Read El silencio de los claustros Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (50 page)

BOOK: El silencio de los claustros
8.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Domitila, la hermana Domitila me obligó a abortar. Eso fue el principio de todo.

—No, hermana... —la atajé—. El principio de todo fue que usted estaba embarazada. Quiero saber de quién y cómo sucedió.

—Yo... —Pareció acometida por su antigua inseguridad, pero como alentada por una profunda determinación, continuó—: Juanito y yo nos vimos alguna vez en los pasillos del convento cuando él venía a traer el pedido. Un día él me siguió hasta la universidad y hablamos. Eso sucedió otras veces. Hasta que un día me dijo que estaba enamorado de mí. Yo nunca había estado con un chico, y éste era muy sensible, bueno, cariñoso y nada feliz en su vida. Seguimos viéndonos, tuvimos relaciones y me di cuenta de que estaba embarazada un tiempo después. Entonces me asusté y cometí el gran error de no decírselo a Juanito, sino a la hermana Domitila. Siempre me había cuidado y me decía que quería lo mejor para mí.

—¿Cómo reaccionó?

—Mal, muy mal. Se puso como una fiera, nunca la había visto así. Me metió el miedo en el cuerpo. Me dijo que Juanito no debía saber nada porque lo divulgaría y tampoco las corazonianas, porque me echarían a la calle. Llegó a convencerme de que lo mejor era abortar y que ella sabía cómo hacerlo sin que nadie se enterara.

—¿De cuántos meses era su embarazo?

—De cinco.

—¿De cinco? ¿Pasó todo ese tiempo sin comentarle a nadie su estado?

—Sufrí mucho, pero aguanté todo lo que pude, demasiado. Cuando me practicaron el aborto lo pasé muy mal. Estuve una semana en la cama. La hermana Domitila no quiso llamar al médico, dijo a toda la comunidad que era una gripe muy fuerte. Y... bueno, antes de eso tuvo la idea.

—¿Qué idea?

—No podíamos desembarazarnos del feto. Tirarlo a la basura le parecía muy peligroso aunque fuera partiéndolo, porque podían localizarlo y saber de dónde procedía la bolsa en que estuviera. Que yo me lo llevara a la facultad y lo tirara por ahí también le parecía arriesgado, cualquiera podía verme. Además, la hermana portera siempre estaba revisándome de arriba abajo cuando salía. Quedaba descartado decírselo a Juanito, que continuaba sin saber nada. Entonces... entonces se le ocurrió abrir la hornacina del beato y meterle el feto dentro del cuerpo.

Un gran ventanal se abrió en mi mente con un ruido descomunal.
Voilà le mistère!
, pensé. Garzón debió de pensar lo mismo, pero en su boca la exclamación tomó otra forma:

—¡La rehostia! —soltó abriendo los ojos de par en par.

—Continúe, por favor —musité, aún bajo conmoción.

—Entre las dos no era posible que levantáramos la tapa, porque pesa muchísimo. Hubo que decírselo a la hermana Bárbara, que ya era una cómplice; pero tampoco podíamos entre las tres. Entonces tuvimos que meter en el asunto a la hermana Anunciación.

—¿La contable?

—Sí, y no fue difícil, porque la hermana Domitila es una gran manipuladora de personas. Entre las cuatro lo conseguimos sin problemas. Con un bisturí la hermana Bárbara hizo una incisión en el cuerpo momificado y allí metió a mi hijo, envuelto en un trapo de cocina. Luego le arregló los ropajes al beato y quedó igual que estaba. Si había putrefacción no se notaría desde el exterior y con la gran tapa de cristal de la urna, casi hermética, ningún olor podría percibirse.

Miré al subinspector, comunicándole mi asombro sin palabras. ¡Ni en un millón de años hubiéramos sido capaces de llegar a esa deducción! ¡Jamás! Me encontraba alterada, casi febril. Hubiera necesitado que la hermana se callara un rato y procesar lo que acababa de oír; pero era imprudente interrumpirla en aquellos momentos. Su estado de ánimo podía variar y dejar pendiente aquella espontánea confesión.

—A partir de ese momento le dije a Juanito que tenía problemas de conciencia y que no nos veríamos más. Lo aceptó porque me respetaba mucho. Hasta que dos años más tarde vino la complicación con la que no habíamos contado. Llamó la superiora provincial pidiendo que la momia del beato se pusiera en regla como había oído que se hacía en otros conventos de España. Enseguida nos enteramos porque la madre Guillermina pidió ayuda profesional a la hermana Domitila, que intentó convencerla de que ella sola era capaz de hacer ese trabajo. Naturalmente no coló, y la priora se puso en contacto con los monjes de Poblet, que llevan a cabo ese tipo de misiones. La hermana Domitila tuvo que conformarse con ayudar; algo era algo, porque con esa ayuda pudo estar todo el tiempo al tanto de lo que sucedía.

Tenía ganas de preguntarle por qué ella se había avenido a realizar aquel plan, qué sentía, por qué nunca habló, por qué Juanito se conformó tan pronto con no verla más. Sin embargo, eso era simple curiosidad que no añadía nada al caso. Lo estaba haciendo muy bien y había que dejarla seguir.

—Naturalmente la bomba llegó cuando el padre Cristóbal empezó a hablar de recomponer la momia, de inyectarle sustancias y de practicarle un análisis de ADN. Ahí el peligro se hizo tan evidente que la hermana Domitila se vio obligada a idear otro plan. Era más que probable que si se manipulaba el cuerpo del beato los jóvenes tejidos del feto salieran a relucir.

—Entonces planeó matar al hermano Cristóbal.

Dudó un instante, apretó los puños y respondió un categórico:

—¡Exacto! Y para eso sí contó con el pobre Juanito. Le habló un día que estaba en el pasillo esperando para cobrar. Le dijo que yo había cometido pecados que saldrían a la luz si se tocaba al beato. Juanito no hizo ni caso, porque me quería aún. De modo que tuvo que contarle lo del aborto. Él se hundió, pero se dio cuenta de que hacía tanto tiempo que todo había sucedido que no tenía más remedio que colaborar, oponerse no servía de nada, y podía perjudicarme. La hermana le habló de las cosas espantosas que me pasarían si él se inhibía del problema.

—¿Decidió matar al hermano Cristóbal o sólo robar la momia?

No respondió directamente, se limitó a decir:

—Debía llevarse la momia y mantenerla sin tocar.

—¿Por qué, por qué no decidió destruirla y tirarla a un contenedor, o quemarla en un descampado?

—No lo sé. Dijo que a lo mejor la necesitaríamos más adelante como coartada, que podía venderse a un museo del exterior si había que pagarle dinero a Juanito. No sé, yo creo que lo único que le ocurría era que le daba impresión hacerla desaparecer después de haberle rezado tantos años, como historiadora tampoco debía aprobarlo.

La interrumpí intentando mostrarme calmada.

—Pilar, esto no es todavía una declaración formal frente al juez; de modo que debo avisarte de algún error que puedes cometer fácilmente.

—Estoy diciendo la verdad —contestó con vehemencia.

—¿Quieres escucharme, por favor? Sé que dices la verdad, pero debes darte cuenta de que a lo mejor, intentando proteger a Juanito lo que haces es perjudicarlo. Juanito mató al hermano Cristóbal, ¿cierto?

Bajó los ojos, se mordió el labio.

—Sí —pronunció de modo casi inaudible.

—En ese caso debes comprender que la acusación contra él será mucho más grave si cometió un asesinato por encargo; lo cual lo convertiría en una especie de sicario, que si, fortuitamente, cuando estaba robando la momia, apareció el hermano Cristóbal y él, de modo reactivo, lo mató.

Se quedó callada, sin mirarnos, con gesto de obstinación.

—Nos damos cuenta de que acumulas mucho resentimiento contra la hermana Domitila, tienes tus motivos, sin duda. Pero si ese rencor te hace mentir aunque sea una única vez o en un solo detalle, entonces toda esta declaración no servirá.

Asintió y dijo con entereza:

—Juanito atacó al hermano Cristóbal porque éste se presentó de improviso, es cierto. Se asustó y le dio un golpe que, como él es tan fuerte, lo mató.

—¿Qué pasó entonces?

—La hermana Domitila, que estaba pendiente del robo, se horrorizó, le llamó subnormal, lo trató como a un perro. Hubo que despertar a las dos monjas que habían ayudado en el proceso del aborto para que lo hicieran de nuevo. Borraron las huellas, y entre la hermana Domitila y Juanito, cargaron el cuerpo en la camioneta.

—Hay algo muy importante que tenemos que preguntarte —intervino Garzón—. Miguel Lledó, el hermano de Juanito, ¿intervino en algún momento?

—Él conducía la camioneta y la trajo a la puerta del convento. Fue cuando la mendiga los vio.

—¿Era la furgoneta de reparto?

—Sí, pero el cartel de la frutería lo habían tapado con una pieza de chapa que Juanito había hecho fabricar hace tiempo en un taller. Como no tenía coche se llevaba la furgoneta tapada así cuando la usaba para sus cosas.

—Entonces, ¿cómo la mendiga hablaba después de El Paraíso?

—Eso fue después, cuando fueron a amenazarla el burro de Miguel se olvidó de acoplar la pieza.

—¿Quién de los dos mató a Eulalia Hermosilla?

—No lo sé —dijo en un suspiro.

—Fue también Juanito, ¿no es cierto, Pilar?

En ese momento empezó a llorar con desconsuelo. Estábamos dispuestos a esperar lo que fuera necesario hasta que se serenara, pero el llanto degeneró en un grito desgarrador:

—¡Sí, fue él, el día que la mató Miguel no estaba presente! ¡Y también eso se lo ordenó la hermana Domitila, ese monstruo, esa mala mujer!

—Hubiera podido negarse.

—Él nunca hubiera hecho o dejado de hacer nada que creyera que estaba perjudicándome, ¿no se da cuenta? Aunque yo lo hubiera dejado tirado y no hubiera querido verlo más, él seguía enamorado de mí.

—De acuerdo, prosigamos.

—Ya no hay nada más que contar. La hermana Domitila retomó la situación y preparó el cartel escrito con letra gótica. Quería despistar a la policía y conducirles por caminos de sectas o maníacos. Luego ustedes se lo pusieron en bandeja invitándola a cooperar junto con ese monje. Les ha llevado por donde ha querido. Y cuando ustedes variaban la teoría, ella daba un giro y en paz. Juanito guardó el cuerpo en el almacén donde nos han encontrado. Y Domitila tuvo de nuevo que recurrir a él para que le cortara las extremidades al beato. Así iba creando pistas falsas según por donde tiraran ustedes en sus pesquisas. Juanito se las cortó con el enorme cuchillo que tiene para cortar racimos de plátanos.

—¿De quién es ese almacén?

—Del padre de un amigo de Miguel, le prestó la llave y allí se metió Juanito cuando usted lo persiguió.

—¿Fue a buscarla a la universidad?

—Sí, no aguantaba más la presión de estar solo y buscado cuando su hermano decidió entregarse. Vino a pedirme que nos fugáramos, que nos fuéramos juntos al extranjero. ¡Pobre Juanito! No se daba cuenta de que ya era demasiado tarde para todo.

—¿Cuántas monjas conocían todo este embrollo?

—En teoría, dos; pero no me extrañaría que se hubieran enterado muchas más. Aunque ya ve, del convento no ha salido ni una palabra. Estamos entrenadas para callar.

—¿Cree que la madre superiora sabe algo?

—¿La madre Guillermina? ¡No, qué va! Nunca se entera de nada. Ella se cree que es una directora severísima, pero no controla lo que ocurre en el convento de verdad. A veces me daba pena.

—¿Nunca pensó en confiarse a ella y contarle lo sucedido?

—No, no me hubiera comprendido. Para ella el pecado no existe aquí, es algo que sucede en otra dimensión de la que nosotras estamos a salvo.

—Y sin embargo, la hermana Domitila sí la comprendió, aunque la obligara a abortar.

Se quedó mirando al infinito, sacudió la cabeza haciendo volar a derecha e izquierda sus últimas lágrimas.

—Yo tampoco quería tener el niño, inspectora. ¿Para qué? ¿Qué hubiéramos hecho el simple de Juanito y yo en medio del mundo con un niño? Se nos hubieran comido vivos.

—Usted nunca ha amado a Juanito, ¿verdad, Pilar?

Se limpió con fuerza los ojos enrojecidos por el llanto. Me miró de modo desafiante y me espetó una pregunta que no esperaba.

—¿Cuánta gente la ha querido a usted en su vida, inspectora? Y no me refiero a amor de pareja, sino a cariño, a preocupación por lo que pueda sucederte, a... —Tuvo que parar porque estaba emocionándose de nuevo. Intentando retenerse me miró.

—Contésteme, por favor, se lo ruego.

—No lo sé, no es una pregunta que me haya planteado jamás —dije seriamente.

—Eso demuestra hasta qué punto ha ido usted sobrada de amor. ¿Quieren que les diga cuántas personas me han querido a mí? Dos, exactamente dos: la hermana Domitila y Juanito. Nadie más.

—Nunca puede estar uno seguro de una cosa así. Debe de haber mucha más gente que la ha querido —apuntó, apiadado, Garzón.

Negó con la cabeza, se tragó las lágrimas.

—Yo no estaba enamorada de Juanito, pero él me quería y aún me quiere, ya ven. Puede que no sea un chico muy normal, pero es bueno a pesar de lo que le han obligado a hacer.

—Lo siento —fue lo único que se me ocurrió decir. Intentando restar emotividad a aquellos momentos duros, resolví acabar por el momento. Para ello añadí de manera profesional—: Habrá más interrogatorios y más preguntas. Hoy mismo tendrá que declarar frente al juez que instruye este caso. ¿Tiene abogado?

—No lo quiero; y no se preocupe, no me voy a volver atrás en mi declaración.

—Le proporcionarán uno de oficio. No haga tonterías y acéptelo. La vida aún será muy larga para usted.

—Ya no quiero vivir.

Nos levantamos y la dejamos sola. Se replegó sobre sí misma como un animalito que buscara la posición fetal para descansar. En el pasillo le dije a Garzón:

—Avise al doctor Beltrán, que hable con ella, que aconseje una supervisión psicológica.

—¿Teme que intente suicidarse?

—Sí. Además, al psiquiatra le gustará este capítulo final. Se sentirá implicado en la resolución del caso. ¿Vamos ya al convento?

—¿Hace falta llevar algún policía?

—Sí, que lleven una furgoneta con una mínima dotación, en el coche no cabrán todas las monjas que vamos a detener.

—¿No nos da tiempo a tomar una minúscula cervecita? Después de lo que hemos oído la necesito.

—Sí, mientras se preparan los hombres. Que nos avisen cuando estén listos.

Durante el tiempo en que tardó en hacer las llamadas fui al lavabo, me miré en el espejo, me peiné. Noté extraña mi propia mirada, como si se hubiera quedado perdida en algún otro lugar. Volví junto al subinspector y cruzamos hacia La Jarra de Oro. Pedimos un par de cañas. De repente, Garzón se echó a reír.

—¡Ah, no me lo puedo creer, sencillamente, no me lo puedo creer! Fray Asmundo de Montcada, convertido en empanada. El pobre beato relleno como un canelón, mechado como un rollo de carne, repleto de nata como un brazo de gitano. ¡Nunca hubiéramos resuelto este caso si no llega a ser por usted!

BOOK: El silencio de los claustros
8.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

L. Frank Baum by Policeman Bluejay
Teeth by Hannah Moskowitz
Friday Night Bites by Chloe Neill
The Fae Ring by C. A. Szarek