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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (32 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—No te creas que me hace mucha gracia que todo el mundo esté pendiente de nosotros.

—Me lo imagino; debe de ser mucha responsabilidad. ¿Y cómo lo lleváis?

—Mal, los pasos que damos son inseguros y lentos.

—Pero tú lo descubrirás todo, Petra, ya verás —intervino Marina, llena de fe.

—Yo no trabajo sola, hay un equipo grande conmigo. Y está el subinspector, no te olvides.

—Pues claro, ya me acordaba de él.

Federico me miró con ojos irónicos.

—Ésa es la versión políticamente correcta, ahora dime lo que piensas de verdad.

—¿En serio quieres saberlo? De acuerdo, te lo diré. Éste es el caso más odioso, enrevesado y ridículo en el que he trabajado jamás. Cada vez que pienso en esa momia y en su absurda pata cortada me dan ganas de encontrarla sólo para poder hacer picadillo con el resto del cuerpo.

Se echaron los dos a reír. Ni siquiera me atrevía a preguntarle a Federico qué comentarios incluían los periodistas ingleses en sus crónicas, mejor no saber demasiado. Sólo pedía al cielo que mis superiores no se enteraran de la difusión que habían alcanzado nuestras andanzas; los juzgaba capaces de organizar una rueda de prensa diaria con Beltrán y Villamagna. Además, era fácil colegir que si en Gran Bretaña se habían hecho eco de la momia, lo mismo sucedería con los diarios de cualquier otro país. Lejos de sentirme una
star
, noté en los hombros una losa de piedra que pesaba demasiado para mí. Quizá era el momento indicado para renunciar. Claro que si lo hacía, no sólo obraría en contra de mi proverbial testarudez profesional sino que traicionaría la confianza que Marina tenía depositada en mí. Curiosamente, aquel último condicionante era el que más me importaba. ¿Por qué: por cuestiones amorosas o tiernas consideraciones hacia la infancia? No, si lo analizaba en profundidad me daba cuenta de que un niño no admira en proporción a las virtudes de la persona admirada, sino que crea un mito de infinita magnitud, erige una estatua de oro puro, consagra a un dios. ¿Y hasta dónde cae ese ser fabuloso si algo lo derrumba? Probablemente hasta el subsuelo, hasta la más completa decepción, hasta fundirse con la nada. En cualquier caso, me costaba renunciar a ser una diosa sin fisuras ni debilidades para mi hijastra. Federico me miró con simpatía.

—Yo de ti, no me preocuparía demasiado por los periodistas. Lo que vosotros no les digáis, ellos se lo inventarán.

Le sonreí, y agradecí oír la puerta de la calle abrirse. Marcos había llegado en el momento oportuno, porque yo no sabía qué contestar. Venía con los gemelos, de modo que el ambiente de la casa se animó de improviso y no volvimos a hablar de momias ni de asesinos. Hubo bromas, gritos, saltos, y comprobé cómo Federico se convirtió en un niño más como por arte de magia. Tomaba el pelo a sus hermanos, hacía con ellos amagos de lucha libre... aquél era su rol en la familia, imaginé, mientras que conmigo se comportaba como el adulto que ya era en realidad.

Salimos a cenar a un restaurante, donde continuó el ambiente de fiesta. Me divirtió observar cómo todos adecuábamos nuestra personalidad al grupo, todos menos Marcos, que continuaba fiel a sí mismo con su calma habitual. No era mi caso. Yo, abrumada por los sinsabores de la investigación, demasiado acostumbrada a la soledad, sentí unos deseos locos de evadirme de mi propia piel, de convertirme en un miembro más de aquella familiastra, pero no como madre, sino como una especie de hermana mayor. Bebí cerveza, reí, dije tonterías y participé en las algo enloquecidas conversaciones de los chicos con la mayor naturalidad. Federico era un eslabón que propiciaba un acercamiento a los más pequeños dándome la oportunidad de huir de un papel demasiado formal. Marcos me miraba, divertido, quizá comprendiendo en aquel momento lo difícil que me resultaba normalmente oficiar de madre cuando no lo había sido jamás.

En la cama, aquella misma noche, me preguntó:

—¿Qué tal con Federico?

—Es genial. ¿Crees que le he caído bien?

—Estoy convencido.

—Resulta más fácil tratar con él que con los niños. Supongo que siempre sucede eso: te relajas con quien no espera nada de ti. ¿Piensas que soy una inmadura por pensar de esa manera?

—Quizá, no me he parado a pensarlo. Aunque a lo mejor la inmadurez consiste en esperar algo de los demás.

Me quedé pensativa.

—¿Yo espero algo de los demás?

—No lo sé. ¿Esperas tú algo de mí?

—¡Eso es trampa, no estábamos hablando de nosotros dos!

—Cuando los pensamientos tienen que ser diferentes al hablar de la pareja... mala señal.

—Marcos, ¿puedo pedirte un favor?

—Adelante.

—Olvídate de filosofías y durmamos de una vez.

Se echó a reír y me abrazó, como si todo fuera una broma; pero yo estaba un poco enfadada. No quería pensar en nada con seriedad aquella noche y lo que menos necesitaba era una voz exterior que me obligara a escarbar en mi mente. Por un rato había conseguido comportarme como una inconsciente, y no pensaba estropearlo ahora dando rienda suelta a una retahíla de preguntas y respuestas analíticas. Me dormí. En mis sueños tenía quince años y todo me divertía, sin más.

11

La visita a los
Piñol i Riudepera
no podía posponerse más. Si de verdad nuestros detectives eclesiásticos estaban avanzando en alguna dirección que valiera la pena, nosotros debíamos o descartar sus hipótesis o apuntalarlas. Naturalmente no me hacía maldita la gracia tener que acercarme a un notable catalán como aquél. Sobre todo porque imaginaba que a su alrededor habrían tejido una coraza del más resistente material. Por desgracia, no sólo no me equivoqué sino que mi intuición se vio superada por la realidad.

Garzón y yo nos personamos en las oficinas de los
Piñol
a media mañana. Estaban situadas cerca de Barcelona, en un polígono industrial de Montcada i Reixach. Nuestra calidad de policías nos abrió las puertas justo hasta llegar al propio nieto de don Heribert, que se llamaba Joan. Por descontado, estaba al tanto de las «dificultades», como él las denominó, de las corazonianas. Sin embargo, que pretendiéramos interrogar a su padre le parecía algo así como ciencia ficción.

—Eso es imposible —dijo como primera línea de diálogo.

—¿Podemos saber por qué?

—Porque mi padre está retirado, aquejado de algunos brotes de demencia senil. Tampoco creo que les sirviera de mucho hablar con él. No recuerda la mayor parte de las cosas y otras, las confunde.

—Dicen que los mayores con problemas de ese tipo suelen recordar bien el pasado remoto, aunque olviden lo que han cenado el día anterior. Si a usted le parece bien, insisto en charlar con su padre.

Tenía pinta de relamido ejecutivo licenciado en Económicas por una universidad privada y se notaba la profunda repulsión que le provocaba el hecho de que la pasma tuviera la más mínima relación con su familia.

—Todo eso está muy bien, inspectora; pero tendré que conocer al menos los motivos por los que es tan importante que hablen con él, ya que de momento le aseguro que no entiendo nada.

Soltarle a
Piñol
júnior las hipótesis completas de nuestros detectives aficionados me parecía en aquel momento como una especie de broma universal; así que las sinteticé, pero ni siquiera aquel procedimiento abreviado evitó que él soltara una carcajada taladradora, casi cruel. Procuré no inmutarme y proseguí con toda la calma de la que fui capaz.

—Quizá él guarda en la memoria algo que le haya contado su abuelo y que puede ser interesante para la investigación que llevamos entre manos.

Una mueca que quería ser irónica y era deforme se instaló en su boca de labios finos y pálidos.

—¿Y si le repito que no pueden verlo?

—Pediré una citación por vía judicial.

—Dudo mucho que le permitan entrevistarse con mi padre si la familia se opone por motivos de salud.

—En ese caso convocaré a los periodistas y les diré que Heribert
Piñol i Riudepera
se niega a declarar en el caso de la momia, sin más explicaciones. Puede estar bien seguro de que lo publicarán, andan faltos de novedades.

La cara del heredero de los
Piñol
se contrajo en un gesto de odio que no parecía adecuado para alguien que vestía tan bien como él. Atragantándose con sus propias palabras arremetió contra mí.

—Es usted una maldita...

Garzón lo interrumpió con voz de trueno.

—¡Tenga cuidado con lo que dice, está hablando con una inspectora de la Policía Nacional!; y le aseguro que dormir una noche en la trena es más fácil de lo que cree.

Congestionado, con los ojos lagrimeándole de rabia, se puso en pie, señalándonos la puerta.

—Lo consultaré con mi familia y esta tarde les diré algo. Y ahora, si no les importa, yo soy un hombre muy ocupado.

Dejé sobre su mesa una tarjeta con nuestro número telefónico y salimos sin despedirnos, pero antes de traspasar el umbral, Garzón le soltó de improviso:

—Le recomiendo que luche contra el estrés jugando al golf. Funciona muy bien.

El portazo que dio Joan
Piñol
a nuestras espaldas se oyó en todas las dependencias e hizo que la secretaria que nos acompañó hasta la salida lanzara sobre nosotros miradas de inquietud. En la calle, la reacción del subinspector no se hizo esperar.

—¡Valiente pedazo de capullo! Sólo tener que hablar con nosotros ya le parecía un deshonor. Como si eso de la poli no fuera con él.

—Si ya se lo digo yo, Fermín, éste es un país de privilegios. Aquí nadie se siente concernido por la ley, es como si sólo existiera para el populacho, para los siervos de la gleba.

—¡Bah, olvídelo!; será mejor que nos arreemos una cerveza para alejar las malas imágenes. Además, hay que ponerse en el lugar del otro, y reconozca que si a usted le vienen con la milonga de que en el año catapún sus antepasados tomaron represalias contra uno que había cometido sacrilegios con una momia... ¿Cómo reaccionaría usted?

—Fatal, me ciscaría mil veces en las peculiaridades historicorreligiosas de este puto país, pero no la tomaría con el mensajero.

—Vamos, que en lo único que ha fallado este tío es en ser un gilipollas y eso no puede remediarlo.

—¿Puede explicarme a qué viene tanta comprensión universal?

—Beatriz siempre me dice que antes de criticar a los demás hay que hacer autocrítica.

—Pues no había hecho usted demasiada cuando le soltó a
Piñol
lo del
golf
.

—No me toque las pelotas, inspectora.

—¿Y eso, tiene su frase el más mínimo toque autocrítico?

—Con usted lo mejor es no decir ni pío, pero siempre se me olvida, ¡qué le vamos a hacer!

Tomamos nuestra cerveza con parsimonia, quizá derivada de nuestra sensación de fracaso continuado.

—Y a las chicas, ¿dónde las tenemos? —pregunté de pronto.

—A las órdenes de Beltrán, ¿no se acuerda?

—Fingiendo que buscan locos. Dicho de otra manera: derrochando el dinero del contribuyente.

—Parece usted una carta de los lectores, Petra.

—Es que estoy muy cansada, Fermín. El otro día usted me planteaba: ¿renunciamos al caso? Quizá no era mala idea: lo dejamos y en paz, que otros breguen con la España profunda.

—¡Ah, no, ni hablar! Ahora que lo tenemos encaminado...

—Encaminado hacia el precipicio. Del entorno de la mendiga, que parecía una salida lógica, no hemos sacado nada importante y todo esto de la investigación histórica me da un repelús... Imagínese que encontramos al culpable por esa vía y resulta ser un descendiente del tío al que jodieron por haber mancillado a una puta momia. ¿No sería su acción una reivindicación histórica justa después de todo?

—Le recuerdo que hay dos muertos en este asunto: un monje que nada malo había hecho y una pobre mujer cuyo único delito fue ver algo inconveniente.

—Lleva usted razón, ya no sé ni lo que digo.

—¿Por qué no se toma la tarde libre y se va con su marido al cine o de compras?

—Me apetecería más que cualquier cosa en el mundo, créame.

—A veces creo que tenemos de repente ganas de abandonar el trabajo porque en casa nos espera un mundo feliz. Entonces nos preguntamos: «¿Y qué hago yo aquí aguantando criminales y mala vida cuando tengo una alternativa estupenda al alcance de la mano?». Porque ambos podíamos pedir un servicio en oficinas y santas pascuas.

—Aceptar eso que dice es como afirmar que por tener una vida personal satisfactoria se pierden capacidades profesionales, cosa con la cual no puedo estar de acuerdo en tanto que mujer. Ése ha sido siempre un viejo argumento en contra de las mujeres con pareja. Además, no deja de ser una estupidez. ¿Quiénes serían entonces los buenos policías, exclusivamente los tíos solitarios, puteados, cabroncetes y con conflicto interior?

—¡Claro, Petra, como los detectives de las novelas americanas! ¿Lo ve, se da cuenta de hasta qué punto no podemos permitirnos el desfallecer? ¿Quién dijo que este caso nos supera? ¡Pero si además contamos con una ayuda casi celestial!

—En eso lleva razón, con tanto eclesiástico...

—No, si yo me refería al doctor Beltrán, un ser tocado por la gracia, pariente cercano de Dios.

Había logrado hacerme reír. Por eso le invité a otra cerveza, por eso y porque a pesar de la risa, no remontaba mi ánimo de una manera natural, de modo que confié en el alcohol.

No hubo que esperar mucho para recibir contestación de la familia
Piñol
i Riudepera. Veinticuatro horas después de haber visitado al
hereu
, su abogado y abogado también de sus empresas se puso en contacto con nosotros. Las condiciones para interrogar al patriarca no eran complacientes. En primer lugar, debíamos desplazarnos nosotros a su finca de Cardedeu, donde vivía retirado. También era imprescindible que presentáramos previamente un cuestionario con nuestras preguntas. Además, estarían presentes en nuestra conversación un miembro de la familia
Piñol
, el propio abogado y el médico personal de don Heribert, que tendría la facultad de interrumpir la visita si las condiciones físicas del interpelado lo aconsejaban.

—Me dan ganas de contestar que se vayan al carajo y pasar directamente a la orden del juez —comentó Garzón.

—No ganamos nada. Además, el juez no ordenaría algo muy diferente tratándose de un hombre de edad y precario estado de salud. Llame usted al abogado y dígale que lo único inaceptable es la lista con las preguntas. Pasaremos por todo lo demás.

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