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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (10 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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4

A la mañana siguiente, al llegar a comisaría, encontré a Garzón acompañado de Yolanda y Sonia. Estaban clavando chinchetas sobre un gran plano de Barcelona que habían colocado en la pared.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Un torneo de golf?

—Son los lugares donde suelen encontrarse mendigos, y en la selección incluimos los albergues y los comedores de beneficencia.

—¡Qué cantidad de chinchetas!

Garzón suspiró profundamente, hizo un gesto de serena desesperanza y abrió los brazos de par en par.

—¡Las ciudades están infestadas de gente sin hogar, infestadas!

—Sí, ya sé, en este país hay más mendigos que bares, por poner un ejemplo exagerado; pero supongo que han escogido los sectores siguiendo un criterio racional.

Yolanda tomó la palabra.

—Hemos suprimido los comedores religiosos. En el albergue donde solía dormir Eulalia nos dijeron que es muy anticlerical, que siempre renegaba contra curas y monjas.

—Me parece bien.

—También hemos suprimido un tugurio donde van indigentes por su condición sexual.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que van maricones —soltó Sonia a bocajarro.

—¡Pero, tía! —exclamó Yolanda viendo estropeada
su
eufemística denominación.

—¡Es para que la inspectora lo entienda!

—En efecto, lo he entendido. Yolanda, ve a pedirle al comisario la lista de hombres con los que vamos a contar y convócalos a todos esta tarde a las cuatro. Para entonces
es
preciso que tengan perfectamente claro las zonas que deben controlar.

—¿Aprueba usted el mapa que hemos preparado?


Nihil obstat
, que, como ustedes saben perfectamente, significa: todos al tajo.

Salieron del despacho como dos legionarias inflamadas de sentido del deber. Garzón me miraba con cara de pitorreo.

—¡
Nihil obstat
!, ¡vaya expresión para utilizarla con las chicas! Y luego se queja de la fama de excéntrica que tiene entre los colegas.

—Vámonos, subinspector. La familia del finado nos espera, y vive a casi doscientos kilómetros de aquí.

La familia del padre Cristóbal vivía en Sant Carles de la Rápita, un pequeño y próspero pueblo casi colindante con la Comunidad Valenciana. Los padres nos esperaban en su casa de planta cómoda y amplia, donde la sencillez no significaba ningún tipo de penuria económica. Nos contaron que regentaban la panadería más grande y concurrida de la localidad y que tenían cinco hijos, todos ya con sus propios núcleos familiares formados. Estaban destrozados por la muerte del que había sido el primogénito.

—Ya nunca nos levantaremos de este golpe —sentenció el padre, sereno y trágico. Miré al suelo. No había nada que nosotros pudiéramos decir en aquellos casos, sólo guardar un silencio respetuoso. Garzón encontró sin embargo la fórmula correcta dentro del más puro formalismo:

—Les acompañamos en el sentimiento.

Ambos agradecieron la frase, callaron de un modo grave que helaba la sangre. No había lágrimas ni lamentos, sólo la dignidad del que acepta un destino terrible sin comprenderlo. Tuve que tomar la iniciativa, pero mis palabras empezaron a parecerme absurdas en cuanto empecé a pronunciarlas.

—Señores, ya sé que todo esto es muy duro para ustedes y que seguramente las preguntas que voy a hacerles les sonarán a sacrilegio, pero tenemos que descartar muchos puntos para llegar al meollo de este horrible asesinato. Díganme, ¿su hijo tenía algún enemigo?

Se miraron entre ellos como si no fueran capaces de discernir el sentido último de lo que les planteaba. La madre respondió:

—Mi hijo era muy bueno, hace más de veinte años que ingresó en los frailes. Aquí no dejó más que amigos.

—¿No hay en su familia ninguna enemistad con nadie, quiero decir una de esas enemistades que duran años por cuestiones de tierras, de herencias.

Ahora fue el padre quien se adelantó.

—No, inspectora; los pueblos de esta zona son pueblos modernos, sitios tranquilos donde la gente trabaja y convive. No pasan cosas como las que se ven a veces por la tele de gente atrasada que se venga de otros vecinos con golpes de hacha o usando las escopetas de caza.

Supe que me había entendido perfectamente. Continué.

—¿Cuándo fue la última vez que vieron a su hijo?

—Hace tres meses el abad le dio permiso para visitarnos y vino a comer.

—¿Les comentó algo que pudiera parecer extraño, algo que saliera de la normalidad?

—No, estaba muy alegre, como siempre. En el convento tenía su vida y su trabajo. Cuando de jovencito nos dijo que quería profesar nos disgustamos mucho. Es normal, era el
hereu
, había sido siempre muy buen chico... pero después comprendimos que en Poblet era feliz. Nunca se arrepintió de ser fraile, nunca lo vimos mal. Al final, nosotros también estábamos contentos de que hubiera encontrado su sitio. Yo, como madre, pensaba que allí, con aquella paz y con los otros monjes que lo cuidaban, pues estaba a salvo de todas las cosas malas de la vida y ahora esto...

Ahí sí se quebró su fortaleza y se echó a llorar con desconsuelo, calladamente. El marido le pasó el brazo por los hombros.

—Tanto llorar —dijo—. Tanto llorar. ¿Quién puede querer matar a un fraile que es un santo, quién?

Nos miró con gesto desesperado. Garzón hizo su segunda y acertada intervención.

—Nosotros no podemos darles consuelo, pero por lo menos quiero que sepan que quien ha matado a su hijo lo va a pagar. Caerá sobre él todo el peso de la ley, se lo aseguramos.

El hombre pareció reconfortado, la mujer seguía llorando.

—¿Quieren hablar con mis hijos? —preguntó él.

—No creo que sea necesario. Pregúntenles ustedes si vieron algo raro en su hermano o si les hizo alguna confidencia y si hay algo, por pequeño que sea, llámenos.

Le pasé mi tarjeta e iniciamos una triste retirada. La voz del padre la interrumpió.

—Señores, no dejen que los periodistas digan barbaridades, aunque sólo sea por la memoria de Cristóbal.

—No depende de nosotros, pero lo intentaremos —contestó Garzón, y luego añadió con una naturalidad que me dejó perpleja:

—¿Hay algún sitio por aquí que nos recomiende para comer?

El hombre, lejos de sorprenderse por un cambio tan radical, nos informó con idéntico desparpajo.

—Vayan a El Peix. Se encuentra en el paseo marítimo, aunque cualquier restaurante de este pueblo está bien.

La madre se secó las lágrimas para añadir:

—Todo el pescado y el marisco es fresco de verdad.

Al subir al coche le dije a Garzón:

—Es usted la pera, subinspector. Los ha reconfortado con cuatro frases hechas, pero le ha salido genial.

—Naturalmente, la gente sencilla aprecia el uso de la frase hecha. Saben entonces que los tratas con educación, además de condolerte, alegrarte o lo que toque.

—Nunca lo hubiera pensado. También ha estado muy bien el capítulo de los restaurantes. Cuando lo oí preguntar me dio la sensación de que era poco oportuno, después de haber hablado de su hijo muerto, pero he visto que les ha parecido normal.

—Claro, inspectora, los que somos de pueblo sabemos que comer es capítulo aparte en cualquier situación, es lo básico, lo más importante, lo que nos une a todos. Y si les pides una recomendación demuestras que los tomas por conocedores de su tierra y que la valoras tú al mismo tiempo.

—Increíble. No le conocía toda esa sabiduría antropológica.

—Es que usted desconoce al pueblo llano; es un poco pija, como si dijéramos.

—No se pase ni un pelo o comemos un simple bocata.

No se pasó, de modo que paramos en un restaurante del paseo marítimo con la sana intención de tomar un arroz de la zona. Sant Carles de la Rápita era un lugar pequeño y coqueto, tranquilo, con un aire vagamente colonial. La cantidad de restaurantes que se alineaban en el paseo y que surgían en muchas de sus calles interiores hacía pensar en una auténtica ciudad-gastronómica. La fama del emplazamiento era tal que muchos viajeros que pasaban por la cercana autopista del Mediterráneo hacían allí una parada para comer.

Mientras dábamos cuenta de una deliciosa paella de pescado, me sentí lo suficientemente inspirada como para afirmar:

—Creo que ha llegado el momento de descartar cualquier motivo personal en esta muerte, subinspector. El hermano Cristóbal no tenía enemigos en el convento ni fuera de él, y su personalidad no iba más allá de su trabajo y su fe religiosa.

—Si lo hubieran matado en Poblet hubiéramos tenido que pensar en su posible homosexualidad, lo cual hubiera sido muy violento. ¿Se imagina?

—No quiero imaginar más de lo que veo. Creo que, de una vez por todas, hemos de centrarnos en el trabajo que la víctima estaba realizando. No hay más.

—Si nos centramos en el trabajo entonces no se puede descartar al fanático religioso que tanto parece gustarle al personal y que a usted le pone los pelos de punta.

—No entiendo la relación.

—Puede ser alguien que no quisiera que se manipulara un cuerpo incorrupto o que considerara un sacrilegio el hecho de investigar en el pasado de los santos... ¡qué sé yo! Si hablamos de un fanático hablamos de una mente trastornada y en ese caso cualquier barbaridad es posible.

—Demasiado rebuscado.

—¿Ha pensado en la posibilidad de que se trate de un fanático de otra religión?, por ejemplo un musulmán. Alguien de un entorno extremista que con este golpe quiera llamar la atención sobre algún colectivo que vive aquí, al que no le permiten construir mezquitas... algo de ese tipo.

Medité sus palabras con atención.

—En ese caso hubiera existido una reivindicación. ¿Y qué me dice del cartelito gótico?

—Eso es lo que me lleva a pensar que es un pirado con algún cómplice tan pirado como él. Y dudo que el comisario le permita descartar esa opción.

—Ya veremos. Se impone esa reunión con los sabios de ambas congregaciones, y con seguridad no será la última.

—Al menos vamos a aprender un montón de cosas sobre momias.

—Sí, nos resultarán muy útiles para la vida cotidiana.

Garzón siguió comiendo, concentrado en el placer que sentía. Cuando hubo acabado hasta con el último grano de arroz, exclamó:

—Yo no sería fraile ni de coña, inspectora. Sólo el pensar que mi deber consistiera en privarme de todas las cosas buenas del mundo me sumiría en un estado de desesperación que me trastornaría por completo.

—Sí, ya me imaginaba que en usted no primaba la parte espiritual.

—A lo mejor ni siquiera tengo esa parte.

—En ese caso también se priva de algunos placeres.

—¿Usted la tiene, Petra?

—Supongo que está adormecida en algún pliegue de mi personalidad, aunque no estoy nada segura de que exista en mí. Y para demostrárselo voy a pedir un pedazo de aquella tarta barroca que estoy viendo en el carrito de postres.

Salimos del restaurante reconciliados con la realidad inmediata. Nos acercamos a contemplar el hermoso Mediterráneo, que ni siquiera la luz helada del invierno conseguía convertir en algo tan amenazante y oscuro como los mares nórdicos. No, continuaba siendo una superficie plácida y familiar, el origen de todo: el placer que encontrábamos al comer, el sentido de la vida que ostentábamos, el valor que dábamos a las cosas, el humor con que las tratábamos y hasta los claustros santificados a los que el trabajo nos había llevado de manera impensada.

Permanecimos en silencio mirando al mar. El subinspector dio un suspiro vigoroso.

—En estos momentos sí noto una fuerte sensación espiritual. Creo que yo también tengo mi parte mística.

—Que se manifiesta después de un banquete del carajo. No sé si sería usted admitido entre las filas celestiales.

—¡Todo lo estropea usted, inspectora. Es que no pasa una!

—Olvídese, Fermín; de cualquier modo la espiritualidad es un lujo que ni usted ni yo podemos permitirnos. Para ser espiritual hay que ser rico o muy egoísta; o sea no tener que trabajar y que te importe tres cuernos la suerte ajena, siempre concentrado en tu propia alma. Y nosotros ni lo uno ni lo otro, de modo que: ¡volvemos a Barcelona!

Veinte hombres, varones y mujeres, llegados desde diferentes comisarías de la ciudad para formar el operativo de lo que ya había empezado a llamarse «operación claustros». Los observé, la mayoría jóvenes, sentados como niños en el colegio en espera de que les adjudicaran alguna tarea. Según el procedimiento habitual, nadie les daría las claves de la investigación, ni cómo se imbricaba su trabajo en el rompecabezas general del caso. Consecuentemente, para que realizaran con efectividad el encargo, debían tener muy bien acotada su misión. La reunión inicial era importante.

Bien visible, aparecía el mapa de situación de los lugares que debían ser inspeccionados. Yolanda, Sonia y el subinspector habían elaborado el material que les repartimos a cada uno de ellos. Consistía en una fotocopia de dicho mapa, otra de la fotografía de Eulalia y la descripción de la impedimenta que solía llevar con ella según la versión de los Mossos d'Esquadra: un gran saco de dormir y varias bolsas.

Tomé la palabra después de saludarlos.

—La teoría es muy fácil, señores, y ustedes se la saben de memoria: preguntar, mostrar la foto, seguir la pista y encontrar a esta mujer. No hay nada que yo pueda enseñarles. Dentro de un momento el subinspector Garzón realizará el reparto de las zonas de la ciudad que hemos seleccionado. Antes de hacerlo les ruego que si alguno de ustedes conoce muy bien un sector, se lo comunique al subinspector para que le sea adjudicado con preferencia. Cualquier novedad debe ser informada inmediatamente a los teléfonos móviles de las agentes Yolanda y Sonia, que coordinan el operativo. ¿Hay preguntas?

—¿Con cuánto tiempo contamos?

—Buena pregunta, se me había olvidado. La búsqueda tiene un tope de tres días. Pasado ese tiempo el número de hombres deberá rebajarse por razones lógicas; se les necesitará en otros cometidos. ¡Ah!, y les ruego discreción absoluta. Mucha suerte.

Un murmullo de aquiescencia recorrió la sala de reuniones. Salí y, diligente, fui a mi despacho a preparar el informe del día. Ya que el comisario se había portado bien prestándonos tantos agentes, yo procuraría cumplir las órdenes que más me reventaban con toda disciplina.

A las ocho había acabado y me propuse regresar pronto a casa, al menos por una vez. Vi a Garzón poniéndose el abrigo.

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