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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (5 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—No fue así. La sacaron entre dos, con mucho cuidado. Uno sujetaba la cabeza y otro los pies.

—¿Cómo llegas a esa deducción?

—Es que la parte más interesante la he dejado para el final: hay un testigo.

Garzón y yo impulsamos nuestros cuerpos hacia delante en una idéntica reacción.

—Pero ¡coño, Palafolls, haber empezado por ahí!

—¡Calma y tranquilidad, que el testigo que tenemos tampoco es como para lanzar cohetes! Se trata de una mujer, una
homeless
, una mendiga bastante mayor que suele instalarse con todos sus arreos muy cerca del convento. Nos contó que de madrugada llegó una furgoneta, bajó alguien: no sabe cuántas personas ni cómo eran, entró tranquilamente por la puerta, y luego salieron dos cargando con lo que ella denominó un enfermo, lo subieron en la trasera y el vehículo desapareció.

—¿Qué más?

—Nada más. Es incapaz de describir a los hombres que portaban el cuerpo y de la furgoneta dice que era de color claro como único dato. Así que cualquier cosa.

—¿No vio a nadie entrando antes de toda esa movida?, ¿no sabe si llegaron también dos personas?

—No. No vio nada ni parece enterarse de mucho. Ya sabes cómo son esos tíos. Yo creo que ésta tiene como mejor amiga la botella, de modo que...

—¿La tenéis localizable?

—Le pedimos al juez que nos diera permiso para recluirla temporalmente en alguna institución, pero el muy capullo se negó en redondo. El único sitio donde está casi cada día es en un comedor social de la calle Ferran. Y luego en su dormitorio suntuario de la puta calle. Si la necesitamos para testificar habrá que echarle un galgo. Por lo menos le hemos hecho una foto. ¿Qué, qué os parece el casito de marras?

—A mí me parece que no entiendo nada —declaró Garzón.

—Pues eso es lo que hay. Como que casi me alegro del latrocinio que os estáis marcando. Porque a este sainete hay que añadirle a las monjas dando el turre con la discreción, los frailes de Poblet que están de los nervios, los chicos de la prensa merodeando como chacales y los jefes en plan: esto es un asunto de prioridad. Vamos, que casi casi os regalo el caso.

—¡Qué chulo eres, Palafolls!

—Como que nací en Olot pero mi madre es madrileña, cosa de los genes.

—Y de indicios, pelos, huellas, ¿cómo estamos?

—Fatal. Se han recogido cosas, pero en un lugar donde entran turistas de visita una vez a la semana tú me dirás qué valor tienen. Vamos para la oficina y os lo doy todo, que aquí acaba mi cometido y yo no trabajo por afición.

De todo cuanto nos había informado, lo más llamativo era lo del cartel. «Buscadme donde ya no puedo estar.» Un jeroglífico inquietante, como cualquier mensaje que un asesino deja a la policía en el lugar del crimen.

Bien, el caso ya se encontraba bajo nuestra responsabilidad. Eran tantas las incógnitas, que se hacía difícil escoger un camino por el que dar los primeros pasos. En espera de los resultados de la autopsia regresamos al convento de las corazonianas. La madre Guillermina estaba ya al tanto de los cambios que ella misma había originado. Nos recibió en su despacho, bastante ufana.

—Doy gracias a Dios de que sean ustedes quienes se ocupen de esta tragedia.

—Tengo la impresión de que nos está valorando en exceso, madre.

—Estoy segura de que son ustedes excelentes profesionales. Además, no quiero gente desconocida trajinando en el convento. Más sincera no puedo ser.

—Hay preguntas que debemos hacerle.

—¿Sobre qué?

—Sobre el trabajo que estaba efectuando el hermano Cristóbal.

—Me lo imaginaba. Para eso llamaré a la hermana Domitila. Es nuestra experta en arte y cultura, una especie de mantenedora de los bienes que guardamos aquí. Ella era quien estaba en contacto más directo con el pobre hermano.

—Hablaremos con ella, por supuesto, pero ¿y el resto de la comunidad?

—Aquí vivimos quince monjas.

—Quiero verlas a todas.

Torció el gesto, se dirigió a mí con un deje de impaciencia que ni siquiera intentaba disimular.

—Lo cierto es que yo había pensado preservarlas un poco de todo este asunto.

—Es comprensible, pero se trata de personas que pueden ofrecer algún testimonio y, por lo tanto, deben ser interrogadas, aunque sea someramente.

—Testimonios... lo dudo, ellas continuaron con sus quehaceres diarios mientras el hermano Cristóbal venía a trabajar. La mayoría de ellas ni lo vio.

—Entonces me entrevistaré con todas a la vez. Le ruego que lo organice para que pueda hacerlo con efectividad.

—Como usted ordene.

Salió con cara de disgusto y yo miré a Garzón, que permanecía callado como un muerto.

—A lo mejor esta hermana presidenta se creía que si era usted la encargada del caso iba a poder torearla a su antojo.

—Pues es obvio que si pensó eso estaba equivocada. Y deje de llamarla hermana presidenta. Puede llamarla madre priora o madre superiora.

—Es complicado, ¡joder!, madre, hermana... con tantos parentescos...

—Sí, no va a ser nada fácil, y espérese, que cuando acabemos aquí nos queda aún Poblet.

—¿Usted cree que la cosa es interna de ambas comunidades, el asesino está en una de ellas?

—No lo sé, Garzón.

—¿Y el cartel gótico, y los tíos llevándose a la momia en una furgoneta? ¡Si es que es todo la hostia, inspectora, parece una película de televisión!

—A usted le parecerá un sinsentido, pero un hombre está muerto, Fermín.

—Sí y a otro más muerto aún se lo han llevado de paseo.

—No sea imprudente, cállese. Las paredes oyen.

Aunque lo hiciera callar, yo compartía su sensación de astracanada. Además, bien a mi pesar, consideraba divertido lo que estaba diciendo. Pero no podíamos permitirnos un ataque de risa en aquellas circunstancias.

Al cabo de un rato regresó la priora.

—Las hermanas se encuentran todas ejerciendo sus diferentes labores y costará un poco reunirlas. ¿Por qué no hablan antes con sor Domitila y sor Pilar, su ayudante?

—No hay ningún inconveniente.

Tras nuevos minutos de espera aparecieron dos monjas. Eran las primeras que veíamos exceptuando a la superiora y la horrible portera. La más alta frisaba los cuarenta años y tenía un rostro inteligente y sereno. La otra era muy joven, parecía una niña disfrazada de monja, y nos miraba con sus hermosos ojos abiertos como platos llenos de curiosidad. La archivera sonrió, se presentó y presentó a su ayudante.

—La madre ha dicho que le ayudemos en todo lo posible. Así que ustedes dirán.

Yo hice también las introducciones previas, y no pude por menos que advertir cómo la presencia masculina de Garzón las incomodaba un poco. Sin duda estaban menos acostumbradas que la madre Guillermina a entrevistarse con gente del exterior.

—Lo primero que debemos preguntarles es si vieron el cadáver antes del levantamiento.

Negaron con la cabeza, ambas adoptaron una actitud de recogimiento respetuoso.

—La madre Guillermina nos ha evitado esa experiencia tan dura.

—Usted lo frecuentó durante todos los días que permaneció trabajando aquí, ¿no es cierto, hermana Domitila?

—Sí, sor Pilar y yo lo atendíamos en todo lo que nos pedía.

—¿Y qué solía ser eso?

—Le facilitábamos los documentos que necesitaba, fundamentalmente.

—Tenía entendido que la labor del hermano Cristóbal era llevar a cabo una especie de «mantenimiento» del cuerpo momificado del beato. ¿Necesitaba documentos para ese cometido?

—En realidad el hermano era arqueólogo y también historiador; un auténtico sabio, un erudito. Muchos monjes cistercienses lo son. Acudía a muchos conventos e iglesias para realizar trabajos históricos: dataciones, documentaciones de fechas o de santos... Aquí vino llamado por la madre Guillermina, que a instancias de la madre provincial y con muy buen criterio, consideraba que habíamos tenido a nuestro beato muy desatendido, por decirlo de alguna manera comprensible. No teníamos su historia completa. Además, su cuerpo nunca había sido remozado, médicamente hablando. El hermano Cristóbal reunía en sí ambas cualidades: como historiador y como mantenedor de momias podía hacer un gran trabajo. Por eso nosotras le llevábamos documentos que iba solicitando.

—Comprendo. ¿Desde cuándo trabajaba aquí?

—Quince días más o menos.

—¿En qué punto de su labor estaba?

—Recopilaba documentos y los ordenaba. Escribía cosas en su ordenador portátil. Con los trabajos físicos del cuerpo aún no había comenzado.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—La misma mañana del día de su muerte. Dijo que no nos necesitaba, que pasaría la tarde en la capilla y acabaría de noche, que después cerraría él como siempre solía hacer en esos casos.

—¿Se fijó en si la puerta de la capilla que da a la calle estaba cerrada con llave?

—No, no me fijé.

—¿Le dijo si iba a abrirla por alguna razón?

—No mencionó la puerta para nada.

—¿La había abierto alguna otra vez?

—Que yo sepa, no.

—¿Le notó algo especial?

—¿Qué quiere decir?

—Si lo notó nervioso, triste, cansado, si le hizo algún comentario fuera de lo corriente.

—¡No, qué va!; el hermano era un hombre muy tranquilo, muy cordial, paciente y minucioso como lo requería su trabajo. No tenía altibajos de humor.

—¿Dónde está su ordenador portátil?

—¿No lo han encontrado?

—No entre las cosas halladas aquí.

—¿Han buscado en su celda de Poblet?

—Todavía no.

—Allí debe de estar; alguna vez había venido sin él.

—¿No solía llevar más material?

—Bueno, su cartera de papeles y su libreta de notas.

—¿Y dónde están ahora?

—No lo sé, inspectora. —Se volvió hacia la monja joven y le preguntó—: ¿Usted sabe algo, hermana Pilar?

—No, yo no.

—¿Han mirado en la biblioteca? Trabajaba ahí. Aunque los otros policías ya buscaron por todas partes.

Garzón y yo nos observamos mutuamente con cara de despiste. La monja asintió y, muy decidida, dio media vuelta.

—Voy a echar una ojeada —dijo y se disponía a salir cuando la atajé.

—¡Un momento, hermana, un momento! Me temo que nosotros también queremos inspeccionar esa biblioteca.

—Pues habrá que preguntarle a la superiora. Es zona de clausura.

—Mire, estamos llevando a cabo un procedimiento policial por asesinato; de modo que todas las dependencias del lugar del crimen son susceptibles de ser inspeccionadas.

—Sí, ya sé; pero ustedes tienen su estructura de mando y nosotras la nuestra. ¿A que usted no puede saltarse a su comisario y reportar con el jefe superior?

—¡Caramba, está usted muy familiarizada con las cosas policiales!

—Antes de entrar en la orden leía novelas de crímenes. No se preocupen, enseguida regresaré con el permiso de la superiora.

La religiosa más joven hizo ademán de seguirla como un perrillo; pero su jefa le dijo en susurro:

—Quédese aquí, hermana.

Bajó la vista con timidez. Empecé a pensar qué podía preguntarle, pero Garzón se me adelantó, y no lo hizo en el entorno de la investigación, sino que se arrancó con un muy directo:

—¿Y usted desde cuándo es monja?

—¿Yo? —balbució a punto de fundirse—. Yo venía a recibir instrucción religiosa los viernes y, al final, con los años ingresé en el convento. Ahora tengo veintitrés y hace cuatro que soy monja —soltó de corrido como si fuera una lección largamente recitada.

—¡Pues qué joven! —respondió Garzón en un tono que oscilaba entre la simple sorpresa y la censura.

—Sí —añadió muy turbada—. Ahora voy a la universidad.

—Muy bien; por lo menos hay que estar instruido.

Sin saber a qué se refería aquel «por lo menos», y con sincero pánico de averiguarlo en aquel momento, desvié la conversación hacia el caso.

—¿Cómo era de carácter el hermano Cristóbal?

—Muy bueno, muy trabajador. A mí siempre me gastaba bromas y me decía que tenía que estudiar mucho.

—¿Qué estudia?

—Segundo curso de Historia.

Desviaba la vista hacia el suelo cada vez que nos hablaba, con semejante timidez no debía pasarlo demasiado bien en la universidad. Puso cara de liberación cuando entró sor Domitila.

—Ya está, pueden ustedes pasar; también el subinspector.

Comprendí que la excepción era doble en el caso de Garzón.

Entre pasillos, siempre vacíos, nos condujo a la biblioteca. No era muy espectacular; más bien modesta. Las paredes estaban llenas de anaqueles abiertos con libros modernos y una vitrina cerrada con llave contenía los antiguos. En el centro una gran mesa desnuda rodeada de incómodas sillas.

—Aquí trabajaba el hermano cuando no tenía que estar en la capilla.

—¿Y su cartera?

—No está.

—¿Se ha informado de si alguien la ha recogido?

—La superiora dice que todo está como él lo dejó. Seguro que está en Poblet.

—Quizá esté en la habitación del hermano, ¿han mirado ustedes bien? Ése es otro sitio que tendremos que inspeccionar.

—Pero el hermano Cristóbal regresaba cada día a Poblet.

—¿No se alojaba aquí?

—¡No, jamás podríamos alojar a un hombre, inspectora, aunque perteneciera a una congregación religiosa. Son las normas.

—¡Pues debía de ser muy pesado para él!

—Venía unos tres días a la semana, se quedaba hasta muy tarde a veces. Pero decía que al día siguiente le dejaban descansar. Hubiera podido dormir en el convento de alguna otra comunidad de frailes, siempre hay acuerdos, pero él cogía su cochecito y regresaba, le gustaba hacerlo así. De modo que sus cosas deben estar en el monasterio.

—Mañana lo veremos.

—¿Es importante? —Parecía súbitamente concienciada de la trascendencia de la investigación—. Porque si quieren puedo darles el número de teléfono de los frailes y llaman ustedes ahora mismo.

—No será necesario. Mañana tenemos proyectado hablar con el prior.

—Y si no encuentran la cartera, ¿significa eso que la investigación iría peor? —Su cara de interés me sorprendió. Le sonreí.

—¿Quiere usted saber cómo trabajamos?

Se turbó un poco, se echó a reír con levedad.

—Perdónenme; estoy muy apenada por la muerte del hermano Cristóbal y eso es lo único que debería importarme; pero la verdad es que todo lo policial es...

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