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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (45 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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Hubo algún alzamiento furtivo de ojos. La madre Guillermina, de nuevo, tomó el liderazgo de la situación.

—Hermanas, quiero que hagan exactamente lo que les indique en cada momento la inspectora. También quiero que le contesten a todo lo que les pregunte con total sinceridad y veracidad. Y si hay algo que no entiendan, pregúntenlo sin problemas. Es necesario que la inspectora quede completamente segura y convencida de todo cuanto le digan.

Me miraron. Resultaba difícil indagar en sus expresiones. El hábito y la toca las uniformizaban de manera que costaba distinguir bien incluso sus facciones, calcular qué edad tenía cada una de ellas.

—¿Están todas presentes?

La madre Guillermina me dijo en un aparte que todo el mundo oyó:

—Falta la hermana Pilar. La hermana Domitila me ha dicho que tenía un examen hoy en la facultad y me ha parecido una pena que lo perdiera. Como de todos modos casi siempre que ese chico venía aquí ella no se encontraba en el convento sino en sus clases...

La escruté sin ningún disimulo, buscando alguna pista en sus palabras. Se percató, por supuesto, y añadió:

—Pero si le parece necesario vamos a buscarla, ¿eh?

—No, no, está bien así —dije sin haber detectado nada anormal. Luego, las costumbres lingüísticas me traicionaron y empecé a hablarles diciendo:

—Señoras... —enseguida lo enmendé añadiendo con desparpajo—: Quiero decir: hermanas. No me propongo llevar a cabo un interrogatorio largo; al contrario, se trata de una sola pregunta; pero si queremos que la contestación sea provechosa es necesario que piensen bien, muy detenida y cuidadosamente.

La más absoluta impasibilidad fue la única y colectiva reacción. Sólo pude advertir en el rostro de la hermana Domitila un cabezazo de infantil asentimiento.

—Lo único que deseo saber es quién y en qué circunstancias habló o se encontró alguna vez con el repartidor de frutas del convento, el joven llamado Juanito Lledó.

Si aquella comunidad hubiera estado constituida por los vecinos de un inmueble, todos hubieran empezado a hablar al mismo tiempo; pero las corazonianas estaban entrenadas para callar, y callaron. Noté que la madre Guillermina se impacientaba.

—Hermanas, alguna vez lo habrán visto, ¿no?

Una de ellas levantó el dedo y dijo:

—Yo me crucé con él alguna vez en el pasillo.

—¿Le habló?

—Noooo —exclamó con el mismo escándalo que si le hubiera preguntado si le practicó una felación.

—¿Se fijó en algún detalle del muchacho? —retomé yo las preguntas.

—No lo miré.

—¿Y entonces cómo lo vio?

—Lo vi desde lejos, pero bajé los ojos cuando estuve cerca de él: es lo decoroso en una monja.

—Comprendo.

—¿Alguien más lo vio del mismo modo, es decir sólo pasando por su lado y sin hablar con él?

Algunas monjas, incluida la madre Guillermina, levantaron una mano tímidamente.

—¿Alguien en alguna ocasión habló con él, aunque sólo fuera del tiempo?

Ni una mano se destacó entre los hábitos negros.

—¿Alguien lo vio en alguna oportunidad haciendo o diciendo algo que le llamara la atención?

Silencio e inmovilidad en el grupo. Me di cuenta de que era inútil intentar nada más. Miré a la priora y le dije en voz baja:

—Dígales que pueden retirarse.

Salí al corredor y por el rabillo del ojo pude observar cómo todas regresaban a sus celdas sin hablar entre ellas. Quedamos solas la superiora y yo.

—Madre Guillermina —empecé, pero inmediatamente me interrumpió:

—Cualquier cosa que quiera decirme, en mi despacho.

Fue tan imperativa que la seguí sin dudar, preguntándome si en su despacho me diría algo interesante. Pero no, enseguida comprendí la premura por llegar a su pequeño rincón. Inmediatamente después de haber cruzado el umbral, sacó de un lugar oculto de su hábito una cajetilla de tabaco, tomó un cigarrillo y se puso a fumar con la vehemencia de una drogadicta.

—Discúlpeme... —acertó a decir, reconfortada por el humo— ...pero nuestra conversación anterior fue tan tensa que sentía absoluta necesidad de un cigarrillo.

La observé con simpatía, como siempre que me mostraba sus debilidades de ser humano. Yo también busqué mi paquete para fumar.

—Lo siento, madre, se lo aseguro. Mi intención no es nunca la de pelear con usted, pero debe comprender que este caso está durando demasiado, y eso genera un enorme nerviosismo general. Hemos cometido demasiados errores y quiero estar convencida de que no cometemos más.

Asintió gravemente, exhaló el humo, cerró los ojos.

—Yo también le pido perdón. Piense que quiero ayudarla, conseguir que estos crímenes execrables queden aclarados de una vez y que al convento regrese un poco de la paz de la que antes disfrutábamos. Todo esto es cansado para mí también, inspectora. Ha sido excesivo, ha sido... como una terrible maldición. ¿De verdad cree que serán ustedes capaces de encontrar pronto al culpable?

—Sin duda ninguna, presiento que nunca habíamos estado más cerca.

—Rezaré intensamente porque lo consigan.

—Se lo agradezco.

Dejé cansinamente el despacho y por primera vez en todo aquel desgraciado caso, me di cuenta de que circulaba por los corredores del convento yo sola, sin que nadie me acompañara. Tal ausencia de vigilancia me provocó una sensación extraña. Aquél era un reducto imposible de franquear, un círculo cerrado al que resultaba francamente difícil arrancar sus secretos, si es que existían.

Sólo a mediodía reuní fuerzas y serenidad suficientes como para telefonear a Marcos. Respondió desabridamente al comprobar que era yo.

—¿Aún estás enfadado conmigo?

—Fuiste muy injusta ayer.

—Sí, ya lo sé —contesté imbuida aún del espíritu de santa convivencia que me había transmitido la superiora horas atrás.

—Saberlo no cambia mucho las cosas.

—Lo sé y te pido disculpas.

—Bien —dijo en un susurro.

—Si quieres puedo someterme a duras penitencias.

—¿Como por ejemplo?

—Puedo ir contigo a comer
sushi
, que, como sabes, me sienta fatal.

Se echó a reír.

—Te recojo en comisaría dentro de veinte minutos.

Comimos felices y tranquilos en un restaurante japonés lleno de ciudadanos barceloneses devotos del pescado crudo. Sin duda ninguna el amor era una planta muy delicada que necesitaba cuidados permanentes, todo lo contrario de lo que siempre se nos ha hecho creer: «El amor verdadero aguanta ciclones». Puede que sí, pero se mustia si alguien no derrama sobre él un poco de lluvia remansada.

—Creo que esta noche podré llegar pronto a casa —prometí de modo suicida a los postres.

—Sería genial, porque hoy están los chicos y no paran de preguntarme por ti.

—¿Estás seguro de que es por mí, no será por la momia o el asesino psicópata?

—Bueno, por ellos también.

—Entonces no sé si quedarme trabajando, tengo pocas novedades que presentarles y me machacarán.

—Es un riesgo al que debes enfrentarte.

Después de la comida me sentía más en paz con el mundo, sentimiento que se esfumó en cuanto tuve delante a Garzón.

—¡Coño, inspectora, me preguntaba dónde se había metido!

—Pues siga preguntándoselo porque no pienso decírselo. ¿Ha pasado algo interesante?

—La plana mayor ha dado luz verde a la comparecencia de Villamagna frente a los medios. En media hora estarán todos aquí para la rueda de prensa.

—¿Sabe algo el juez?

—Creo que ni mu. Los jefes se han portado.

—Se han portado, pero como Manacor se ponga chungo nadie dará la cara por nosotros y nos la cargaremos usted y yo. ¿Es consciente de eso?

—No he nacido ayer. ¿Acaso ve pañales en mi entrepierna?

—No veo en su entrepierna nada que me llame la atención.

—Aprecio su sentido del humor, lástima que el sentido del deber no esté a la altura.

—¡Toda esta gresca porque he llegado media hora tarde!

—¿Está segura de que Villamagna sabe lo que debe decir?

Como en una escena vodevilesca, el propio Villamagna apareció por la puerta. Llevaba puesto el precioso uniforme negro de la Policía Nacional, que le sentaba muy bien a su físico. A su espíritu no parecía cuadrarle de igual manera, porque enseguida se puso a despotricar en su habitual
slang
castizo:

—¡La madre que me parió! Al tío que diseñó este uniforme deberían caerle veinte años y sin posibilidad de provisional.

—Estás muy guapo, Villamagna.

—¿Guapo?, mírame el cuello: rojo como el culo de un mandril. ¡Y todo por esta camisa de los cojones!

—¿Los jefes te han dicho que te pusieras de gala?

—Sí, para dar más empaque a la declaración. Por lo visto se trata de cargar las tintas sobre la culpabilidad de los huidos, ¿no?

—Sobre todo de uno de ellos, queremos que se acojone y se entregue. Es probable que no sea tan culpable como su hermano.

—¿Y por lo menos hay algún fundamento en lo que voy a decir?

—Tenemos pruebas.

—Bueno, me lo creeré. De todas maneras no vais a contármelas, ¿verdadero o falso?

—Tú suelta lo de los hermanos, carga las tintas y no contestes ni a una pregunta.

—¡Joder, cómo odio ser portavoz!

—¡Qué va, te encanta! Has nacido para ello.

—Algún día me las pagarás, Petra Delicado, te lo juro.

A las ocho en punto regresé a casa. Lo había prometido y lo cumplí. No dejaba de ser un atrevimiento por mi parte el hecho de tener empantanada la ciudad con policías en busca de sospechosos mientras yo me dedicaba a velar por la armonía de mi hogar y mi nueva familia. Pero en fin, tampoco hubiera hecho gran cosa metida hasta los ojos en el lodazal en que se habían convertido los informes de investigación, cada vez más ambiguos, más erráticos, más carentes de objetivo final.

Los chicos me demostraron gran alegría cuando llegué. Marina corrió hacia mí y me abrazó; los gemelos me besuquearon ambas mejillas. Luego, en cuanto concluyó la efusión de bienvenida, no se recataron en preguntar:

—Petra, ¿cómo va el caso?

—¡Todo el mundo habla de eso otra vez!

—Una niña de mi clase dice que ella ya sabe quién es el asesino, que si quieres te lo dirá.

Ante tal avalancha no supe por dónde tirar. Les sonreí, los miré con cara de madrastra arrobada por la emoción y dije:

—Bueno, queridos, cada cosa a su tiempo. ¿Por qué no me contáis vosotros primero cómo os ha ido durante todos estos días?

—A mí, fatal —respondió Marina.

—¿Por qué?

—Porque no me han escogido para la función de danza.

—¿Y cómo es eso?

—La profesora dice que lo hago bien, pero que otro día lo haré mejor y que entonces ya me escogerá.

—Sí, te escogerá cuando la obra sea
El lago de los cisnes muertos
—intervino malévolamente Teo. Marina se soliviantó.

—Imbécil, tú eres un sapo muerto.

La réplica provocó un efecto cómico sobre Teo, que empezó a reírse a carcajadas. Entonces Marina, furiosa ante esta reacción, empezó a dar puñetazos en el torso de su hermano, que sólo conseguían hacerlo reír aún con más fuerza. Hugo, lejos de mediar, había adoptado la postura de un espectador de lucha libre y vociferaba:

—¡Dale, fuerte, tú puedes tumbarlo por KO!

Sobrepasada por aquel inmenso alboroto, cansada, con los nervios a flor de piel, di un grito enorme.

—¡Basta, basta ya!

Mi berrido debió de tener el componente de las serias reprimendas, porque de pronto mis tres hijastros dejaron de pelear y me miraron sorprendidos.

—¡Me gustaría que supierais que he abandonado mi trabajo antes de hora para estar aquí, con vosotros! Pero ¿qué me encuentro cuando llego? ¡A tres niños mimados haciendo sus gracias, incapaces de comprender, de quedarse tranquilos para agradar! ¡Deberíais daros cuenta de los esfuerzos que los demás hacen por vosotros!

Se les dibujó en la cara una expresión de susto y antes de que hubieran proferido ni una palabra, di media vuelta para salir del salón. Entonces sonó mi móvil. Un mal momento, pero no podía dejar de responder. Era la madre Guillermina y su voz sonaba llena de angustia.

—¿Qué ocurre, madre?

—Se trata de la hermana Pilar, ha desaparecido.

—Un momento. ¿Qué entiende usted por desaparecer?

—Debería haber vuelto a las cuatro de la facultad y ya son las ocho y media.

—Eso no es desaparecer, madre Guillermina. Se habrá entretenido, le habrá surgido algo extraordinario en clase, otro examen, quizá.

—No sabe usted de qué está hablando. La hermana Pilar nunca vendría tarde sin haberlo advertido. No lo ha hecho en todo el tiempo que han durado sus estudios hasta hoy. Además, ella tiene un móvil al que hemos llamado repetidamente y nunca contesta.

—¿Y qué quiere que haga yo?

—¿Cómo que qué quiero que haga? Cuando alguien desaparece se avisa a la policía, así que yo la he avisado a usted. ¿No ha pensado en que puede haber sido ese horrible asesino quien...? ¡Dios mío, no quiero ni imaginarlo!

—Madre, no nos pongamos nerviosos; la probabilidad de que la hermana Pilar haya desaparecido es mínima; no se considera que alguien está desaparecido hasta que no hace al menos un día que no se tienen noticias de él. Pues bien, la posibilidad de que la ausencia, he dicho ausencia, de la hermana Pilar tenga algo que ver con el caso es aún menor. De modo que no se preocupe.

La oí refunfuñar un rato antes de cortar la comunicación. Luego volví la vista al campo de batalla que se había formado en mi propia casa y observé que los tres hermanos me miraban sin pestañear.

—No había sido culpa mía —exclamó Marina, al borde de las lágrimas.

—Lanzarse sobre los demás a puñetazo limpio nunca ha solventado ningún problema, deberías saberlo ya.

—¿Quién ha desaparecido? —preguntó Teo con toda desfachatez.

—Y tú deberías saber que los chicos de tu edad no pueden andar metiendo las narices en el trabajo de los mayores. Es mucho más importante que un juego, ¿comprendes?

Apenas había pronunciado la última sílaba de mi filípica cuando se abrió la puerta del salón y apareció un increíblemente sonriente Marcos.

—¡Bueno, veo que hay reunión familiar! ¡Y hoy estamos todos!

Una simple mirada a sus hijos bastó para que preguntara:

—¿Pasa algo?

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