El silencio de los claustros (52 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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Sonreí ante su humildad. Él prosiguió.

—El ser humano está lleno de terribles contradicciones. La hermana Domitila no fue capaz de tirar el cuerpo del beato a la basura y luego lo hizo mutilar. Era integrista y tremendamente preconciliar en las opiniones que me iba manifestando mientras charlábamos y luego obligó a la hermana Pilar a cometer ese crimen terrible del aborto. En fin, yo creo que deben tener piedad de ella porque lo más probable es que no esté en sus cabales.

—Eso ya se verá. Y usted, ¿qué va a hacer ahora?

—Nada, seguir con la vida monacal, que te libra de decidir en cada momento. Quería informarla de que habrá un funeral conjunto por el hermano Cristóbal y Eulalia Hermosilla. Esa pobre mujer no parece tener a nadie que le rece.

—Hay mucha gente solitaria.

—Por eso ser monje es una opción egoísta.

Le sonreí de nuevo y me devolvió la sonrisa con beatitud. Un hombre afortunado, pensé. En realidad la paz no está localizada en ningún lugar: ni en el monasterio ni en el burdel, sino en el tesoro valiosísimo de un carácter equilibrado, aunque eso signifique renunciar a la genialidad o la pasión, a la excelencia.

Se fue el monje y entró Garzón.

—¿Qué hace, inspectora?

—Filosofaba.

—Pues perdone que la moleste pero el inspector Villamagna anda buscándola.

—En ese caso me largo.

—Por eso la he avisado. ¿Qué le digo cuando me pregunte por usted? Dice que quiere saber qué estilo debe darle al comunicado de prensa.

—Dígale que lo haga cubista.

—Vale.

—Y que no joda.

—¿Eso también?

—Eso, sobre todo.

Dicho esto me escapé a toda prisa antes de que alguien me encargara algo que hacer.

Felizmente, en casa estaba Marcos, sobre el que salté.

—¡Caso resuelto! —le dije mordiéndole una oreja.

—¿De verdad?

—¡De verdad!; ya estoy lista para volver a vivir. ¿Cómo tienes tú el trabajo?

—¡Me temo que tengo más que nunca! Pero ven, siéntate y cuéntame los detalles del caso. Ahora sí, ¿eh?

Se los conté y me escuchó como debe escucharse una información de esas características y calibre: en silencio, con gravedad, con respeto, sin interrumpirme con curiosidad anecdótica, sin regodearse en detalles escabrosos. Al final de mi relato suspiró.

—Es una historia tremenda.

—Lo es.

—Vivimos bien protegidos en nuestra realidad mientras que justo al lado hay sentimientos terribles, sufrimientos soterrados, gente muy desgraciada.

—Ya ves.

—¿Los acusarán a todos?

—Sí, sin duda, de diferentes delitos y con distintos grados de implicación, pero todos los que han intervenido tendrán su acusación.

—Quizá la urdidora de todo el proceso salga mejor parada que los demás. En el fondo, no asesinó a nadie con su propia mano.

—Podría pasar. Pero eso ya no es de mi incumbencia, yo ya he cumplido con mi deber.

—Tienes un trabajo extraño, Petra, que te lleva de aquí para allá y te mete en la mente de gente distinta. A estas alturas debes conocer a los seres humanos bastante bien.

—Puede ser, pero cuanto más los conozco, menos los entiendo.

—Estoy por decirte que mejor así; entender todos esos procesos psicológicos tan tortuosos no debe de ser muy sano.

—Por eso tiendo a apiadarme del delincuente; siempre pienso que bastante tiene con aguantarse a sí mismo y a las circunstancias que lo han hecho como es.

Me sonrió, orgulloso.

—Te apiadas, pero no le das tregua.

—Así es la temible y justiciera Petra Delicado.

—¡Bien por ella!

—Hemos estado muy distanciados últimamente, ¿verdad?

—Separados, sí. Distanciados, no lo creo. Pero es lo normal. Nos hemos unido cuando nuestras vidas ya estaban muy construidas y hay que seguir con ellas.

—¿Y si nos fugamos a una isla desierta?

—No daría resultado; ambos somos personas de acción.

—¡Pues vaya putada!

—Así es.

—Me jode que seas tan equilibrado.

—A mí también, no creas. Menos mal que aún me gusta emborracharme de vez en cuando. ¿Cenamos esta noche en uno de esos restaurantes de los que uno sale eviscerado?

—¿Eviscerado?

—Sí, porque los platos valen un riñón y los vinos un huevo.

Me eché a reír, le di un beso amistoso y nos fuimos de juerga los dos, a la salud del bueno del beato.

Unos días después se dio por cerrado el caso y cuando Villamagna ya había contado a los periodistas todos los escabrosos detalles del mismo, decidí que era el momento de ir a ver a la madre Guillermina. La encontré en su despacho, alicaída, recogiendo papeles.

—¿Qué hace?

—Nada, inspectora, me voy. Las instancias superiores de las corazonianas me trasladan a un pequeño convento de un pueblo de Valladolid.

—¿Es un castigo?

—Creen que es lo mejor para mí; y por supuesto no volveré a ser directora nunca más.

—¿También es lo mejor para usted?

—Si lo determinan mis superioras, seguro que así es.

—Personalmente no me gusta que sean los demás quienes digan qué es mejor o peor para mí. Prefiero decidirlo yo misma.

—Pero usted es una mujer libre.

—Eso es lo malo.

—¿Lo malo?

—Lo malo es que usted no lo es.

—Un día lo elegí así.

—¡Déjese de mandangas, madre Guillermina! Parece que una especie de destino fatal se cerniera sobre su cabeza; sólo que no es verdad. Usted tiene ahora mismo la capacidad de hacer lo que quiera con su vida. ¿Por qué no abandona la orden?

—Puse mi vida en manos de Dios.

—Pero Dios campa por todas partes, ¿no? No está de guardia permanente en los conventos.

Se le escapó una sonrisa que intentaba retener.

—¡Qué bruta es usted, Petra!

—La verdad suele sonar siempre brutal.

—¿Y qué haría yo en el mundo? ¡Tengo más de cincuenta años!

—¿Usted? ¡Usted es un trueno, madre Guillermina, con su vitalidad, su capacidad de organización, su dominio de la economía y la psicología de grupos... ¡En cualquier empresa la aceptarían!

—Quite, todo eso son tonterías. Iré donde me manden. En realidad me da igual. Sólo me duelen dos cosas: haber estado ignorante de todo ese dolor y odio que se gestaba cerca de mí y... bueno, no volver a ser superiora tampoco me hace gracia. Pero sólo porque, al no disponer de despacho privado, me resultará imposible fumar.

—¡Pues claro! ¡Lárguese, madre, lárguese! El mundo es muy ancho y habrá un lugar para usted. ¿No se da cuenta de que una de las razones de que haya pasado todo esto no es más que la propia organización de un convento? ¡Se trata de algo antinatural: un montón de mujeres metidas entre paredes que las separan del exterior! Es un resto de otros tiempos, un modo de vivir caduco, insano.

Me miró con severidad y volvió a ser la que era para decir:

—¡No se pase, inspectora, que tampoco es tan horrible!

—Echaré de menos las peleas con usted, madre.

—Yo también. La verdad es que eran unas peleas por todo lo alto.

Soltamos una risita y le alargué la mano, que ella estrechó:

—Llámeme si me necesita para algo, madre Guillermina. Y prométame que pensará en lo de dejar los hábitos, al menos que lo pensará.

—Se lo prometo.

Nos dimos un apretón de manos franco y yo salí. Sabía que probablemente no volvería a verla nunca más.

Uno de los puntos difíciles de aquel final de caso lo constituía el encuentro con mis hijastros. Antes de que llegara el jueves por la tarde, día en que sabía que estaría sola con ellos al menos un par de horas hasta que su padre volviera, mis pensamientos no dejaban de atormentarme. Sin duda los tres chicos saltarían sobre mí y me pedirían cumplidas explicaciones sobre el desenlace del caso de la momia. Bien es verdad que habrían oído a Villamagna en la televisión, pero sabía que mi compañero había recurrido a un lenguaje tan técnico y eufemístico para referirse a las partes más escabrosas de la historia, que sin duda la comprensión de los chavales sería limitada. Pero se lo debía; tantas veces los había emplazado a cuando las investigaciones estuvieran definitivamente cerradas, que ahora no tenía más remedio que cumplir. ¿Y cómo se les habla a tres niños, sobre todo a la pequeña Marina, de abortos clandestinos, fetos ocultos, hombres inadaptados y monjas falsarias? Los componentes de la historia no eran precisamente de horario infantil. Si recurría al descarnamiento, podía provocar alguna reacción a la que no estaba dispuesta a enfrentarme, al fin y al cabo los niños no eran míos. Y si dulcificaba los hechos... ¿aunque cómo se podían dulcificar unos hechos semejantes? Finalmente decidí librarme a la improvisación y pedí ayuda espiritual al jodido beato.

Al encontrarme con ellos tuve la impresión de que habían sido más o menos aleccionados por su padre para la ocasión, ya que muy formales se acercaron a mí y después de besarme me dijeron: «Felicidades, Petra, por haber solucionado el caso».

—¿Lo habéis visto en la televisión?

—Sí, lo explicó aquel policía que habla siempre.

Valiente, dejé un momento en blanco, sin precipitarme a charlar de otra cosa. Nadie dijo nada. Bueno, el encomendarme al beato había funcionado o quizá yo había exagerado en cuanto a los peligros de la situación. Les propuse tomar un aperitivo mientras llegaba su padre y parecieron muy satisfechos con la opción, de modo que entre todos sacamos aceitunas, patatas fritas, tortitas de maíz, refrescos y una cerveza fría para mí y nos sentamos alegremente en la cocina. Al principio los gemelos me pusieron al corriente de la marcha de los campeonatos de motociclismo. Siempre lo hacían y nunca he sabido muy bien por qué, quizá la primera vez mostré un interés desmedido ante alguna de sus crónicas. Les escuché con atención. Fue al cabo de unos veinte minutos, cuando yo ya creía alejado el peligro, cuando, naturalmente Teo, preguntó en tono normal:

—Petra, hay algo del caso que no entendemos. Bueno, o que por lo menos creemos que no lo han aclarado bien.

Me aferré a mi servilleta de papel intentando que funcionara como quitamiedos, y entonces oí la pregunta.

—¿La monja mala y la novicia estaban liadas?

Una oleada de sangre caliente me sofocó y miré a Marina, que imperturbable mordía una patata frita. Pero él siguió matizando la pregunta como si no la hubiera planteado con la suficiente claridad.

—Es que eso de que era su tutora y creía que llegaría muy lejos en el estudio de la historia es raro. ¿Por eso la hizo abortar? Seguro que estarían liadas, ¿no?

Cualquier precisión dirigida a quitarle hierro al asunto me hubiera llevado cierta extensión llena de palabras y conceptos que no me veía con ánimos de pronunciar.

—No lo sé —fue lo que dije.

—¿Cómo que no? ¡Pero si habéis dado por terminado el caso!

—Sí, pero ese detalle no hubiera variado las conclusiones. Tuviera los motivos que tuviera, lo que hizo esa monja es lo que cuenta para la ley.

—¡Pues vaya! —respondió Hugo en plan de protesta—. A mí no me parece bien que se haga así, porque si la monja tenía la intención de...

Lo corté con firmeza.

—Si no os parece bien, tenéis que esperar a los dieciocho años y planteárselo a un juez.

—Yo lo haría ahora mismo —dijo Teo.

—No tengo la menor duda. Sólo que no te prestarían la menor atención.

—Me lo imagino.

Intervino Marina.

—Yo también tengo una pregunta.

Tal como iba la conversación, la curiosidad de la niña podía depararme cualquier novedad. Le sonreí, tensa.

—¿Cómo le pegarán a la momia las manos y los pies que le cortaron? Una niña de mi clase dice que con alambres por dentro, pero yo creo que se notaría.

La adoré. Ésa sí era una pregunta que podía ser contestada sin bochorno.

—Otro de los monjes de Poblet, que también sabe mucho de momias, aunque no tanto como el hermano Cristóbal, irá al convento de las corazonianas y reparará la del beato. No sé cómo lo hará, pero si quieres podemos preguntárselo.

—¡A ver si se lo cargan a éste también! —soltó Hugo, y todos nos echamos a reír sin poder evitarlo.

De esa guisa nos encontró Marcos quien, arrobado, debió de pensar que éramos una familiastra feliz tratando sobre temas cotidianos.

Conclusión

Un mes después, el beato estaba listo para ser exhibido de nuevo. Tal y como nos había anunciado Coronas, alguien debía asistir, como representación de la policía, a la ceremonia de la nueva entronización en el convento. Lo cierto es que ya nos habíamos olvidado todos un poco del asunto que tanto revuelo creó y a nadie le apetecía hacer de embajador frente a las monjas. Quizá por eso el comisario quiso delegar tal honor en los investigadores del caso. Yo no estaba muy por la labor, pero a Garzón le apetecía, de modo que no me opuse; finalmente era una manera de tener media mañana libre, quizá más. No entendía muy bien qué gracia le encontraba el subinspector al evento, y no compartí su criterio cuando me lo explicó. Le parecía que en el caso del beato todo el mundo había tenido una especie de gratificación final menos nosotros. Sonia iba a ser condecorada, Villamagna se había exhibido como un pavo real, el doctor Beltrán también, y no sólo eso sino que le habían encargado una serie de artículos sobre la mentalidad psicopática para un periódico de tirada nacional. A nosotros sólo nos había cabido la satisfacción de haber provocado una demanda por parte de los
Piñol
i Riudepera, por lesiones al honor, que según los servicios jurídicos de la policía no tenía la más mínima posibilidad de prosperar. Para mí era suficiente, pero el subinspector quería estar presente en la recolocación del beato. Le parecía una reparación simbólica de la afrenta que significaba para nosotros no figurar en un lugar público destacado.

Así que allá fuimos, de paisano, por supuesto, y confundidos entre la gente corriente que se agolpaba al fondo de la iglesia de las corazonianas. Asistieron tantos curiosos, aparte de dos o tres equipos de televisión, que tuvieron que dejar la puerta de la capilla abierta para que cupiéramos mejor. En el templo estaban todas las monjas, entre ellas la superiora general, el obispo y un par de curas que oficiaban la misa entre ambos. Hubo cánticos virginales, resoplidos de armonio y acción de gracias. Todo muy bien organizado, muy teatral. Había que reconocerle a la Iglesia católica que en cuestión de liturgias, superaba a cualquier otra religión. Al final, y antes de que el obispo repartiera la bendición
urbi et orbe
, se formó una cola de fieles que pasaban uno a uno por delante de la urna del beato, para rendirle un homenaje final. Nunca había estado fray Asercio más frecuentado, aunque tanta devoción me parecía sospechosa. Más cierto era que la gente iba allí para mirar con auténtica curiosidad a la momia, sin duda para comprobar si se notaban las costuras de su reconstrucción. El subinspector me murmuró al oído:

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