El Signo de los Cuatro (11 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #GusiX, Clásico, Policíaco

BOOK: El Signo de los Cuatro
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—Eso mismo creo yo. No respondo de que ni aun ahora estemos seguros si a Jones le entrase otro de sus arrebatos de energía.

En ese mismo instante dieron un fuerte tirón a la campanilla de la puerta y llegó hasta mis oídos la voz de la señora Hudson, nuestra patrona, con un tono de súplica y de apocamiento.

—Por vida de… Holmes, creo que, realmente, vienen a por nosotros.

—No llega a tanto como eso la cosa. Son las fuerzas particulares… Los irregulares de Baker Street.

Mientras él hablaba, se oyó subir escaleras arriba un ruido de pies descalzos y un estruendo de voces chillonas, e irrumpió en el cuarto una docena de pilluelos sucios y desarrapados. A pesar de su entrada tumultuosa, se advertía entre ellos cierta disciplina, porque se alinearon instantáneamente y permanecieron frente a nosotros con caras expectantes. Uno de ellos, más alto y de más años que los otros, se adelantó con aire de tranquila superioridad, que resultaba por demás divertido en un monigote tan insignificante, y dijo:

—Recibí su mensaje, señor, y me los traje volando. Tres chelines y un penique en billetes.

—Tómalos —dijo Holmes, sacando algunas monedas de plata—. De aquí en adelante, Wiggins, que se pongan todos en contacto contigo y tú conmigo. No puedo consentir que invadáis la casa de este modo.

Ahora, sin embargo, es mejor que todos escuchéis las órdenes. Deseo averiguar las andanzas de una lancha de vapor llamada Aurora, propiedad de Mordecai Smith. Es negra con dos franjas rojas y chimenea negra con una franja blanca. Debe de andar río abajo. Quiero que uno de vosotros se sitúe en el embarcadero de Mordecai Smith, frente al Millhank, para avisar si la lancha regresa. Tenéis que distribuiros entre vosotros el trabajo y revisar bien ambas orillas. En cuanto tengáis noticias, comunicádmelas. ¿Está todo claro?

—Sí, jefe —dijo Wiggins.

—La tarifa de siempre, y una guinea para el que descubra la lancha. Aquí tenéis la paga adelantada de un día. ¡Y ahora, largo!

Dio a cada uno de ellos un chelín, y allá se fueron alborotando escaleras abajo, y un momento después pude ver cómo se alejaban corriendo por la calle.

—Si la lancha está a flote, la descubrirán —dijo Holmes, levantándose de la mesa y encendiendo su pipa—. Ellos se meten en todas partes, lo ven todo y lo escuchan todo. Confío en tener noticias, de aquí a la noche, de que han localizado la lancha. Entre tanto, no podemos hacer otra cosa que esperar los resultados. Nos es imposible encontrar la pista interrumpida mientras no demos con la Aurora o con Mordecai Smith.

—Me parece que Toby podría comerse estas sobras. ¿Va usted a acostarse, Holmes?

—No, no estoy cansado. Mi constitución es muy especial. No recuerdo que el trabajo me haya fatigado nunca, pero el ocio me agota por completo. Voy a ponerme a fumar y a meditar en este extraño asunto en el que nos ha metido nuestra bella cliente. Nuestra empresa debiera resultar facilísima, si alguna empresa lo es. Los hombres con una pata de madera no abundan demasiado; pero el otro individuo que lo acompaña es, creo yo, un tipo absolutamente único.

—¡Otra vez el otro individuo!

—De todos modos, no deseo en modo alguno hacer un misterio de él. Usted debe de haber formado ya su propia opinión. Y ahora, fíjese en los detalles que tenemos: huellas de pie diminutas, dedos que no se han sentido nunca apretados por las botas, pies descalzos, porra de madera con cabeza de piedra, gran agilidad, pequeños dardos emponzoñados. ¿Qué saca usted de todo esto?

—¡Que se trata de un salvaje! —exclamé—. Quizás uno de los indios con los que estaba asociado Jonathan Small.

—Difícilmente puede ser eso —dijo Holmes—. Yo también me sentí inclinado a pensarlo la primera vez que encontré señales de armas extrañas; pero lo extraordinario de las huellas de los pies me obligó a volver a meditar sobre mis puntos de vista. Algunos de los habitantes de la península indostana son de pequeña estatura, pero ninguno de ellos habría dejado huellas como éstas. El auténtico indio tiene pies largos y delgados. Los mahometanos, que usan sandalias, suelen tener el dedo gordo muy separado de los demás, porque suelen pasar entre ese dedo y los otros la correa de las mismas. Además, estos minúsculos dardos sólo pueden ser disparados de una manera: por medio de una cerbatana. Ahora bien: ¿en dónde vamos a encontrar a nuestro salvaje?

—En Sudamérica —aventuré.

Alargó la mano hacia un estante y retiró del mismo un grueso volumen que puso encima de la mesa.

—Es el tomo primero de un diccionario geográfico que se está publicando. Puede considerársele como la más reciente autoridad. Veamos que nos dice aquí: «Islas Andamán, situadas a trescientas cuarenta millas al norte de Sumatra, en la bahía de Bengala». ¡Vaya, Vaya! ¿Qué es todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Port Blair, penitenciaría, isla Rutland, algodoneros…» ¡Aquí lo tenemos!: «Los aborígenes de las islas Andamán pueden reclamar el honor de ser la raza más pequeña del mundo, aunque algunos antropólogos se inclinan por los bosquimanos de África, a los indios Digger de Norteamérica y a los fueguinos. La estatura media de aquéllos es bastante inferior a cuatro pies, pero se encuentran muchos adultos en pleno desarrollo que son de estatura bastante menor. Son pueblos intratables, adustos, feroces, aunque capaces de entablar amistades de la mayor abnegación una vez que se consigue ganar su confianza.» Fíjese en esto Watson. Y ahora, escuche lo que sigue: «Son, por naturaleza, feísimos; tienen cabezas voluminosas y deformes, ojos pequeños y agresivos y rasgos faciales distorsionados. Sin embargo, los pies y las manos de esta raza son extraordinariamente pequeños. Es gente tan intratable y salvaje, que los funcionarios oficiales han fracasado por completo en sus esfuerzos por atraérselos, aunque sólo sea en parte. Han constituido siempre una pesadilla para las tripulaciones de barcos náufragos, porque acaban con los supervivientes a golpes de sus mazas de piedra o hiriéndolos con dardos envenenados. Estas matanzas acaban de una manera invariable con un festín caníbal.» ¡Pueblo invariable y simpático este, Watson! Si a nuestro individuo le hubieran dejado actuar a gusto suyo, quizás este asunto hubiese tomado un cariz más siniestro todavía. Me imagino que incluso, tal como han ocurrido las cosas. Jonathan Small daría mucho por no haberse servido de este hombre.

—Pero ¿cómo habrá llegado a tener tan singular compañero?

—Eso es más de lo que yo estoy en situación de decir. Sin embargo, puesto que tenemos ya probado que Small procede de las islas Andamán, no resulta muy extraordinario el que le acompañe un isleño de las mismas. Sin duda alguna que lo averiguaremos todo con el tiempo. Escuche, Watson, usted parece bastante agotado. Túmbese ahí, en el sofá, y vea si yo consigo dormirle.

Holmes echó mano al violín que estaba en un rincón, y al mismo tiempo que yo me tumbaba en el sofá, empezó a tocar una suave melodía ensoñadora en sordina, original suya, sin duda, porque poseía dotes notables para improvisar. Conservo un vago recuerdo de sus miembros enjutos, su cara expresiva, y del alzarse y bajar del arco del violín. Luego me pareció flotar serenamente, alejándome por un blando mar de sonidos, hasta que me encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan que se inclinaba para mirarme.

Capítulo IX
UN ESLABÓN ROTO

La tarde estaba ya avanzada cuando desperté, fortalecido y vigorizado. Sherlock Holmes seguía sentado de la misma manera que yo lo dejé, salvo que había dejado a un lado su violín y estaba ahora absorto en un libro. Cuando yo me moví, él miró de través y puede observar que tenía la cara ensombrecida y con expresión de preocupación.

—Ha dormido usted profundamente —me dijo—. Tenía miedo de que nuestra conversación lo hubiese desvelado.

—Pues no oí nada —le respondí—. ¿Eso quiere decir que ha tenido usted noticias?

—No, por desgracia. Confieso que me encuentro sorprendido y defraudado. Confiaba en haber tenido ya alguna noticia concreta. Acaba de estar aquí Wiggins, para informarme. Dice que no ha podido encontrar rastro alguno de la lancha. Es un obstáculo irritante, porque cada hora que pasa tiene importancia.

—¿Puedo hacer algo? Me siento completamente descansado, y muy dispuesto para otra noche al aire libre.

—No, nada podemos hacer. Sólo nos resta esperar. Si saliésemos nosotros mismos, pudiera llegar en ausencia nuestra el mensaje y se ocasionaría un retraso. Usted puede hacer lo que guste, pero yo no tengo más remedio que quedarme de guardia.

—Pues, entonces me acercaré en una carrera hasta Camberwell, para visitar a la señora Cecil Forrester.

Me lo pidió ayer.

—¿A la señora Cecil Forrester? —preguntó Holmes, con el parpadeo de una sonrisa en los labios.

—Bueno; también a la señorita Morstan. Las dos mostraron la más viva ansiedad por saber lo que había ocurrido.

—Yo no les contaría demasiadas cosas —me contestó Holmes—. Nunca se debe uno confiar por completo a las mujeres…, ni siquiera a la mejor de ellas.

No quise ponerme a discutirle una opinión tan atroz, y le dije:

—Estaré de regreso dentro de una o dos horas a lo sumo.

—Muy bien. ¡Buena suerte! Pero oiga una cosa: si va usted a cruzar el río podría aprovechar para devolver a Toby, porque no me parece en modo alguno probable que lo necesitemos ya para nada.

Me llevé, pues, a nuestro perro, y lo entregué, junto con medio soberano, en la tienda del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell encontré a la señorita Morstan un poco cansada después de sus aventuras de la noche anterior, pero ansiosa en recibir noticias. También la señora Forrester estaba llena de curiosidad. Les conté todo cuanto habíamos hecho, suprimiendo, no obstante, los detalles más terribles de la tragedia. De ese modo, aunque hablé de la muerte del señor Sholto, nada dije de la manera exacta y del método empleado para matarlo. Sin embargo, a pesar de todas mis omisiones, había materia suficiente para sorprenderlas y asombrarlas.

—¡Pero si es toda una novela! —exclamó la señora Forrester—. Una dama perjudicada, medio millón de libras, un caníbal negro y un bribón con una pata de palo. Estos personajes vienen a sustituir al dragón y al conde malvado que suele aparecer de ordinario.

—Tenemos, además, los dos caballeros andantes que acuden al rescate —agregó la señorita Morstan, mirándome con ojos encendidos.

—Pues bien, Mary: la fortuna de usted depende del resultado de esta búsqueda. Me parece que la cosa no la emociona ni con mucho lo que debiera. ¡Imagínese lo que debe ser el disponer de semejante riqueza y el tener el mundo a sus pies!

Mi corazón tuvo un pequeño estremecimiento de júbilo al comprobar que ella no mostraba síntoma alguno de entusiasmo ante aquella perspectiva. Al contrario, sacudió su orgullosa cabeza como si ese asunto despertara poco su interés.

—Lo que me tiene ansiosa es la suerte del señor Thaddeus Sholto —dijo—. Todo lo demás, carece de importancia. Creo que ese señor se ha portado, desde el principio hasta el fin, con la mayor bondad y honradez. Nuestro deber es librarlo de esa tremenda e infundada acusación.

Era ya de noche cuando yo abandoné Camberwell, y la oscuridad era completa cuando llegué a casa. El libro y la pipa de mi compañero estaban al lado de su silla, pero él había desaparecido. Miré por todas partes con la esperanza de descubrir una carta, pero no había ninguna.

—¿Ha salido de casa el señor Holmes? —pregunté a la señora Hudson, cuando ésta entró para bajar las persianas.

—No, señor. Se ha metido en su dormitorio, señor. —Y luego me preguntó, bajando la voz hasta convertirla en un cuchicheo elocuente—: ¿Sabe usted, señor, que temo por la salud del señor Holmes?

—¿Por qué, señora Hudson?

—¡Es que es tan extraño! Después de marcharse usted, se puso a pasear de arriba abajo y de abajo arriba; acabé por cansarme de oír sus pasos. Después le oí que hablaba consigo mismo y que mascullaba frases, y siempre que tocaban la campanilla de la puerta, él salía a lo alto de la escalera a preguntar: «¿Quién es, señora Hudson?» Y ahora se marchó a su cuarto dando un portazo, pero sigo oyéndole pasear lo mismo que antes. Espero que no se ponga enfermo, señor.

Me arriesgué a decirle algunas palabras recomendándole un medicamento para los enfriamientos; pero se volvió y me miró de una manera tal, que yo no sé ni cómo acerté a salir del cuarto.

—Señora Hudson, no creo que haya motivos para que se intranquilice usted —le contesté—. Yo le he visto de esa manera antes de ahora. Tiene seguramente algún problema en mente que le desasosiega.

Procuré hablar a nuestra digna patrona sin dar importancia a la cosa; pero yo mismo me sentí algo preocupado, porque durante toda la larga noche seguí oyendo de cuando en cuando el ruido monótono de sus pasos, y comprendí toda la irritación de su espíritu activo contra aquella inactividad forzada.

Cuando nos sentamos a desayunar, Holmes apareció fatigado y ceñudo, mostrando en las mejillas una mancha de tipo febril.

—Amigo mío, usted se está matando —le dije—. Le he oído pasearse durante toda la noche.

—Es que no podía dormir —contestó—. Este problema infernal está consumiéndome. Resulta demasiado duro el verse detenido por un obstáculo tan insignificante, después de haber vencido todos los demás.

Conozco a los hombres, sé cuál es la lancha, lo sé todo; y, sin embargo, no consigo noticia alguna. He puesto en acción otros grupos y he empleado todos los recursos a mi alcance. Se ha rebuscado todo el río en una y otra orilla, pero no hay noticias, y la señora Smith no las tiene tampoco de su marido. Pronto tendré que llegar a la conclusión de que ha hundido la laucha. Pero existen varias razones que lo contradicen.

—Quizá la señora Smith nos ha lanzado sobre una pista falsa.

—No, creo que hay que descartar esa suposición. He realizado investigaciones, y existe, en efecto, una lancha de esas características.

—¿Y no han podido navegar río arriba?

—También esa posibilidad la he tomado en cuenta, y he enviado un grupo explorador, que actuará hasta la altura de Richmond. Si hoy no tenemos alguna noticia, mañana me lanzaré yo mismo a la búsqueda, y veré de encontrar a los individuos más bien que a la embarcación. Pero estoy seguro de que hoy tendremos alguna noticia.

Sin embargo, no la tuvimos; ni de parte de Wiggins ni de la de ningún otro de los actuantes llegó hasta nosotros una sola palabra. En la mayoría de los periódicos se publicaron artículos acerca de la tragedia de Norwood. Todos ellos se mostraban bastante hostiles al desdichado Thaddeus Sholto. Sin embargo, no había en esos artículos ningún detalle nuevo, salvo que anunciaban que al día siguiente se celebraría una encuesta judicial. A la caída de la tarde fui caminando hasta Camberwell para comunicar a aquellas señoras nuestra falta de éxito, y a mi regreso me encontré a Holmes abatido y algo malhumorado. Apenas si contestó a mis preguntas, y durante toda la velada anduvo atareado en un abstruso análisis químico, que exigió calentar innumerables retortas y destilar gran cantidad de vapores, acabando después de todo en un olor que me obligó a salir del cuarto. Hasta las primeras horas de la madrugada seguí escuchando el entrechocar de sus tubos de ensayo, lo cual me indicó que Holmes se hallaba todavía entregado a su maloliente experimento.

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