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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (46 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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Pero yo estaba dispuesta a variar la situación y casi grité:

—¡Qué va!, estábamos charlando. Y ¿sabes a qué conclusión hemos llegado? Pues que nos gustaría salir a cenar. ¿Verdad, chicos?

Los aludidos, entre sorprendidos y remolones, respondieron con afirmaciones desvaídas. Marcos sonrió de nuevo.

—Estupendo. Justamente a mí también me apetece salir. Hay un restaurante chino que han abierto hace poco, creo que os gustará.

Se preparó la expedición, siempre disimulando la escaramuza que acabábamos de tener. En el coche, Teo, dando una vuelta de tuerca más, preguntó en tono desenfadado:

—Petra, ¿cuánto tiempo hace falta que alguien esté desaparecido para que lo busque la policía?

Lo miré con ojos asesinos que eran una amenaza y contesté:

—¿Lo dices por algo en concreto?

—No, nada, una cosa que leí.

—Te recomiendo que leas a los clásicos. Un poco de Quevedo y Lope de Vega serán buenísimos para tu formación.

Marcos rió tontamente, lejos de sospechar la verdad.

Pedimos rollitos de primavera,
chop suey
de pollo, cerdo agridulce y muchísimo arroz cantonés. Marina se mantenía silenciosa. Su padre quiso saber por qué.

—Nada, me duele un poco la cabeza.

—A lo mejor es que se ha peleado a puñetazos con alguien en el colegio —apuntó Hugo.

—No lo creo. Marina no hace esas cosas, ¿verdad, cariño? —replicó su padre demostrando debilidad por la pequeña. Mientras, los gemelos intentaban sofocar la risa. Incluso yo tuve que hacer lo mismo. La tontería infantil me había contagiado, lo cual era bueno, porque aquella complicidad de silencio había propiciado cierto deshielo entre los chicos y yo. Pero no tuve tiempo de disfrutarlo, el móvil volvió a sonar. Era Coronas. ¿Coronas a aquellas horas? Justamente el que fuera a aquellas horas contribuía a ponerlo fuera de sí.

—Inspectora Delicado. Sabe usted perfectamente cuáles fueron mis primeras órdenes para el caso que llevan, ¿no?

Me cogió despistada por completo.

—No sé a qué se refiere, señor.

—Creo que le dejé muy claro que debía mantener tranquilos a los frailes y a las monjas, ¿no?

—Sigo sin saber qué quiere decir —contesté empezando a cabrearme.

—La madre superiora ha llamado al jefe ídem para decirle que una monja ha desaparecido y que usted no le hace caso.

Una oleada de indignación me nubló la vista:

—¡Esa dichosa monja del demonio! La novicia no ha faltado más que cuatro o cinco horas del convento, señor. En condiciones normales...

—¿Cómo que en condiciones normales? ¿Desde cuándo un convento envuelto en un crimen tiene condiciones normales? Eso es, por definición, lo más anormal que ningún ser humano puede encontrar en el mundo. ¿Lo entiende?

—Creo que el caso nada tiene que ver aquí. Pero no se preocupe, iré a ver a la madre Guillermina e intentaré tranquilizarla.

—Haga lo que considere oportuno, Petra: tranquilice a esa monja, o anestésiela si es necesario; pero quiero que aparte de mí a las corazonianas, los cistercienses, los trapenses o los capullos de Getsemaní, ¿me oye?

—Muy bien, señor, a sus órdenes.

Miré a Marcos a los ojos y él se hizo cargo rápidamente de la situación. No sólo no hizo ningún gesto de desagrado o protesta, sino que salió inmediatamente en mi ayuda.

—Tienes que irte, ¿verdad? No te preocupes, querida, no sufras por nosotros. Lo único que siento es que ni siquiera te dejen cenar en paz. Espero que después de este caso te concedan quince días extra de vacaciones.

Sonreí sin ánimo, pero en mi fuero interno, lo adoré. Los niños ponían cara de circunstancias, aunque más de curiosidad. Me puse en pie como una autómata. Di besos a todos y salí del restaurante después de haber declinado el ofrecimiento de mi marido para acompañarme en coche o llamar a un taxi. Sólo en la calle mi enojo se vio libre para crecer. Como no tenía a nadie en quien volcarlo, todo se fue en pensamientos insultantes contra la madre Guillermina que, dado el carácter religioso de su condición, tomaron un oportuno sesgo sacrílego. Cuando yo misma empezaba a asustarme de mi imaginación para el escarnio, me vi como por arte de magia frente a la puerta del convento. Eran las diez y media de la noche. Llamé con la esperanza de que nadie me abriera; pero no, la madre superiora lo hizo en persona.

—Todas las hermanas duermen ya —dijo como bienvenida. De repente tuve la desquiciada idea de intentar imaginarme qué atuendo llevarían las corazonianas para dormir. ¿Un largo camisón de algodón blanco como Mr. Scrooge? ¿Irían todas de uniforme? ¿Llevarían redecillas en el pelo? Luego recordé por qué estaba allí.

—Madre Guillermina, le dije muy claramente que...

Me interrumpió pidiéndome con gestos que bajara la voz.

—No se enfade conmigo, inspectora. Lo sé, sé lo que me dijo, pero estoy enferma de preocupación. Se me ocurrió que quizá el jefe superior pudiera hacer algo y en un arranque, le llamé.

—Lamento comprobar que usted también se permite mentir, madre. Llamó al jefe superior para que él se quejara al comisario y el comisario me hiciera venir.

—Dios, que conoce mis motivos, sabrá perdonarme.

—Puede que Dios la perdone, pero yo...

—Dejemos de discutir inútilmente. Pase a mi despacho, por favor.

Comenzó el ritual de fumar. Le temblaba la mano al sujetar el cigarrillo. Nunca la había visto tan nerviosa, ni siquiera el día en que fue encontrado el cadáver del hermano Cristóbal. Decidí tomar en serio lo que decía, en el tiempo en que la conocía me había parecido que muchos defectos desdoraban su personalidad, pero uno de ellos no era alarmarse sin razón.

—Cuénteme lo que ha sucedido, madre.

—Nada, nada anormal. La hermana Pilar fue esta mañana a sus clases como de costumbre. Esta tarde, pasadas las tres y media, la hermana Domitila vino a verme y me informó de que no había regresado.

—¿Cuál es su hora normal de volver?

—Sobre las dos. La hermana Domitila había estado intentando localizarla por teléfono sin ningún resultado. Enseguida se asustó, por supuesto.

—¿Se ha acostado la hermana Domitila?

—Le dije que se quedara despierta porque quizá usted quisiera hablar con ella. De cualquier modo, estaba tan inquieta que dudo que hubiera podido dormir.

Llegó un minuto después y me costó reconocerla. Su rostro, siempre tranquilo y relajado, se había tensado hasta el extremo de hacerla parecer mucho mayor. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.

—Estaba en la capilla, rezando —musitó. La superiora intentó animarla en su estilo castrense.

—¡Dios del Cielo, hermana Domitila! ¿Quiere dejar de comportarse como si la hermana Pilar estuviera de cuerpo presente? ¡No ha sucedido nada como para que lo tome así! ¡Conservemos la calma!

—Temo que... —no pudo articular ni una palabra más. Sacó del hábito un pañuelito arrugado y se frotó los ojos.

—¿Encontró normal a la hermana esta mañana cuando se fue?

—No la vi, inspectora. Ella sale muy pronto.

—¿Había estado normal en los últimos días, no le notó ningún indicio de preocupación, de inquietud, algo que la hiciera reaccionar de modo distinto?

—En absoluto. Anteayer mismo estuvimos repasando sus tareas, un tema sobre la Reconquista. Le indiqué varios libros de consulta para completar los que le habían recomendado en la universidad. Estaba atenta, motivada, serena como siempre.

—Sin embargo... —terció la superiora —... yo he preguntado en la cocina y me han dicho que hacía unos días que devolvía los platos desde la mesa casi sin tocar. Tanto es así que la cocinera estaba ya a punto de comentármelo, por si había que avisar a un doctor.

—¡Bah, sería un malestar pasajero! —comentó Domitila—. Anímicamente estaba perfecta.

—La experiencia me dicta que cuando una monja joven no come es que algo rebulle en su interior.

—Ésa puede ser una tendencia general, madre, pero no es una norma exacta —se atrevió la otra monja a contradecirla.

—Miren, en cualquier caso, a la hora que es resulta imposible hacer ninguna comprobación ni iniciar una búsqueda. Lo mejor es que se queden tranquilas y vayan a la cama. Todo esto debe tener alguna explicación, y lo más probable es que mañana la hermana Pilar aparezca sana y salva. Nadie se esfuma en el aire así como así. Les prometo que mañana bien temprano iré a la universidad y reconstruiremos todos los pasos de Pilar; suponiendo que para entonces no esté ya en el convento.

—Pero yo tengo miedo de que...

Miré a Domitila, que no parecía nada reconfortada por mis palabras.

—¿De qué tiene miedo, hermana?

—¿Y si Pilar está en poder de ese tal Lledó que parece ser el asesino?

—No hay ninguna razón para pensar eso.

—Sí, inspectora; dicen que ese chico está loco y si se le ha ocurrido rondar por el convento, pudo ver a la hermana Pilar cuando iba a sus clases. Es la única que sale sola de estas paredes.

—Hasta los locos se mueven por motivos concretos, hermana. No me parece probable esa opción. Además, la zona está vigilada por la policía.

—Sin embargo, pudo seguirla hasta la facultad.

—No lo creo, sinceramente. No sé para qué haría algo así.

—Váyase, inspectora. Comprendemos lo que dice; pero mañana manténganos informadas —sentenció la superiora.

—¿Puedo acompañarla mañana cuando vaya a la facultad?

—No creo que sea buena idea, hermana.

—Pero yo siempre les he ayudado, inspectora.

La superiora la miró con severidad.

—Hermana Domitila, si la inspectora no juzga necesaria su presencia, será mejor que se quede aquí; quizá en su estado de nerviosismo no haría más que entorpecer.

—Pero...

—Vaya a su celda y procure dormir. Confiemos en Dios, que todo lo decide. —Las palabras de la madre Guillermina, a pesar de su dulzura intrínseca, habían sido pronunciadas con la firmeza de una orden sumaria. Aproveché para marcharme yo también.

Marcos me esperaba despierto en la cama e hicimos el amor sin hablar. Tuvo la suficiente delicadeza como para no hacerme ninguna pregunta sobre el trabajo. Pero ni siquiera con esa precaución pude quitarme el caso de la cabeza. Las imágenes de las dos monjas hablando conmigo, sus palabras, sus expresiones, me ocupaban la mente impidiéndome dormir. Aparte de lo que hubiera podido decirles para serenarlas, era evidente que la ausencia de la hermana Pilar no era un hecho tranquilizador, aunque no tuviera nada que ver con el caso. La hermana Domitila estaba destrozada. Curiosamente, entre las pocas cosas que sabía sobre las órdenes religiosas, creí recordar que existía una especie de prohibición sobre los afectos entre los religiosos de la misma comunidad. Teóricamente se llegaba incluso a cambiarlos a otro convento de vez en cuando para que no desarrollaran cariño hacia ningún compañero. Era algo que tenía que ver con la negación de las condiciones familiares o de amistad en un entorno en el que debía primar el amor divino, la concentración en los asuntos del alma. Al menos eso era lo que siempre había creído. Y sin embargo, aquella monja demostraba a las claras su devoción hacia su joven pupila intelectual. Quizá estaba equivocada y esas reglas pertenecían al pasado o quizá eran una de tantas leyendas de las innumerables que se habían creado en torno al mundo opaco de la religión.

A la mañana siguiente me acompañó Yolanda a la facultad de historia. Habíamos preguntado por teléfono a la hermana Domitila cuáles eran las asignaturas y horarios del día que debía cumplir la hermana Pilar. Los conocía perfectamente y nos informó. De modo que tuvimos que ir, profesor tras profesor, indagando si habían visto a su alumna monja asistiendo a sus clases el día anterior. Nuestra presencia no causó curiosidad. Yolanda pasaba por una estudiante y yo me guardé mucho de sacar y exhibir mi placa en los lugares transitados. La respuesta unánime fue que la hermana Pilar no había pisado ningún aula. Lo decían con bastante seguridad, puesto que el hábito singularizaba a la alumna sobre el resto. Además, comprobé que todos los docentes conocían bastante bien a sus estudiantes, cosa impensable en mi época universitaria, cuando la masificación impedía un trato detallado.

Mientras yo me movía por los despachos, Yolanda se encargó de patear las aulas, interrogando a los compañeros de Pilar. Tuvo suerte, o sería más oportuno decir que, como siempre, lo hizo bien. Cuando hube acabado mi ronda, me esperaba junto a una joven más o menos de su edad, que lucía un pañuelo palestino alrededor del cuello. Repitió para mí cómo había visto a Pilar marcharse del edificio con un chico a primera hora de la mañana. El corazón me palpitó con fuerza. Yolanda me miraba intensamente.

—¿Cómo era ese chico?

—Bueno, era un hombre, pero joven. Era fuerte, alto, con pinta de bruto. Me sorprendió que Pilar se fuera con él. La conozco un poco, alguna vez hablábamos, y me parecía que era una monja muy monja, muy a su rollo, muy anticuada quiero decir. Se comunicaba poco con la gente y no la había visto mirar a un chico jamás. Así que pensé que era su hermano; pero me chocó que se marchara con él en el momento de empezar las clases. No faltaba a una jamás y además teníamos examen.

—¿En qué actitud se fueron?

—No sé, normal.

—¿El hombre la esperaba?

—Sólo los vi saliendo del edificio y ya está, nada más.

—¿Él la llevaba cogida, la intimidaba?

—Caminaban el uno al lado del otro, con tranquilidad. Sólo me fijé en que estaban muy serios.

—¿Serios quiere decir tensos, preocupados?

—Serios quiere decir que no se reían. Como me llamó la atención que se fuera con un tío quise mirar si iban de buen rollo. Pero no, iban serios y callados.

La chica vino con nosotros a comisaría. Allí debía determinar si el tipo del que hablaba era Juanito Lledó. Para ello le presentamos una foto reciente proporcionada por su padre. La miró con atención. Se encogió de hombros.

—No sé, no estoy segura. Como lo vi desde lejos lo que más me chocó no fue la cara, sino el cuerpo. El tío era un gigantón.

—Aparta la vista y después mira la foto de nuevo. —le pedí. Miró al techo y tras una pausa, regresó al rostro de Juanito. Su expresión cambió.

—Sí, era él. Quizá podría equivocarme, pero no, era el mismo hombre, era éste.

Aquello variaba por completo el curso de la investigación, o quizá no. ¿Juanito Lledó había tomado a la hermana Pilar como rehén por si dábamos con él? Imposible, absurdo, no tenía sentido. ¿Se conocían? Nadie en el convento había dicho que se conocieran, incluso comentaron que era imposible que se hubieran visto nunca debido a sus horarios. ¡Dios mío, aquello sí que era un auténtico follón! Debía comunicárselo a Coronas inmediatamente, aquel secuestro o lo que fuera no podía trascender a la opinión pública. Ni siquiera las corazonianas podían saberlo.

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