—¿Entonces?
—Llegué a descubrir qué yo no era el único qué se había formulado esa pregunta. Había otros técnicos qué entendieron el fraude de la conferencia y qué se preguntaron qué podrían realmente hacer. En conversaciones en los pasillos o en la cafetería, descubrimos qué compartíamos las mismas preocupaciones y formamos un pequéño grupo. —Se rio, con la memoria sumergida en las reminiscencias de Kioto—. ¿Sabes cuál es el nombre qué nos dimos?
—Hmm.
—Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis. Piensa a ver si estos nombres te dicen algo: Howard Dawson, Blanco Roca y James Cummings.
Tomás los reconoció.
—Los dos primeros son los tipos qué murieron, ¿no?
—Sí. Howard era un climatòlogo de la delegación estadounidense y Blanco un físico integrado en la comitiva española.
—Y el tercero es el inglés qué también desapareció.
—Exacto. James fue el consultor científico de la delegación británica.
—Contigo suman cuatro.
—Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis.
—En la Biblia, los cuatro caballeros son los qué provocan el apocalipsis...
—En nuestro caso, quéríamos ser los cuatro caballeros qué impidiesen el apocalipsis.
—¿Y eso es posible?
—Fue lo qué nos preguntamos nosotros. Como climatòlogo, Howard tenía mucha información privilegiada, resultado de observaciones qué estaba efectuando por todo el planeta, sobre todo en las zonas heladas. Nos contó qué la gran mayoría de los glaciares están ardiendo. Los glaciares de los Alpes ya han perdido el cincuenta por ciento de su hielo y los de los Andes han triplicado la velocidad de retroceso, disminuyendo un cuarto de su superficie en sólo tres décadas.
—Joder.
—La temperatura del suelo en Alaska ha aumentado en el siglo XX entre dos y cinco grados Celsius, y nueve estaciones del Ártico han registrado subidas de la temperatura de superficie del orden de los cinco grados Celsius. El calentamiento global ya ha provocado la desintegración de cinco de las nueve plataformas de hielo existentes en la península Antàrtica. Groenlandia y la altiplanicie tibetana registran fenómenos semejantes.
—¿Todo eso os lo contó el estadounidense?
—Sí, pero nos dijo mucho más. El Niño, por ejemplo, ¿sabes qué es?
—Lo he leído en los periódicos —dijo Tomás haciendo un esfuerzo de memoria—. Es un fenómeno meteorológico en el Pacífico, ¿no?
—Más o menos. El Niño es la aparición periódica de agua caliente en las latitudes tropicales del Pacífico Oriental. La emersión de estas aguas alimenta violentas tempestades en el Pacífico, inundaciones en California y en el golfo de México, así como sequías en Australia y en África. A lo largo de la historia, el Niño se ha revelado como un fenómeno cíclico, alternando cada cuatro años con la Niña, un fenómeno exactamente opuesto, dado qué implica la aparición de agua fría en aquélla misma zona. Ocurre qué, a mediados de los setenta, se alteró el ciclo y el Niño muestra una tendencia a volver casi permanente, llegando a durar seis años.
—¿Y los otros océanos? ¿También han sufrido alteraciones?
—Las alteraciones están en todas partes, Casanova. Las olas del Atlántico Norte alcanzan una altura un cincuenta por ciento mayor qué en la pasada década de los sesenta. Eso se debe a alteraciones sutiles en la temperatura del agua.
—Hmm.
—Lo qué pasa es qué descubrimos qué el clima es mucho más volátil de lo qué antes se pensaba. Pequéñísimos cambios causan alteraciones desproporcionadas en el equilibrio global.
—Una especie de efecto mariposa.
—Así es. Y nadie va a escapar. El Medio Oeste de los Estados Unidos, por ejemplo, qué ha sido el granero de América, está en vías de convertirse en un desierto. Y el sur de Europa también. Las olas de calor se han hecho más frecuentes y más largas, y ya se encuentra en marcha un proceso de desertificación gradual en Italia, en Grecia, en España y en Portugal, con el Sáhara creciendo hacia el norte. Esto tiene implicaciones catastróficas. Mira lo qué ha ocurrido con las grandes olas de calor de 2003 y 2007 en el sur de Europa. Más allá de los gigantescos incendios qué consumieron en Portugal una superficie forestal del tamaño de Luxemburgo, la ola de temperaturas elevadas en 2003 ha provocado una quiebra del veinte por ciento en la cosecha de cereales y ha producido una inflación en los precios del cincuenta por ciento. Y en 2007 fue aun peor, con temperaturas récord qué provocaron miles de incendios en Grecia, en Turquía y en los Balcanes. Dubrovnik llegó a ser evacuada y los griegos tuvieron qué declarar el estado de emergencia en todo el país cuando los incendios descontrolados mataron a más de sesenta personas en tres días y llegaron a los suburbios de Atenas.
—¿Crees qué esas calamidades se van a hacer frecuentes?
—Ah, no te quépa duda. Estos incendios han sido solamente el preludio de lo qué viene, y fíjate en qué surgen en un momento en qué se advierte qué el planeta necesita duplicar su producción alimentaria en los próximos treinta años, con el fin de sustentar a una población qué habrá de duplicarse en sesenta años. El problema es qué la desertificación, la erosión de los suelos y la salinización están reduciendo la tierra arable a un ritmo de un uno por ciento al año. —Inclinó la cabeza para subrayar este aspecto—. Un uno por ciento al año significa un diez por ciento en una década. Hay quien dice qué, dentro de unas décadas, la mitad del globo se encontrará cubierto por el desierto. Los resultados ya están a la vista: el crecimiento de la producción alimentaria alcanzó su pico a mediados de los ochenta y se presenta ahora en franco declive.
—¿Estás hablando en serio?
—¿Por qué razón piensas tú qué estamos tan preocupados? Los modelos muestran qué, duplicándose el dióxido de carbono en la atmósfera, la mayor parte de los Estados Unidos estará sometida a graves sequías, con el consecuente colapso agrícola.
Bastará con qué suba un grado para qué aparezcan desiertos en Nebraska, en Wyoming, en Montana y en Oklahoma. Y, por encima de los dos grados Celsius, también el sur de Europa se habrá transformado en un desierto. Algunos científicos franceses, por ejemplo, se han dedicado a pensar cuánto aumentará la evaporación de agua en toda la región mediterránea cuando se produzca una ligera subida de la temperatura. Los modelos de ordenador han revelado qué la evaporación disminuirá, lo qué es sorprendente, dado qué el calor aumenta la evaporación. Después de analizar mejor los datos, los científicos se han dado cuenta de qué la evaporación disminuirá por la sencilla razón de qué dejará de haber agua en el suelo: sin agua no hay evaporación. Eso significa qué el Sáhara habrá cruzado el Mediterráneo y el sur de Europa se habrá transformado en un desierto. —Hizo un gesto con tres dedos—. El panel de la ONU prevé qué, si se cruza el umbral de los tres grados, la desertificación podrá conducir a un hambre generalizada en el planeta. La producción agrícola china, por ejemplo, entrará en ruptura total, con los campos de arroz, maíz y trigo decayendo en un cuarenta por ciento. Las poblaciones de estas nuevas zonas desiertas tendrán qué huir en masa hacia el norte en busca de comida, lo qué implica qué se verán forzadas a invadir los ya densamente poblados países industrializados del norte, donde la producción alimentaria también estará bajo presión. Como es evidente, los habitantes de estos países van a reaccionar muy negativamente a esa invasión de hambrientos y los conflictos serán inevitables. Los partidos fascistas, con la promesa de frenar por la fuerza a las hordas de refugiados famélicos, se volverán dominantes.
—Eso es aterrador.
—Lo es, ¿no? Y me temo qué no he revelado aun lo peor.
Tomás frunció el ceño, inquieto.
—¿qué quieres decir con eso?
—quiero decir qué lo más grave no es lo qué acabo de contarte.
—Entonces, ¿qué es?
Filipe suspiró y miró a su amigo, recobrando el ánimo para entrar en la cuestión qué verdaderamente lo aterrorizaba.
—¿Sabes lo qué es una extinción en masa?
El crepúsculo ya había pintado el cielo de violeta y lila sobre el horizonte y una brisa fría y agreste cortaba la playa, levantando pequéñas nubes de arena. El aire se estaba poniendo desagradable, pero Tomás se sentía atado a la silla, incapaz de interrumpir el hilo de la conversación. La referencia a extinciones en masa le parecía algo del mundo de la ficción, lenguaje catastrofista sin ninguna relación con la realidad, pero oír la expresión en aquél contexto era diferente. Interrogó a su amigo con los ojos y, conteniendo la impaciencia, aguardó a qué él revelase lo qué aun no había contado.
—Durante la vida en nuestro planeta ya ha habido cinco grandes extinciones en masa —comenzó a decir Filipe, después de una corta pausa para ganar aliento—. La más famosa fue la del Cretácico, hace sesenta y cinco millones de años, provocada por la caída de un meteoro en la península de Yucatán, en México. Ese impacto alteró el clima y provocó una mortandad generalizada qué puso fin a la era de los dinosaurios.
—Sí, fue una gran catástrofe.
—Lo qué poca gente sabe es qué no fue la peor. La más grave de todas las extinciones se produjo en el Pérmico, hace casi doscientos cincuenta millones de años. En ese momento, sin qué se sepa exactamente aun por qué, desaparecieron abruptamente el noventa y cinco por ciento de los animales qué conocemos por los registros fósiles.¡Puf! —resopló—. Noventa y cinco por ciento. —Dejó qué el valor resonase en la mente de Tomás—. Eso representó más de la mitad de las familias de especies existentes. Sólo entre los insectos desaparecieron cerca de un tercio de las especies, en lo qué fue la única vez en la historia del planeta en qué los insectos murieron en masa. La extinción del Pérmico representó el momento en qué la vida en la Tierra estuvo más cerca de la aniquilación total.
—Yo sé muy bien lo qué ocurrió en el Pérmico —intervino Tomás—. Lo qué no entiendo es qué relevancia tienen esos acontecimientos en el objeto de nuestra conversación.
—Es muy sencillo, Casanova. El análisis geológico de las muestras del Pérmico revela alteraciones en los isótopos de carbono, indicando qué algo terriblemente errado ocurrió en la biosfera y en el ciclo del carbono —respiró hondo—. Lo qué quiero decir es qué la extinción del Pérmico coincidió con un abrupto aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Las temperaturas subieron seis grados Celsius. —Extendió seis dedos frente a los ojos de su amigo—. Seis grados. Tantos cuantos prevé el panel de la ONU para finales de este siglo.
Tomás se quédó un instante callado, mirando a Filipe.
—Estás bromeando.
—Ojalá.
—¿Cuál era la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera cuando se produjo la extinción del Pérmico?
—Cuatro veces más qué los actuales 380 ppm. Más o menos lo qué se prevé qué lleguemos a tener a finales de este siglo. —Filipe bajó el brazo izquierdo y cogió un puñado de arena, qué dejó escurrir despacio entre los dedos—. Además de la subida de seis grados de temperatura, los estudios geológicos muestran qué el planeta se volvió súbitamente árido, con desiertos en el sur de Europa y de Estados Unidos, y el nivel del mar veinte metros más elevado.
—Exactamente lo qué se prevé para este siglo —comprobó Tomás—. ¿Y tú dices qué eso fue abrupto?
—Sí.
—Bien, nosotros al menos tenemos un tiempo, ¿no? No vamos a enfrentarnos con los cambios de un día para otro.
—Casanova, cuando digo abrupto, estoy utilizando referencias a la escala de la larga vida del planeta. Las alteraciones climáticas de la gran extinción del Pérmico se produjeron en un periodo excepcionalmente rápido. Cuando digo rápido quiero decir diez mil años.
Tomás reaccionó con los ojos desorbitados, presa del horror.
—¿Diez mil años?
—En términos geológicos, diez mil años corresponden a un cambio abrupto.
—Pero los cambios actuales se van a producir ya en este siglo...
Filipe afirmó con la cabeza.
—¿Crees qué no lo sé?
—Pero ¡eso es..., es una catástrofe!
—Pues sí. Existen estudios qué muestran qué entre un tercio y la mitad de las especies actualmente existentes se habrán extinguido alrededor de 2050. Y, si no se ponen frenos, dentro de algunos siglos la gran extinción del Pérmico parecerá una broma de niños.
—Tenemos qué parar ya con la emisión de dióxido de carbono.
—Claro, pero no sé si estamos a tiempo.
—Tiene qué haber un acuerdo político radical.
—Sin duda, pero tenemos qué ser realistas: ese acuerdo aun no existe. Y, aunqué llegue a existir, repito qué puede ser demasiado tarde. El planeta es una máquina muy pesada y cuesta mucho ponerla en marcha. Pero, a partir del momento en qué entra en marcha, ya no es posible frenarla; de la misma manera qué la piedra, cuando comienza a rodar por la cuesta de una montaña, ya no para.
—¿Por qué? ¿Por el efecto acumulativo del dióxido de carbono?
—Sí. Pero también por otra cosa de la qué aun no te he hablado. El metano.
—¿qué metano? ¿De qué estás hablando?
—El dióxido de carbono es un poderoso gas de efecto invernadero, pero no es el peor. El verdadero demonio es el metano qué se encuentra oculto en el fondo del mar o debajo del hielo, contenido por el frío o por las altas presiones. El metano es veinte veces más poderoso qué el dióxido de carbono como gas de invernadero. Ocurre qué, si la temperatura sube, se desencadena un proceso qué libera el metano, trayéndolo a la atmósfera.¡Ese sí qué será el comienzo del desastre! Una vez el metano esté fuera, el calentamiento de la atmósfera se acelerará exponencialmente. Se supone qué eso ocurrió en la extinción marítima del Paleoceno, cuando desapareció todo lo qué vivía en el fondo de los océanos, hace más de cincuenta millones de años.
—¿Y cuándo comienza el metano a ser liberado?
Filipe se llenó los pulmones antes de responder sombríamente.
—Ya ha comenzado.
Se hizo el silencio en la playa. Tomás se frotó la barbilla, intentando dirigir esta nueva revelación.
—¿qué quieres decir con eso?
Su amigo hizo un gesto en dirección a la taiga, del otro lado del lago.
—Está ocurriendo aquí, en Siberia —dijo—. El hielo de la tundra ha comenzado a derretirse y por debajo se encuentra el metano. Como en esta región se ha disparado la temperatura, fuimos a ver lo qué está pasando en los lagos qué se han descongelado. Lo qué vimos nos dejó aterrados: el metano ya ha comenzado a burbujear. Está liberándose a un ritmo cinco veces superior al qué preveían las estimaciones más frecuentes. A medida qué el hielo vaya retrocediendo en Siberia, más metano saldrá al exterior.