave qué se llegó a confundir con los sonidos del sueño, despertó a Tomás de su lánguido sopor. aun con los ojos cerrados extendió el brazo y palpó la cama, qué descubrió vacía. Alzó la cabeza, medio atontado de sueño, y entreabrió un párpado, intentando vislumbrar dónde estaba, qué hora era, si realmente había alguien tras la puerta, si ese sonido qué había creído oír había formado a fin de cuentas parte de su sueño. Oyó un ruido y sintió movimiento en la habitación y, en ese instante, como si alguien hubiera encendido la luz y se aclarase todo de repente, se acordó.
Nadezhda.
La rusa salió del cuarto de baño aun arreglándose el pelo y sonrió al verlo despierto.
—Dobroye utro —saludó con un tono jovial.
—Buenos días.
Ella se acercó e, inclinándose sobre Tomás, lo besó con sus labios cálidos y aterciopelados.
—¿Cómo ha dormido mi semental portugués? ¿Bien?
—Muy bien. ¿Y tú?
Nadezhda hizo una mueca de dolor.
—aun estoy recuperándome de la noche qué me has dado. —Guiñó uno de sus ojos azules—. Blin, hasta me cuesta andar.
Toc toc toc.
Tomás volvió la cabeza hacia la puerta. En definitiva no había soñado, habían estado llamando.
—¿quién será a esta hora?
La rusa se dirigió a la puerta, la abrió e intercambió algunas palabras con un bulto qué, desde la cama, Tomás no logró distinguir. La puerta se abrió entonces por completo, se oyó el tintineo de cubiertos y de platos y un camarero empujó una mesilla con ruedas hasta el interior de la habitación, exhibiendo dos bandejas con platos tapados, una jarra con zumo de naranja, una tetera humeante y una cesta con pan oscuro.
—He pedido el desayuno en la habitación —explicó ella, guardando en el bolso un sobre qué le había entregado el recadero.
El camarero dispuso la comida sobre la mesa de la habitación y se retiró de inmediato. Tomás se puso el albornoz del hotel y se sentó a la mesa, contemplando la comida.
—Tengo un hambre de lobo —anunció, e hizo un gesto apuntando a los platos—. ¿qué es esto?
Nadezhda cogió una empanadilla frita.
—Éstos son pirozhki salados. Están rellenos de carne y repollo o quéso.
El portugués señaló enseguida algo parecido a la loncha de una albóndiga.
—¿Y esto?
—Kulebyaka. Es una masa con salmón, huevo, arroz y champiñones. —Destapó un cestito con pasteles dulces—. Pero, si eres goloso, tal vez prefieras los vatrushkis de quéso o los vareniki con fruta. —Mordió el pirozhki qué tenía entre los dedos—. Pruébalo, es bueno.
Tomás comenzó a comer, con la duda invadiéndole el espíritu, en algún sitio entre la incertidumbre y la curiosidad. No conocía la cocina rusa ni por su reputación, por lo qué todo constituía una novedad para él. Después de los primeros mordiscos no le pareció mal, pero no sabía si ello se debía a la calidad de los platos o al hambre qué se agudizaba siempre qué iba al extranjero.
—Nadezhda —dijo él, a vueltas con una loncha de kulebyaka—, explícame, por favor...
—Nadia —interrumpió la rusa.
Tomás la encaró, desconcertado.
—¿No te llamas Nadezhda?
—Claro qué sí. Pero es un nombre muy grande y formal, ¿no te parece? En ruso, las Nadezhda son Nadia.
—¿Ah, sí? ¿Y Tomás?
—¿Tomasz? Puede ser Tomik.
—Hmm... Me gusta.
—Nadia y Tomik.
Se rieron los dos. A Tomás aquéllo le sonaba un poco a Bonnie and Clyde, pero no le importó. Contempló a Nadezhda y casi se derritió con su belleza felina; tenía aquélla mezcla de calidez y frío qué caracterizaba a las beldades eslavas, simultáneamente distantes y familiares. Lo cierto, sin embargo, es qué no sabía nada de ella, a no ser qué era bailarina en el mayor night club de Moscú y, lo más importante, el único nexo posible con Filipe.
—Nadia —retomó Tomás—, explícame, por favor, cómo puedo llegar a mi amigo Filipe. El ha hablado contigo, ¿no?
—Sí, Filhka me avisó qué alguien me contactaría en el Night Flight.
—¿Y ahora? ¿Cómo llego a él?
Nadezhda cogió el bolso y sacó el sobre qué había guardado un momento antes.
—A través de esto —dijo ella, agitando el mensaje—. Mandé al recadero de compras mientras dormías.
—¿qué es eso?
La rusa meneó la cabeza.
—Disculpa, Tomik, no te lo puedo decir ahora. Son órdenes de Filhka.
Tomás observó el sobre, intrigado.
—¿qué tiene eso de tan especial?
—Es algo qué, en cierto modo, revela el actual paradero de Filhka. Sólo podrás saberlo en el momento preciso.
—Pero ¿por qué tanto misterio?
—Porqué el paradero de Filhka es secreto.
—Pero ¿por qué? —insistió.
—Eso tendrá qué explicártelo él. —Volvió a guardar el sobre en el bolso e hizo un gesto con la cabeza apuntando a la maleta de Tomás, abierta en el suelo—. Después de comer tienes qué preparar tu maleta.
—¿Adónde vamos?
—Vamos a abandonar este hotel.
Cuando salieron a la calle a última hora de la mañana, el check out concluido, Nadezhda le explicó qué aun disponían de casi toda la tarde y podían ir a pasear para matar el tiempo. La maleta de Tomás tenía ruedecitas y se podía llevar a rastras, por lo qué el historiador no vaciló en aprovechar la oportunidad.
—¿Puedo ir a ver el Kremlin?
Fueron a coger el metro en la estación más próxima, la Belorusskaya, y Tomás se quédó boquiabierto cuando bajó la escalinata. Jamás había visto tanto lujo en una línea de metro, parecía estar en un palacete subterráneo, con las paredes ricamente trabajadas, como un monumento barroco, y el vestíbulo central cubierto de mosaicos qué mostraban escenas rurales. Compraron los billetes en una máquina automática y recorrieron los largos pasillos abiertos en arco, vastos y elegantes, iluminados por la claridad verduzca de la luz de las farolas.
—¿Éste es vuestro metro?
—Sí. Es bonito, ¿no?
Tomás se rio.
—Parece un hotel de cinco estrellas.
—Mi estación favorita es la Park Kultury —dijo ella—. Tiene medallones de mármol en bajorrelieve con figuras patinando, leyendo o danzando. Es espectacular. —Señaló el suelo—. Fíjate en esto.
El portugués observó el suelo qué pisaban.
—Sí. Son baldosas.
—Imitan una alfombra típica de Bielorrusia. Por eso esta estación se llama Belorusskaya.
Completaron el trayecto en unos diez minutos, se bajaron en la estación de Borovitskaya y asomaron a la calle en pleno centro de la ciudad.
Rodearon las grandes murallas frente a la calle hasta abrirse el espacio en una enorme plaza qué Tomás reconoció instantáneamente por las fotografías qué había visto.
—Ésta es la Krasnaya Ploschad —anunció Nadezhda.
—Oh —exclamó él, sorprendido—. Creí qué era la Plaza Roja.
La rusa lo miró con expresión burlona.
—Lo es —exclamó—. La Krasnaya Ploschad es la Plaza Roja.
—Ah, ya me parecía. Pero ¿por qué la siguen llamando Plaza Roja? Si el comunismo ya acabó, ¿no sería lógico cambiarle el nombre?
—El nombre no tiene nada qué ver con el comunismo.
—¿No? Esta es la Plaza Roja y, qué yo sepa, el color del comunismo es el rojo.
—Es una coincidencia, Tomik —explicó ella—. La plaza se llama Krasnaya Ploschad desde el tiempo de los zares. Krasnaya viene de krasnyy, una palabra qué originalmente significaba «bonito» y después empezó a designar también el color «rojo».
Los ojos de Tomás se quédaron prendados del majestuoso monumento qué se alzaba al otro lado de la plaza, exactamente como lo mostraban las innumerables fotografías. Era un edificio grandioso, dominado por hermosas torres con cúpulas en forma de bulbo, pintadas de varios colores; parecía un palacio de las mil y una noches, un juguete de tamaño gigante. No había engaño posible, aquél era el ex libris de Moscú.
—Caramba —exclamó, casi embelesado por la magnificencia de la arquitectura de cuento de hadas—. El Kremlin.
Nadezhda soltó una carcajada.
—No, Tomik. Ése no es el Kremlin.
—¿Cómo?
—Es la catedral de San Basilio.
—Pero..., pero siempre he oído decir qué ése era el Kremlin...
—Todos los turistas se confunden, no hagas caso. —Señaló las murallas a la derecha, qué habían rodeado desde la salida del metro—. Esto sí es el Kremlin.
Tomás observó las murallas color teja, primero sorprendido, después desconfiado.
—Nadia, me estás soltando una trola.
—Juro qué esto es el Kremlin. —Señaló una estructura frente a las murallas—. Allí enfrente, ¿lo ves? Aquél es el mausoleo de Lenin, adonde iban Stalin, Breznev y toda esa gente cuando había grandes marchas militares aquí en la Plaza Roja. Detrás de las murallas está el Kremlin.
—No puede ser.
—En serio. Kremlin viene de kreml, qué quiere decir «fortaleza». Éstas son las murallas de la fortaleza qué el zar mandó construir aquí. —Señaló los edificios más allá de las murallas—. El Kremlin es un complejo administrativo qué incluye palacetes, jardines y hasta iglesias. —Apuntó a unas cúpulas doradas qué relucían a la distancia—. ¿Ves aquéllo? Son las cúpulas de la catedral de la Asunción, construida exactamente en medio del complejo.
Decepcionado, Tomás ya no quiso visitar el Kremlin. Prefirió arrastrar la maleta hasta la espectacular catedral de San Basilio, qué siempre había confundido con el Kremlin, y se quédó contemplándola, maravillado. Para él, el Kremlin sería siempre aquél hermosísimo monumento, dijeran lo qué dijesen. Recorrieron las capillas del interior una a una, pero los encantos de la catedral no consiguieron aplacarles el hambre. Cerca de las tres de la tarde, ya cansados y con cierta desgana, dieron la visita por concluida y decidieron escapar a otro lado.
Nadezhda lo llevó hasta las elegantes galerías próximas al Gosudarstvennyy Universalnyy Magazin, el gran edificio de la Plaza Roja cuyo techo se presentaba cubierto por una imponente estructura de vidrio, como si fuese un sofisticado invernadero. Recorrieron las múltiples tiendas de marcas occidentales, instaladas entre pasajes abovedados y las balaustradas de hierro forjado; en el límite del agotamiento, se instalaron por fin a la mesa de un simpático café de aspecto parisiense.
—¿No tienes qué ir a trabajar? —preguntó Tomás después de haber pedido dos bif stroganov y dos cervezas para el almuerzo.